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Y como cogiendo al vuelo un pensamiento desconocido para Zhenia, la criatura cínica y maligna añadió:

«No te preocupes, pronto echarás a correr detrás de él.»

No comprendía por qué había dejado de amar a Krímov, pero llegados a ese punto no era necesario comprenderlo. Ahora era feliz. Luego se dijo que Krímov representaba un obstáculo para su felicidad. Se interponía siempre entre Nóvikov y ella, envenenando su dicha. Seguía arruinándole la vida. ¿Por qué debía torturarse sin pausa? ¿A qué venían esos remordimientos de conciencia? Había dejado de quererle, ya está. Y él, ¿qué quería de ella? ¿Por qué la perseguía con tanta insistencia? Ella tenía derecho a ser feliz. Tenía derecho a amar al hombre que la amaba. ¿Por qué Nikolái Grigórievich le parecía siempre tan débil e impotente, tan perdido, tan solo? ¡No era tan débil! ¡Tampoco era tan bueno!

Cada vez se sentía más furiosa con Krímov. ¡No, no! No iba a sacrificar su felicidad por él… Era un hombre cruel, estrecho de miras, un fanático recalcitrante. Ella nunca había podido aceptar su indiferencia ante el sufrimiento humano. ¡Qué extraño resultaba todo aquello para ella, su madre, su padre…! «No puede haber piedad para los kulaks», decía cuando decenas de miles de mujeres y niños morían de inanición en los pueblos de Rusia y Ucrania. «A los inocentes no se les arresta», había dicho en los tiempos de Yezhov y Yagoda. Aleksandra Vladímirovna había relatado una vez una historia que había tenido lugar en Kamishin en 1918. Varios comerciantes y propietarios de casas fueron colocados junto a sus hijos en una barcaza y ahogados en las aguas del Volga. Algunos niños eran amigos y compañeros de colegio de Marusia: Mináyev, Gorbunov, Kasatkin, Sapóshnikov. Nikolái Grigórievich había dicho airado: «Bueno, ¿qué quieres que se haga con los enemigos de la Revolución, que se les alimente con repostería?». ¿Por qué entonces Zhenia no debía tener derecho a ser feliz? ¿Por qué motivo debía seguir atormentándose y compadeciendo a un hombre que siempre había sido tan despiadado con los débiles?

Pero aunque se enfadara y exasperara, en el fondo de su alma sabía que estaba siendo injusta, que Nikolái Grigórievich no era tan perverso.

Se quitó la falda de invierno que había obtenido mediante trueque en el mercado de Kúibishev y se puso su vestido de verano, el único que le había quedado tras el incendio de Stalingrado. Era el mismo vestido que llevaba aquella noche con Nóvikov, cuando pasearon por el malecón, bajo el monumento a Jolzunov.

Poco antes de que fuera deportada le había preguntado a Jenny Guenríjovna si alguna vez había estado enamorada. Jenny, visiblemente avergonzada, le respondió: «Sí, de un chico con unos rizos de oro y los ojos azul claro. Vestía una chaqueta de terciopelo, el cuello blanco. Tenía once años y lo conocía sólo de vista». ¿Dónde estaba ahora aquel chico de cabellos rizados, vestido de terciopelo, dónde estaba Jenny Guenríjovna?

Yevguenia Nikoláyevna se sentó en la cama y miró el reloj. Sharogorodski solía pasar a visitarla a esa hora. No, no estaba de humor para conversaciones inteligentes.

Se puso a toda prisa el abrigo y un pañuelo. Era absurdo: el tren hacía horas que había partido. Había un gentío enorme alrededor de la estación, todos estaban sentados sobre sus hatillos y petates. Yevguenia deambuló por los callejones próximos. Una mujer le preguntó si tenía cupones de racionamiento, otra le pidió billetes de tren… Ciertos individuos la recorrían con la mirada soñolienta, suspicaces. Un tren de mercancías pasó con gran estruendo por la vía número 1. Los muros de la estación se estremecieron y los cristales de las ventanas tintinearon. Ella sintió que su corazón también temblaba. Pasaron algunos vagones abiertos que transportaban tanques. De repente, la invadió un sentimiento de felicidad. Los tanques siguieron desfilando. Los soldados sentados en la parte superior con sus cascos y las ametralladoras sobre el pecho parecían forjados en bronce.

Yevguenia caminó a casa, meciendo los brazos como un muchachito. Se había desabotonado el abrigo y de vez en cuando echaba una ojeada a su vestido de verano. De repente el sol crepuscular bañó las calles de luz y la ciudad gastada y ruda, que aguardaba el invierno en el frío y el polvo, apareció majestuosa, rosa, clara… Entró en casa y Glafira Dmítrievna, la inquilina más veterana que horas antes había visto al coronel en el pasillo mientras iba a ver a Zhenia, le dijo con una sonrisa aduladora.

– Hay una carta para usted.

«Hoy es mi día de suerte», pensó Yevguenia mientras abría el sobre. Era una carta de su madre, de Kazán. Leyó las primeras líneas, emitió un débil grito y llamó, confusa:

– ¡Tolia, Tolia!

6

En la base de la nueva teoría de Shtrum estaba la idea que le había sorprendido aquella noche por la calle. Las ecuaciones que había deducido fruto de varias semanas de trabajo no eran una ampliación ni un apéndice de la teoría clásica aceptada unánimemente por los físicos. En lugar de eso, la teoría clásica, supuestamente global, se había convertido en un caso particular incluido en el marco de una teoría más amplia elaborada por Víktor.

Durante un tiempo dejó de ir al instituto, y Sokolov se hizo cargo de la supervisión del trabajo del laboratorio. Shtrum apenas salía de casa. Deambulaba por la habitación o se pasaba horas sentado en su escritorio. Sólo a veces, por la noche, salía a pasear escogiendo las calles desiertas cerca de la estación para no encontrarse con ningún conocido. En casa se comportaba como de costumbre: bromeaba durante las comidas, leía los periódicos, escuchaba los boletines de la Oficina de Información Soviética, le buscaba las cosquillas a Nadia, preguntaba a Aleksandra Vladímirovna por su trabajo en la fábrica, hablaba con su mujer.

Liudmila Nikoláyevna tenía la sensación de que en aquellos días su marido había comenzado a parecerse a ella. Hacía todo lo que se suponía que debía hacer, pero sin participar plenamente en la vida que le rodeaba, algo que le resultaba fácil porque era mera rutina. Y sin embargo aquella similitud no acercaba a los dos cónyuges, era sólo aparente. Las causas que determinaban la alienación de ambos respecto a la vida familiar eran radicalmente opuestas: la vida y la muerte.

Shtrum no tenía dudas acerca de los resultados de su investigación. Tal seguridad era algo atípico en él, pero ahora que había hecho el descubrimiento científico más importante de su vida tenía la certeza absoluta de su veracidad.

Ahora que llegaba al término de su complejo trabajo matemático, comprobando una y otra vez el desarrollo de sus razonamientos, no se sentía más seguro que cuando, en la calle desierta, le había iluminado una intuición repentina.

A veces intentaba comprender el camino que había seguido para llegar a aquel resultado. En apariencia todo era bastante sencillo. Los experimentos del laboratorio debían confirmar las hipótesis de la teoría. Pero no había sido así. La contradicción entre los datos experimentales y la teoría había suscitado en él, naturalmente, serias dudas sobre la fiabilidad de los experimentos. La teoría que había sido formulada sobre la base de los resultados obtenidos por numerosos investigadores durante décadas de trabajo y que, a su vez, arrojaba luz sobre muchas cuestiones relacionadas con los nuevos estudios experimentales, parecía incontestable. Reiterados experimentos habían mostrado una y otra vez que las desviaciones de las partículas cargadas en la interacción nuclear seguían sin corresponderse con las predicciones de la teoría. Ni siquiera las más generosas correcciones introducidas para compensar la imprecisión de los experimentos, así como la imperfección de los aparatos de medición y la emulsión fotográfica utilizada para captar las fisiones nucleares, podían explicar una disparidad tan grande.

Al darse cuenta de que no podía haber duda respecto a la precisión de los resultados, Víktor había intentado reformular la teoría asumiendo como premisa varias hipótesis arbitrarias que permitieran asumir los nuevos datos experimentales obtenidos en el laboratorio.

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