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Llegó la hora amarga para el amor: la hora de la despedida, la hora del destino. El que llora olvidará al día siguiente; a otra pareja los separará la muerte, para algunos el destino decretará un nuevo encuentro: la fidelidad.

Nació un nuevo día. Los motores se pusieron a rugir, el viento de las hélices aplastó la hierba estropeada y miles de gotas microscópicas temblaron al sol… Los aviones militares, uno detrás del otro, se alzaban a aquella altura azul, elevando en el cielo cañones y ametralladoras. Daban vueltas, esperaban a sus compañeros, se ponían en formación…

Todo lo que aquella noche había parecido tan inmenso desaparecía en el cielo azul…

Ahora las casas grises parecían cajitas con sus huertitos rectangulares, que se deslizaban, desaparecían bajo el ala del avión… Ya no se veía el sendero cubierto por la hierba, no se veía la tumba de Demídov… ¡En marcha! Y todo el bosque se estremecía, se desvanecía definitivamente bajo las alas del avión.

– ¡Buenos días, Vera! -dice Víktorov.

39

A las cinco de la madrugada los guardias de turno despertaron a los detenidos. Todavía era noche cerrada y los barracones estaban iluminados por esa luz despiadada que hay en las prisiones, las estaciones ferroviarias y las salas de admisión de los hospitales.

Miles de hombres, tosiendo y escupiendo se ponían los pantalones forrados y sus zapatos, se rascaban los costados, el cuello, la barriga.

Cuando los que dormían en las literas de arriba daban con los pies en la cabeza a los que estaban vistiéndose abajo, notaban que éstos les apartaban los pies sin mediar una palabra; o bien, los de abajo, apartaban en silencio la cabeza.

Había algo profundamente antinatural en aquel despertar nocturno de una enorme masa de prisioneros, el ajetreo de cabezas y espaldas en medio del espeso humo de la majorka [38], la luz eléctrica inflamada. Alrededor había cientos de kilómetros cuadrados de raiga rígidos sumidos en un silencio gélido, mientras el campo estaba atestado de gente, lleno de movimiento, humo, luz.

Durante la primera mitad de la noche había nevado sin interrupción, los montones de nieve bloqueaban las puertas de los barracones y habían inundado el camino que conducía a la mina…

Las sirenas ulularon lentamente y tal vez en alguna parte de la taiga los lobos aullaron en respuesta a aquellas voces potentes y siniestras. En el campo los mastines ladraban roncamente mientras retumbaba el ruido sordo de los tractores afanándose en despejar de nieve los caminos hacia las minas y los guardias se intercambiaban voces.

La nieve seca, iluminada por los proyectores, brillaba blanda y suave. En el inmenso campo, bajo los ladridos incesantes de los perros, empezó el control. Las voces afónicas de los guardas sonaban exasperadas… Y he aquí que un río humano, a punto de desbordarse por el abundante caudal, fluye en dirección a los pozos de mina. El suelo cruje bajo las botas de piel y fieltro. Abriendo desmesuradamente su único ojo, la torre del puesto de vigilancia mira con atención…

Entretanto las sirenas del norte continuaban aullando, ahora próximas ahora lejanas, entonando una monótona sinfonía, como una orquesta formada por varias bandas, que se extendía por la tierra helada de Krasnoyarsk, la República Autónoma de los Komi, sobre Magadán, sobre Soviétskaya Gavan, sobre las nieves de Kolymá, sobre la tundra de la Chukotka, sobre los campos al norte de Murmansk y el Kazajstán del Norte…

Acompañados del sonido de las sirenas y los golpes rítmicos de una palanca contra un segmento de riel colgado de un palo, los hombres marchaban a extraer el potasio de Solikamsk, el cobre de Rídder y de los ríos del lago Baljash, el plomo y el níquel de Kolymá, el carbón de Kuznetsk y Sajalín. Marchaban los constructores de la vía férrea que discurría sobre el hielo eterno a lo largo de la orilla del océano glacial; otros limpiaban los caminos a través de la tundra de Kolymá; un grupo partía a talar el bosque de Siberia, los Urales del Norte, las regiones de Murmansk y Arjanguelsk…

En aquella hora nocturna llena de nieve comenzaba la jornada en los lagpunkts [39] de la taiga y en toda la extensión del enorme sistema de campos del Dalstrói [40].

40

Aquella noche el zek [41] Abarchuk fue presa de un ataque de angustia. No era la doliente angustia habitual del campo, sino una fiebre ardiente como la malaria, una angustia que te empuja a gritar, salirte del catre, darte puñetazos en el cráneo.

Por la mañana, mientras los prisioneros se preparaban para ir al trabajo a toda prisa, y a la vez a regañadientes, el vecino patilargo de Abarchuk, el capataz de gas Neumolímov, que había sido comandante de una brigada de caballería durante la guerra civil, le preguntó:

– ¿Por qué te movías tanto esta noche? ¿Soñabas con una mujer? Te reías incluso.

– Tú sólo piensas en eso -respondió Abarchuk.

– Pues yo pensaba que llorabas durmiendo -dijo el pridurok [42] Monidze, el segundo vecino de litera de Abarchuk, ex miembro del presídium de la Internacional de la Juventud Comunista- y quería despertarte.

Un tercer amigo de Abarchuk, el auxiliar médico Abraham Rubin, no se había dado cuenta de nada y mientras salían a la oscuridad helada, dijo:

– ¿Sabes qué? Esta noche he soñado que Nikolái Ivánovich Bujarin, vivo y alegre, venía a visitarnos al Instituto de Profesores Rojos y se había armado una escandalera a propósito de la teoría de Enchmen.

Abarchuk se puso a trabajar en el almacén de herramientas. Su ayudante, un tal Bárjatov, que tiempo atrás había degollado a una familia de seis miembros para robarles, estaba encendiendo la estufa con un trozo de leña de cedro y desechos de serrería; Abarchuk ordenaba las herramientas dispersas por las cajas. Le parecía que la punta afilada de las limas y los buriles, impregnados de un frío abrasador, expresaba la sensación que había experimentado durante la noche.

Aquel día no se diferenciaba en nada de los anteriores. Por la mañana el contable había enviado a Abarchuk los pedidos de herramientas que les habían formulado de campos lejanos, ya aprobados por el departamento técnico. Ahora tenía que sacar el material y las herramientas correspondientes, embalarlo en cajas, cumplimentar el inventario adjunto. Algunos envíos estaban incompletos y había que redactar unos certificados especiales.

Como de costumbre Bárjatov no hacía nada y obligarle a trabajar era imposible. Cuando llegaba al almacén sólo se ocupaba de cuestiones de alimentación, y aquel día, desde primera hora de la mañana, se había puesto a hervir en la olla una sopa de patatas y hojas de col. Un profesor de latín del Instituto Farmacéutico de Járkov, ahora recadero en la primera sección, se escapó para hacer una visita a Bárjatov; con los dedos rojos y temblorosos volcó sobre la mesa algunos granos de mijo sucios. Bárjatov le chantajeaba por algún asunto.

Por la tarde, la sección de finanzas llamó a Abarchuk: en sus cuentas no cuadraban los números. El subjefe de la sección le gritó, lo amenazó con mandar un informe a su superior y estas amenazas le provocaron náuseas. Solo, sin ayuda, no lograba sacar adelante todo el trabajo, pero al mismo tiempo no se atrevía a quejarse de Bárjatov. Estaba cansado, tenía miedo de perder el puesto de almacenero e ir a parar de nuevo a la mina o a la tala de árboles. El pelo se le había vuelto cano, había perdido la fuerza… Ése era el motivo de su ataque de angustia: su vida se le había ido bajo el hielo siberiano.

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[38] Tabaco fuerte de mala calidad.

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[39] La división más pequeña de un campo.

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[40] Acrónimo de Ghávnoye UpravIéniye stroítelstva Dálnevo Severa, la Dirección General para la edificación del Extremo Norte. Administraba las zonas de reclusión de Kolymá.

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[41] En argot penitenciario, recluso. Abreviatura de zakliuchonni.

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[42] Literalmente, «el que se hace el tonto». En jerga penitenciaria, eran los enchufados, los que evitaban los trabajos más duros.

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