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Darenski pasó el día en las posiciones de la división de artillería. Durante toda la jornada no había oído ni un disparo, ni un avión se había perfilado en el horizonte.
El comandante de la división, un joven kazajo, le había dicho con una pronunciación nítida, sin el menor rastro de acento:
– El año que viene tengo la intención de cultivar melones; vuelva para probarlos.
El comandante de la división no se encontraba a disgusto por estos lugares: bromeaba dejando al descubierto su dentadura blanca, se desplazaba sobre sus piernas cortas y torcidas adentrándose en la arena y miraba con simpatía a los camellos atados en grupo, cerca de las casuchas cubiertas con trozos de papel alquitranado.
El buen humor del joven kazajo irritaba a Darenski que en su deseo por estar solo, regresó a las posiciones de la primera batería, aunque ya había estado allí ese mismo día.
Salió la luna, increíblemente grande, más negra que roja. A medida que adquiría un tono morado, se alzaba en el negro transparente del cielo y, bajo su luz iracunda, el desierto nocturno, los morteros, los fusiles antitanque y los largos tubos de los cañones cobraban un nuevo aspecto, inquietante y amenazador.
A lo largo de la carretera avanzaba a ritmo lento una caravana de camellos enganchados a unos crujientes carros místicos, cargados de cajas de obuses y heno. Era una escena insólita: los tractores, el camión con la tipografía del periódico del ejército, la torre delgada del radiotransmisor, los largos cuellos de los camellos y su paso ondulante y ligero que creaba la ilusión de un cuerpo sin huesos, hecho de goma.
Los camellos pasaron y dejaron tras de sí en el aire gélido el olor a heno típico del campo. La misma luna enorme, más negra que roja, se encaramaba por el cielo de las llanuras desiertas donde habían combatido las huestes del príncipe Ígor. La misma luna brillaba cuando las hordas persas marchaban hacia Grecia, cuando las legiones romanas irrumpieron en los bosques germánicos, cuando los batallones del primer cónsul vieron caer la noche a los pies de las pirámides.
La mente del hombre, cuando vuelve la vista atrás, filtra siempre con el tamiz de la memoria los grandes acontecimientos del pasado, y elimina los sufrimientos de los soldados, sus angustias, la tristeza. Sólo perdura el recuerdo vacío de cómo estaban organizadas las tropas que se alzaron con la victoria y cómo estaban dispuestas aquellas que sufrieron la derrota, el número de catapultas, balistas, elefantes, cañones, blindados o bombarderos que participaron en la batalla. En la memoria se conserva el recuerdo de cómo el sabio y afortunado caudillo inmovilizó el centro y golpeó el flanco, y de cómo las tropas de reserva emergiendo de detrás de las colinas, decidieron el curso de la contienda. Eso es todo, si nos dejamos en el tintero cómo el afortunado caudillo, de regreso a la patria, fue declarado sospechoso de querer derrocar a su soberano, y pagó la salvación de su patria con la cabeza o, si tuvo suerte, con el exilio.
Pero he aquí el cuadro del antiguo campo de batalla que pinta el artista: una luna enorme y pálida suspendida a poca altura sobre el campo de la gloria; los héroes, con los brazos cubiertos sobre el pecho, yacen sobre el terreno; las cuadrigas destrozadas o los tanques incendiados están esparcidos por el campo de batalla. Y ahí están los vencedores, con ropa de camuflaje y metralleta en bandolera, casco romano rematado con un águila de bronce o con un gorro de piel de granadero.
Darenski, con la cabeza hundida entre los hombros, estaba sentado sobre una caja de obuses y escuchaba el diálogo de dos soldados, acostados bajo sus capotes al lado de sus armas. El comandante de la batería y el instructor político habían ido al cuartel general de la división, y el coronel, representante del Estado Mayor del frente (los soldados se habían informado sobre Darenski), parecía profundamente dormido. Los soldados fumaban con fruición los cigarrillos que habían liado a mano y dejaban escapar volutas de humo.
Saltaba a la vista que eran amigos; les unía aquel sentimiento que siempre distingue a la verdadera amistad, seguros de que cada acontecimiento de la vida de uno, por nimio que fuera, siempre era importante e interesante para el otro.
– ¿Y entonces? -preguntó uno fingiendo mofa e indiferencia.
Y el segundo, simulando apatía, respondió:
– ¿Es que acaso no lo sabes? Me duelen los pies, no se puede andar con unas botas así.
– Bueno, ¿y entonces?
– Pues aquí me tienes con las mismas botas viejas. No voy a andar con los pies descalzos, ¿no?
– Total, que no te ha dado las botas -replicó el otro, y en su voz ya no había ni rastro de ironía o indiferencia, sino un vivo interés.
Luego la conversación giró en torno a sus hogares.
– ¿Qué me escribe mi mujer? ¿Qué quieres que me diga? Falta esto, falta lo otro, si no está enfermo el niño, lo está la niña. Ya sabes cómo son las mujeres.
– La mía, por si fuera poco, me escribe esto: vosotros, en el frente, tenéis vuestra ración, mientras que aquí se puede decir que nos morimos por las restricciones de la guerra.
– ¡La inteligencia femenina! -soltó el primer artillero-. Están en la retaguardia y no logran comprender qué ocurre en primera línea. Sólo ven tus raciones.
– Así es -confirmó el segundo-. No ha conseguido queroseno y piensa que no puede suceder nada más trágico en el mundo.
– Claro, es más duro esperar en la cola para comprar queroseno que rechazar los tanques alemanes en el desierto con botellas vacías.
Hablaban de tanques, aunque los dos sabían muy bien que no se habían producido ataques de carros blindados por allí cerca.
Interrumpiendo la eterna discusión de quién se lleva la peor parte en la vida, si el hombre o la mujer, uno de ellos dijo con voz vacilante:
– La mía está enferma, tiene una lesión en la columna vertebral y si levanta algo pesado tiene que pasar una semana en cama.
Una vez más la conversación parecía tomar un rumbo totalmente diferente y se pusieron a hablar del desierto, de aquel lugar maldito sin agua.
El que estaba más cerca de Darenski dijo:
– No hay malicia en lo que escribe, es que no lo entiende.
Y el otro, para retirar las duras palabras que había dicho contra las mujeres de los soldados, pero al mismo tiempo para confirmarlo:
– Claro. Sólo lo ha hecho por estupidez.
Después de fumar un rato en silencio, se pusieron a valorar los pros y los contras de las maquinillas de afeitar y los machetes, hablaron de la nueva chaqueta del comandante de batería y de que, por dura que fuera la vida, uno siempre tiene ganas de vivir.
– Sabes, cuando iba a la escuela vi un cuadro que se parecía a esta noche: una luna sobre la llanura y cuerpos de guerreros muertos en batalla.
– ¿Dónde ves el parecido? -se rió el otro-. Aquéllos eran héroes mientras que nosotros no somos más que gorriones.