Pero no eran más que rumores y habladurías. De hecho, a Krímov no le había pasado nada parecido.
Y ahora ahí estaba, esta vez le habían metido en la cárcel. Era increíble, absurdo, inaudito, pero había sucedido. Cuando encarcelaban a los mencheviques, a los socialistas revolucionarios, a los miembros de la guardia blanca, los popes, los jefes kulaks, nunca, ni siquiera por un momento, se había parado a pensar en lo que podían sentir esos hombres al perder la libertad, mientras esperaban la sentencia. No había pensado tampoco en sus mujeres, ni en sus madres, ni en sus hijos.
Ciertamente, cuando los proyectiles comenzaron a impactar más cerca, a mutilar a los suyos y no a los enemigos, no se había mostrado ya tan indiferente: no acababan en la cárcel los adversarios, sino los verdaderos soviéticos, los miembros del Partido.
Y cuando encarcelaron a personas que le eran muy cercanas, gentes de su generación que él consideraba auténticos bolcheviques leninistas, aquello le dejó trastornado, no durmió en toda la noche, acuciado por las dudas de si Stalin tenía derecho a privar así a la gente de libertad, a torturarles y fusilarles. Pensó en los sufrimientos que debían soportar ellos, sus mujeres, sus madres. Al fin y al cabo ya no se trataba de kulaks, no eran guardias blancos, sino bolcheviques leninistas.
Y sin embargo, se las había apañado para tranquilizarte a sí mismo: después de todo a él no le habían metido en la cárcel, no le habían deportado, no había sido obligado a firmar nada ni a confesarse culpable de falsos cargos.
Pero ahora había llegado su turno. Ahora Krímov, el bolchevique leninista, había sido arrestado. Ahora no cabía ningún consuelo, ninguna interpretación, ninguna justificación. Había sucedido.
Ahora ya lo sabía. Los dientes, las orejas, la nariz, las ingles eran objeto de registro en un hombre desnudo. Después el hombre caminaba por el pasillo, patético y ridículo, sujetándose los pantalones que se le caían y los calzoncillos con los botones arrancados. A los miopes les quitaban las gafas y éstos entornaban inquietos los ojos, se los frotaban. El hombre entraba en la celda y se convertía en un ratón de laboratorio, se desarrollaban en él nuevos reflejos: hablaba en susurros, se levantaba del catre, se tendía en él, satisfacía sus necesidades, dormía y soñaba bajo una constante vigilancia. Todo era espantosamente cruel, absurdo, inhumano. Por primera vez comprendió con claridad las terribles cosas que se hacían en la Lubianka. Estaban torturando a un bolchevique, a un leninista, al camarada Krímov.
6
Pasaban los días y Krímov seguía sin ser interrogado.
Ahora sabía cuándo y qué le darían de comer, las horas de paseo y los días de baño; conocía el olor del tabaco de la prisión, la hora de la inspección, el orden aproximado de los libros de la biblioteca; conocía la cara de los centinelas y se inquietaba mientras esperaba que sus compañeros de celda regresaran del interrogatorio. Katsenelenbogen era al que llamaban más a menudo. A Bogoleyev siempre le llamaban por la tarde.
¡La vida sin libertad! Era una enfermedad. Perder la libertad es como perder la salud. La lámpara estaba encendida, del grifo salía agua, en la escudilla habla sopa. Pero también la luz, el agua y el pan eran especiales: se los daban porque estaba previsto. Cuando el interés de la instrucción lo requería, los detenidos eran privados temporalmente de luz, comida, sueño. En realidad, todo lo que recibían no era por ellos mismos, sino porque el dispositivo funcionaba así.
El anciano huesudo fue llamado una sola vez y cuando volvió del interrogatorio comunicó con arrogancia:
– Después de tres horas de silencio el juez instructor finalmente se ha convencido de que mi apellido es Dreling.
Bogoleyev era siempre amable y hablaba con sus compañeros de celda con respeto; cada mañana les preguntaba por su salud y se interesaba por cómo habían dormido.
Una vez se puso a recitar versos a Krímov, pero después se interrumpió y dijo:
– Lo siento, lo más probable es que no le interese lo más mínimo.
Krímov se rió.
– Para serle honesto, no he comprendido ni una palabra. Hubo un tiempo en que leía a Hegel y lo entendía.
Bogoleyev tenia pavor a los interrogatorios y se ponía hecho un manojo de nervios cada vez que el guardia entraba en la celda y preguntaba: «¿Quién tiene un nombre que comienza por B?». Cuando volvía a la celda parecía más delgado, más pequeño y más viejo. Resumía sus interrogatorios siempre de manera confusa, fragmentaria, con los ojos entornados. Era imposible comprender de qué se le acusaba, si de haber atentado contra la vida de Stalin o de no apreciar las obras inspiradas por el realismo socialista.
Un día el gigante chequista sugirió a Bogoleyev:
– Ayude al amigo a formular su imputación. Le aconsejo algo del tipo: «Sintiendo un odio feroz hacia todo lo que es nuevo, critiqué sin fundamento las obras de arte galardonadas con el premio Stalin». Le caerán, diez años. Y no denuncie a demasiada gente que conozca, eso no le ayudará a salvar el pellejo. Por el contrario, le acusarán de conspiración y será enviado a un campo penitenciario de régimen estricto.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Bogoleyev-. Ellos lo saben todo. ¿Cómo podría ayudarles?
A menudo, siempre en cuchicheos, filosofaba sobre su tema preferido, es decir, que todos éramos personajes de cuento: amenazadores comandantes de división, paracaidistas, admiradores de Matisse y Písarev, miembros del Partido, geólogos, chequistas, edificadores de planes quinquenales, pilotos, constructores de gigantescos complejos metalúrgicos… Y he aquí que nosotros, arrogantes y seguros de nosotros mismos, hemos franqueado el umbral de una casa encantada y una varita mágica nos ha transformado en gorriones, en cochinillos, en ardillas. Sólo necesitamos mosquitos o huevos de hormiga.
Tenía un pensamiento original, extraño y evidentemente profundo, pero en las cuestiones prácticas era mezquino: siempre estaba alerta, temeroso de que le dieran menos comida y peores raciones que a los demás, de que le acortaran el paseo y de que, durante el mismo, alguien se le comiera el pan seco.
La vida estaba llena de acontecimientos, pero al mismo tiempo seguía siendo vacía, irreal. Vivían en el cauce de un río seco. El juez instructor estudiaba los guijarros, las grietas, los desniveles de la orilla. Pero el agua que una vez había moldeado ese cauce ya no existía.
Dreling casi nunca intervenía en las conversaciones, y si hablaba, la mayor parte de las veces lo hacía con Bogoleyev, probablemente porque no pertenecía al Partido.
Pero, incluso con Bogoleyev, se irritaba a menudo.
– Es usted un tipo extraño -le dijo una vez-. Primero, porque se muestra respetuoso y amable con personas a las que desprecia. Segundo, porque cada día me pregunta cómo me encuentro, aunque le resulte indiferente que yo viva o muera.
Bogoleyev alzó los ojos al techo de la celda, alargó los brazos y respondió:
– Escuche.
Y declamó, como cantando:
«¿De qué materia está hecho tu caparazón?»,
pregunté a la tortuga, y ella contestó:
«De miedos acumulados».
¡En el mundo no hay nada más sólido!
– ¿Son suyos los versos? -preguntó Dreling.
Bogoleyev abrió de nuevo los brazos y no respondió.
– El viejo tiene miedo, ha almacenado un montón de miedos -observó Katsenelenbogen.
Después del desayuno Dreling le enseñó la cubierta de un libro a Bogoleyev y le preguntó:
– ¿Le gusta?
– A decir verdad, no -respondió Bogoleyev.
Dreling asintió.
– Yo tampoco soy un entusiasta de esta obra. Plejánov, en cierta ocasión, dijo: «El personaje de la madre creado por Gorki es un icono, y la clase obrera no necesita iconos».
– ¿Qué tienen que ver aquí los iconos? -replicó Krímov-. Generaciones enteras han leído La madre.