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El mundo de los campos comenzó a absorber el progreso, atrajo a su órbita la locomotora eléctrica, excavadoras, niveladoras de terreno, sierras eléctricas, turbinas, cortadoras, un parque enorme de tractores y automóviles. El mundo de los campos asimiló la aviación de transporte y de pasajeros, la comunicación por radio, las máquinas automáticas, los más modernos sistemas de enriquecimiento de minerales; el mundo de los campos proyectaba, planificaba, diseñaba, generaba minas, fábricas, nuevos mares, gigantescas centrales eléctricas. Se desarrollaba impetuosamente, y las viejas prisiones de trabajo forzado parecían casi ridiculas, conmovedoras, como juegos de construcción para niños.

Pero los campos, según Katsenelenbogen, quedaban regazados respecto a la vida que les nutría. Como antes, muchos científicos y especialistas no eran utilizados porque sus conocimientos no se inscribían en el campo de la técnica o la medicina…

Historiadores de fama mundial, matemáticos, astrónomos, estudiosos de la literatura, geógrafos, críticos de arte, especialistas en sánscrito o en antiguos dialectos celtas no encontraban su Nueva clase surgida de los pequeños comerciantes, que con la NEP [Nueva Política Económica (Nóvaya Ekonomícbeskaya Polítika), 1921-1928] habían ascendido a la categoría de empresarios a gran escala.

Escuchando a Katsenelenbogen, a Krímov le parecía estar oyendo a un científico hablar de la obra más importante de su vida. No se limitaba a cantar las alabanzas del campo; se comportaba como un investigador: hacía comparaciones, ponía de manifiesto contradicciones y defectos, revelaba similitudes y contrastes.

Naturalmente, al otro lado de las alambradas de los campos también había defectos, pero de una forma bastante atenuada.

En la vida, no son pocos los casos de personas que no hacen lo que podrían, ni de la manera que desean, en las universidades, las redacciones, los institutos de investigación de la Academia.

En los campos, explicaba Katscnelenbogen, los «delincuentes comunes» dominaban a los «políticos». Depravados, incultos, perezosos, sobornables, propensos a las peleas sangrientas y a la rapiña, los comunes frenaban el desarrollo cultural y productivo de la vida de los campos. Pero se apresuraba a añadir que, al otro lado del alambre espinoso, el trabajo de los científicos, de los más altos exponentes de la cultura, a menudo era supervisado por personas poco instruidas, incultas, limitadas.

El campo era el reflejo, por así decido, hiperbólico, exagerado de la vida en el exterior. Sin embargo la realidad que se daba a ambos lados de la alambrada, lejos de ser contradictoria, respondía a las leyes de la simetría.

Llegados a ese punto, Katsenelenbogen se ponía a hablar, ya no como un poeta o un filósofo, sino como un profeta. Si se hubiera desarrollado el sistema de campos de forma audaz y consecuente, liberándolo de obstáculos y defectos, los límites habrían desaparecido. Los campos estaban destinados a fundirse con la vida del exterior. En esta fusión, en el aniquilamiento de la contraposición entre campo y vida exterior estaba la madurez, el triunfo de los grandes principios.

A pesar de todos sus defectos el sistema concentracionario presentaba una ventaja decisiva. Sólo en los campos, el principio de la libertad personal se contrapoma de forma absolutamente pura al principio superior de la razón. Este principio elevaría el campo a un nivel que le permitiría autosuprimirse, fundirse con la vida de la ciudad y los pueblos.

Katsenelenbogen, que había llegado a dirigir la oficina de diseños y proyectos de un campo, estaba convencido de que los científicos e ingenieros allí recluidos estaban capacitados para resolver las cuestiones más complejas. Se sentían como pez en el agua a la hora de afrontar cualquier problema técnico o científico a escala mundial. Bastaba con dirigir a la gente con racionalidad y ofrecerles unas buenas condiciones de vida. El viejo dicho de que sin libertad no hay ciencia era simplemente ridículo.

– Cuando los niveles se igualen -dijo- y nosotros pongamos un signo de igualdad entre la vida de los campos y la vida que se desarrolla al otro lado de la alambrada, la represión ya no tendrá razón de ser, dejaremos de dictar órdenes de arresto. Derribaremos las cárceles y otros recintos de aislamiento. Bastará la sección cultural-educativa para corregir cualquier anomalía. Mahoma y la montaña irán al encuentro uno de la otra.

»La abolición de los campos será un triunfo del humanismo, y al mismo tiempo, el principio de la libertad individual, noción caótica, primitiva, del hombre de las cavernas, no volverá a resurgir; al contrario, será completamente superada.

Hizo una larga pausa y luego añadió que tal vez, en el curso de unos siglos, este mismo sistema se autosuprimiría y, de ser así, su disolución generaría la democracia y la libertad personal.

– No hay nada eterno bajo el sol -dijo-, pero no me gustaría vivir para ver ese momento. Krímov observó:

– Sus ideas son dementes. Ésa no es el alma ni el corazón de la Revolución. Dicen que los psiquiatras que han trabajado demasiado tiempo en un manicomio acaban por volverse locos.

Perdone, pero a usted no le han arrestado sin motivo. Cantarada Katsenelenbogen, usted otorga a los órganos de seguridad todos los atributos de la divinidad. Ya era hora de que le retiraran de la circulación. Katsenelenbogen asintió con aire bonachón. -Sí, creo en Dios. Soy creyente, un viejo oscurantista. Cada época crea un Dios a su propia semejanza. Los órganos de seguridad son razonables y poderosos, dominan al hombre del siglo xx. Hubo un tiempo en que los hombres divinizaron las fuerzas de la naturaleza: los terremotos, los relámpagos, los truenos y los incendios forestales. Pero le haré notar que usted también está en prisión; yo no soy el único. Ya era hora, también, de que le pusieran a usted fuera de circulación. Un día la historia aclarará quién tiene razón, si usted o yo.

– Entretanto el viejo Dreling vuelve a su casa, al campo -le dijo Krímov, consciente de que sus palabras no le pasarían desapercibidas.

Y, en efecto, Katsenelenbogen declaró:

– Ese maldito viejo es un estorbo para mi fe.

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Krímov oyó unas palabras pronunciadas en voz baja:

– Acaban de anunciar que nuestras tropas han liquidado por completo las últimas bolsas de resistencia enemiga en Stalingrado. Parece ser que han capturado a Paulus, pero no estoy seguro de haberlo entendido bien.

Krímov lanzó un grito, forcejeó, dio patadas contra el suelo, sintió el deseo de mezclarse con la muchedumbre de hombres enfundados enchaquetas guateadas y botas de fieltro… Sus voces amadas cubrían la conversación que se estaba manteniendo en voz baja a su lado; abriéndose camino entre las ruinas de Stalingrado, Grékov caminaba con sus andares oscilantes hacia él.

El médico que sostenía a Krímov por el brazo advirtió: -Hay que hacer una pequeña pausa…Comenzar con las inyecciones de alcanfor. Tiene el pulso débil. Krímov tragó una bola salada de saliva y dijo: -No importa, continúe, ya que la medicina lo permite… Pero no conseguirán que firme.

– Firmará, firmará -intervino el juez de instrucción con un tono de benévola seguridad propia de un capataz de fábrica-. Hemos hecho firmar a otros más duros de pelar.

Tres días después, el segundo interrogatorio concluyó y Krímov regresó a su celda.

El guardián de servicio dejó a su lado un paquete envuelto en un trapo blanco.

– Firme el recibo de entrega, ciudadano detenido -dijo.

Nikolái Grigórievich leyó la lista del contenido escrita con una caligrafía familiar: cebollas, ajo, azúcar, galletas. Y abajo: «Tu Zhenia».

Dios, Dios, lloraba…

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