Los mendigos judíos gritaban con voces rudas y enojadas: la gente parecía darles limosna más por temor que por compasión. Por la carretera de cantos rodados pasaban los camiones de los koljoces cargados de sacos de patatas y salvado, jaulas de mimbre llenas de gallinas que gritaban en cada bache, como viejas judías enfermas.
Lo que más le fascinaba y le aterrorizaba, hasta el punto de llevarle a la desesperación, eran los puestos de las carnicerías. David había visto sacar de un carro a un ternero muerto: tenía la boca pálida entreabierta y el pelaje rizado y blanco del cuello manchado de sangre.
La abuela compró una gallina joven variopinta y se la llevó por las patas atadas con un trozo de tela blanca, y David caminaba a su lado intentando ayudar a la gallina a levantar su débil cabeza, preguntándose asombrado cómo su abuela podía ser tan inhumanamente cruel.
Recordó unas palabras incomprensibles de su madre. Decía que la familia por parte del abuelo eran personas cultas e instruidas, pero que por parte de la madre todos eran pequeño burgueses y comerciantes. Seguramente ése era el motivo por el que su abuela no tenía piedad de la gallina.
Entraron en un patio, salió a su encuentro un viejecito con una kipá en la cabeza y la abuela comenzó a hablar con él en yiddish. El viejecito cogió la gallina entre los brazos, farfulló algunas palabras y la gallina cacareó confiada. El viejo hizo entonces un gesto muy rápido, un movimiento apenas perceptible pero obviamente terrible, y se echó la gallina por encima del hombro. Ésta comenzó a correr batiendo las alas y el niño vio que no tenía cabeza, lo que corría era sólo un cuerpo decapitado: el viejecito había matado la gallina.
Después de una carrera de pocos pasos, el cuerpo cayó arañando el suelo con sus patas fuertes y jóvenes, y dejó de vivir.
Aquella noche David tuvo la sensación de que el olor húmedo de las vacas y sus crías degolladas llegaba incluso hasta su habitación.
La muerte, que antes vivía en la ilustración de un bosque donde un lobo dibujado se acercaba furtivamente a una cabritilla dibujada, dejó de estar confinada en las páginas del libro de cuentos. Por primera vez David comprendió con claridad meridiana que también él era mortal, no sólo como en los cuentos, sino de verdad.
Comprendió que un día su mamá moriría. La muerte les llegaría a ambos, pero no saldría de un bosque de cuento donde los abetos se yerguen en la penumbra, sino de este aire, de la vida, de estas paredes familiares, y sería imposible escaparse de ella.
David sintió la muerte con una claridad y una profundidad que sólo son capaces de alcanzar los niños y los grandes filósofos, cuyo vigor especulativo se aproxima a la sencillez y la fuerza del sentimiento infantil.
De los asientos hundidos sobre los que habían colocado unas tablas de madera contrachapada y del armario ropero emanaba un olor bueno y tranquilizador, el mismo olor de los cabellos y los vestidos de la abuela. Una noche cálida y engañosamente calma los rodeaba.
49
Aquel verano la vida dejó de estar confinada en los cubitos con dibujos pintados en los silabarios. Vio qué destellos azules irradian las oscuras alas de un pato y cuánta broma burlona encierra su graznido. Se encaramó al tronco rugoso de un cerezo y logró coger las blancas cerezas que brillaban entre el follaje. Fue a ver de cerca a un ternero amarrado al poste de un páramo y le extendió un terrón de azúcar; mudo de felicidad miró los ojos tiernos de la enorme criatura.
Pinchik el pelirrojo se acercó a David y le propuso, arrastrando las erres:
– ¿Quier-r-r-r-es camor-r-r-a?
En el vecindario de la abuela, los judíos y los ucranianos se parecían. La vieja Partinskaya, de visita en casa de la abuela, decía con su voz arrulladora:
– ¿Ha oído la noticia, Roza Nusinovna? Sonia se va a Kiev, ha hecho las paces con el marido.
La abuela, juntando las manos y riendo, respondía:
– ¡Vaya! ¡Menuda comedia!
Aquel mundo a David le parecía mejor y más agradable que la calle Kírov, donde una vieja mujer llamada Drako-Drakon con la cara toda pintada paseaba su caniche por la calle asfaltada, donde cada mañana estacionaba delante del portal una limusina ZIS-101, donde una vecina, con quevedos y un cigarrillo entre sus labios rojos de carmín, susurraba con furia ante la cocina comunal de gas: «Tú, trotskista, has vuelto a tirarme el café del hornillo».
Era de noche cuando David y su madre volvieron de la estación. Caminaron por una calle pavimentada, iluminada por la luna, y pasaron por delante de una iglesia católica blanca que albergaba en un nicho a un Cristo delgado, del tamaño de un niño de doce años, inclinado, y en la cabeza, una corona de espinas. Dejaron atrás la escuela de magisterio donde una vez había estudiado su madre.
Y algunos días después, un viernes por la noche, David vio a los viejos que se dirigían a la sinagoga entre el polvo dorado que levantaban los pies desnudos de unos chicos jugando al fútbol en un solar.
Había un encanto conmovedor en aquella yuxtaposición de casas blancas ucranianas, el chirrido de las grúas del pozo y los antiguos bordados negros y blancos de los mantos de oración que suscitaban la admiración desde tiempos bíblicos, remotos e insondables. Y coexistía todo junto: el Kohzar [55], Pushkin y Tolstói, los manuales de física, La enfermedad infantil del izquierdismo en el movimiento comunista, los hijos de sastres y zapateros que habían combatido en la guerra civil, los instructores del raikom, los tribunos y cizañeros del sóviet de sindicatos regional, conductores de camiones, inspectores de policía, conferenciantes marxistas.
Cuando llegó a casa de la abuela, David se enteró de que su madre era desdichada. La primera en anunciárselo fue la gorda tía Rajil, que tenía las mejillas tan coloradas que daba la impresión de que siempre se avergonzaba de algo.
– ¡Cómo es posible, abandonar a una mujer tan maravillosa como tu madre! ¡Ya se arrepentirá, ya!
Un día después David ya sabía que su padre se había ido con una mujer rusa ocho años mayor que él; que él ganaba dos mil quinientos rublos al mes en la Filarmónica, pero que mamá no había aceptado pensión alimenticia y vivía sólo de su sueldo: trescientos diez rublos al mes.
Una vez David enseñó a su abuela el capullo que guardaba en una caja de cerillas.
– Pero bueno, ¿para qué quieres esa porquería? ¡Tíralo ahora mismo!
David fue a la estación de mercancías dos veces y vio cómo cargaban en los vagones a toros, carneros y cerdos. Un toro mugía potente como si sufriera o implorara piedad. Al niño le atenazó un miedo pavoroso, pero los ferroviarios que pasaban junto a los vagones con chaquetas sucias y desgarradas ni siquiera volvían sus caras demacradas y extenuadas hacia la bestia doliente.
Una semana después de su llegada, una vecina de la abuela llamada Deborah cuyo marido, Lázar Yankélevich, trabajaba como mecánico en la fábrica de máquinas agrícolas, trajo al mundo a su primer hijo. El año antes Deborah había ido a casa de su hermana, en Kolymá, y durante una tormenta le cayó un rayo. Intentaron reanimarla practicándole la respiración artificial, pero al final desistieron y la cubrieron de tierra. Así yació durante dos horas, como muerta… Y, mira por dónde, ahora daba a luz a un bebé, ella que durante quince años había sido estéril. La abuela contó esa historia y luego añadió:
– Eso es lo que dice la gente, pero el año pasado tuvo que someterse a una operación.
David y su abuela fueron a visitar a los vecinos.
– ¡Bueno, Luzia! ¡Bueno, Deba! -dijo la abuela después de echar un vistazo a aquella criaturita de dos piernas acostada en el cesto de la ropa.
Pronunció aquellas palabras en tono amenazador, como advirtiendo al padre y a la madre que no se tomaran a la ligera aquel milagro acontecido.