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Era hermoso, después de aquella penumbra silenciosa, salir a un claro iluminado. Todo adquirió otro aspecto, la tierra cálida, el olor a enebro calentado por el sol, el movimiento del aire; había grandes campanillas inclinadas que parecían fundidas en un metal violeta, y se veían los colores de los claveles salvajes con los tallos pegajosos de resina… El alma se vuelve despreocupada, y el claro es como un día feliz en una vida miserable. Las mariposas amarillas, los pulidos escarabajos azul oscuro, las hormigas, las serpientes que se mueven ligeramente entre la hierba, no se mueven para sí mismos, sino que todos juntos colaboran en un trabajo común. Una rama de abedul adornada de pequeñas hojas le rozó la cara; un saltamontes saltó, aterrizó sobre él, como si se tratara del tronco de un árbol, y se agarró a su cinturón, tensando tranquilamente las patas. Permanecía inmóvil con los ojos redondos, como de cuero, y la cara de un carnero. Calor, tardías flores de fresa, los botones y la hebilla del cinturón calientes por el sol. Probablemente este claro nunca había sido sobrevolado por un U-88, ni por un Heinkel en reconocimiento nocturno.

36

Por la noche Víktorov solía recordar los meses transcurridos en el hospital de Stalingrado. Se le había borrado de la memoria la camisa húmeda por el sudor, el agua un poco salada que le provocaba náuseas y aquel mal olor que le había atormentado. Aquellos días en el hospital le parecían un tiempo de felicidad. Y ahora, en el bosque, escuchando el rumor de los árboles, pensaba: «¿De veras oí alguna vez sus pasos?».

¿Era posible que todo aquello hubiera ocurrido? Ella le abrazaba, le acariciaba los cabellos, lloraba, y él le besaba los ojos salados y húmedos.

A veces Víktorov se imaginaba que llegaba con un Yak a Stalingrado. Había pocas horas de vuelo; podía repostar en Riazán, luego ir hasta Engels, donde el controlador aéreo era conocido suyo. Bueno, luego siempre podrían fusilarlo.

Le venía a la cabeza un relato que había leído en un viejo libro de historia: los hermanos Sheremétev, los acaudalados hijos del mariscal de campo, dieron en matrimonio al príncipe Dolgoruki a su hermana de dieciséis años, quien antes de la boda, al parecer, sólo le había visto una vez. Los hermanos asignaron a la novia una formidable dote, sólo la plata ocupaba tres habitaciones enteras. Dos días después de la boda, Pedro II fue asesinado. Dolgoruki, su favorito, fue arrestado, deportado a Siberia y encerrado en una torre de madera. La joven esposa desoyó los consejos, a pesar de que le hubiera resultado fácil deshacerse de aquel matrimonio, puesto que, en el fondo, sólo habían convivido dos días. Siguió a su marido y se estableció en la isba campesina de un bosque remoto. Durante diez años se acercó todos los días a la torre donde estaba preso Dolgoruki. Una mañana vio que la ventana de la torre estaba abierta de par en par, la puerta no estaba cerrada. La joven princesa corrió por la calle arrodillándose ante cualquiera que pasara, campesino o arquero qué más daba, y les suplicaba que le dijeran adonde se habían llevado a su marido. La gente le dijo que Dolgoruki había sido trasladado a Nizhni Nóvgorod. ¡Cuántos sufrimientos tuvo que soportar la princesa durante ese camino a pie! Y en Nizhni Nóvgorod supo que Dolgoruki había sido descuartizado. Entonces la princesa decidió retirarse a un convento de Kiev. El día que debía tomar los hábitos estuvo vagando largo rato por la orilla del Dniéper. Lo que lamentaba no era perder su libertad, sino la obligación de despojarse de su anillo de boda del que no se veía capaz de separarse…

Vagó por la orilla durante muchas horas, y luego, cuando el sol comenzó a ponerse, se quitó el anillo del dedo, lo lanzó al Dniéper y se dirigió a las puertas del monasterio.

Y el teniente de las fuerzas aéreas, crecido en un orfanato y que una vez había sido mecánico en la central térmica de Stalingrado, no podía dejar de pensar en la princesa Dolgorúkaya. Caminaba por el bosque imaginando que había muerto y le habían enterrado; que su avión había sido abatido por el enemigo, y que el morro había caído en picado contra el suelo; ahora, ya aherrumbrado, los pedazos cubrirían la hierba, y por allí deambularía Vera Sháposhnikova, que se detendría, descendería por los peñascos hasta el Volga con la mirada fija en el agua… Y doscientos años atrás había estado allí la joven princesa Dolgorúkaya; salía a un claro, se abría paso entre los linos, apartaba los arbustos cubiertos de bayas rojas. Se apoderó de él un dolor amargo, desesperado, pero al mismo tiempo dulce.

Un joven teniente de espalda estrecha va por el bosque, con la guerrera raída: ¡cuántos otros como él serán olvidados en estos tiempos inolvidables!

37

Mientras se dirigía al aeródromo Víktorov se dio cuenta de que algo estaba pasando. Los camiones cisterna circulaban por el campo de aviación, los técnicos y los mecánicos de batallón del servicio del aeródromo trajinaban alrededor de los aviones cubiertos con red de camuflaje. El radiotransmisor, por lo general silencioso, emitía un sonido seco, concentrado y preciso.

«Está claro», pensó Víktorov acelerando el paso.

Sus sospechas se vieron enseguida confirmadas cuando se encontró con Solomatin, un teniente con unas manchas rosas en un pómulo causadas por una quemadura.

– Ha llegado la orden, salimos de la reserva -le anunció.

– ¿Hacia el frente? -preguntó Víktorov.

– Hacia dónde si no, ¿a Tashkent? -replicó Solomatin, alejándose en dirección al pueblo.

Era patente su preocupación; Solomatin había iniciado una relación seria con la dueña de la casa donde se hospedaba y ahora, con toda probabilidad, se apresuraba para estar junto a ella.

– Solomatin lo tiene claro: la isba, para la mujer; la vaca, para él -observó la voz familiar del teniente Yeriomin, el compañero de patrulla de Víktorov.

– ¿Adónde nos envían, Yerioma? -preguntó Víktorov.

– Quizás a la ofensiva del frente noroeste. Acaba de llegar el comandante de la división en un R5. Puedo preguntar a un amigo que pilota un Douglas en el comando aéreo. Él siempre lo sabe todo.

– ¿Para qué preguntar? Pronto nos lo comunicarán.

El frenesí de la excitación no sólo había perturbado al Estado Mayor y a los pilotos sino que había contagiado a todo el pueblo. El suboficial Korol, de ojos negros y labios gruesos, el piloto más joven del regimiento, caminaba por la calle llevando en las manos ropa blanca, lavada y planchada, y encima del montón, un pastel de miel y una bolsa de bayas secas.

A Korol solían tomarle el pelo porque sus patronas -dos viejas viudas- lo atiborraban con dulces de miel. Cuando salía en misión, iban al aeródromo para recibirle a mitad de camino. Una era alta y derecha, la otra tenía la espalda encorvada; él caminaba en medio de ellas enfurruñado, avergonzado, como un niño mimado, y los pilotos decían que marchaba en formación flanqueado por un signo de interrogación y un signo exclamativo.

El comandante de la escuadrilla, Vania Martínov, salió de casa con el capote puesto. En una mano llevaba una maleta, en la otra el gorro de gala que, por miedo a arrugarlo, no metía en la maleta. La hija de la patrona, una chica pelirroja sin pañuelo en la cabeza y la permanente hecha en casa, lo seguía con una mirada que hacía innecesaria cualquier pregunta al respecto.

Un muchacho cojo informó a Víktorov de que el instructor político Golub y el teniente Skotnoi, con los que compartía alojamiento, se habían ido ya con su equipaje.

Víktorov se había mudado hacía pocos días a aquel apartamento; antes se había alojado con Golub en casa de una pérfida patrona, una mujer de frente alta abombada y ojos saltones amarillos. Mirar esos ojos era suficiente para ponerse enfermo.

Para librarse de sus inquilinos llenaba la isba de humo, y en una ocasión añadió ceniza al té. Golub trataba de persuadir a Víktorov para que redactara un informe sobre la mujer al comisario del regimiento, pero aquél se había negado.

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