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Todo lo que había hecho hasta el momento partía de una creencia fundamental: que la teoría se había deducido de datos experimentales, y por tanto era imposible que un experimento la contradijera. Se había despilfarrado una enorme cantidad de trabajo intentando hallar una conexión entre la teoría y los nuevos experimentos. Sin embargo, la teoría modificada, de la que parecía imposible alejarse, seguía fracasando a la hora de explicar los nuevos y contradictorios datos que afluían del laboratorio. La teoría modificada resultó ser tan ineficaz como la primera.

Fue en ese momento cuando sobrevino un nuevo hecho.

La vieja teoría dejó de ser fundamental, un todo omnicomprensivo, no porque fuera un error garrafal o un disparate, sino porque quedó insertada como un caso particular en el nuevo sistema… La reina madre arropada con un manto púrpura inclinó de modo respetuoso la cabeza ante la nueva emperatriz. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando Shtrum comenzó a reflexionar sobre cómo había dado con la nueva teoría, le sacudió algo inesperado. Se dio cuenta de que parecía no haber ninguna conexión lógica entre la teoría y los experimentos. Era como si las huellas en el suelo hubieran desaparecido y no pudiera rehacer el camino seguido.

Antes siempre había creído que las teorías nacían de la experiencia. Pensaba que las contradicciones entre una teoría existente y nuevos datos experimentales conducían naturalmente a una teoría nueva, más amplia. Pero, por extraño que pareciera, acababa de convencerse de que no era así. Había tenido éxito en el momento en que no había intentado relacionar la experiencia con la teoría, o viceversa.

La nueva teoría no procedía de la experiencia, sino de la cabeza de Shtrum. Lo veía con una claridad pasmosa. Lo nuevo había surgido de una absoluta libertad. Había brotado de su cabeza. La lógica de esa teoría, su línea de razonamiento, no estaba conectada a los experimentos efectuados por Márkov en el laboratorio. Daba la impresión de que la teoría había nacido espontáneamente, del libre juego del pensamiento, y aquel juego desarticulado de la experiencia permitía explicar toda la riqueza de los viejos y los nuevos datos. Los experimentos no habían sido sino un impulso exterior que le había obligado a pensar, pero no determinaban su contenido. Era sorprendente…

Su cabeza estaba llena de relaciones matemáticas, ecuaciones diferenciales, cálculos de probabilidad, leyes de álgebra superior y algoritmia. Aquellas relaciones matemáticas existían por sí mismas en el vacío, en la nada, fuera del mundo de los átomos y las estrellas, fuera de los campos electromagnéticos y gravitacionales, fuera del tiempo y el espacio, fuera de la historia del hombre y la historia geológica de la Tierra. Pero esas relaciones estaban dentro de su cabeza…

Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de otras relaciones y leyes: interacciones cuánticas, campos de fuerzas, constantes que determinaban los procesos nucleares, el movimiento de la luz, la contracción y dilatación del tiempo y el espacio. ¡Increíble! en su cabeza de físico teórico los procesos del mundo real sólo eran un reflejo de las leyes que habían nacido en el desierto de las matemáticas. En la mente de Shtrum las matemáticas no eran el reflejo del mundo, sino que el mundo se configuraba como proyecciones de las ecuaciones diferenciales. El mundo era un reflejo de las matemáticas.

Y al mismo tiempo su cabeza estaba llena de datos de contadores y otros instrumentos diferentes, de las líneas punteadas que sobre el papel fotográfico describen las trayectorias de las partículas y las fisiones de los núcleos…

Y aún quedaba espacio en su cabeza para el susurro de las hojas, la luz de la luna, las gachas de mijo con leche, el crepitar del fuego en la estufa, fragmentos de melodías, ladridos de perros, el Senado de Roma, los boletines de la Oficina de Información Soviética, el odio hacia la esclavitud, y la pasión por las semillas de calabaza.

Y de ahí, de esa amalgama, había nacido su teoría, había subido a la superficie emergiendo de lo más profundo, donde no existen matemáticas, ni física, ni experimentos en un laboratorio de física, ni experiencia de vida, donde no hay consciencia sino sólo la turba inflamable del inconsciente…

Y la lógica de las matemáticas, privada de los vínculos con el mundo, se reflejó, se expresó, se encarnó en una teoría física real que, con exactitud divina, se plasmó en un complicado trazado de líneas punteadas sobre el papel fotográfico.

El hombre en cuya cabeza había tenido lugar todo aquello, mirando las ecuaciones diferenciales y el papel fotográfico que confirmaba la verdad engendrada por él, lloraba secándose los ojos radiantes de felicidad y bañados en lágrimas…

Sin embargo, de no ser por aquellos experimentos infructuosos, de no ser por el caos y el absurdo, Sokolov y Shtrum habrían seguido reformulando la teoría vieja e incurriendo en el mismo error.

¡Qué felicidad que el absurdo no hubiera cedido ante su insistencia!

Esa nueva explicación había nacido de su cabeza, pero estaba relacionada con los experimentos de Márkov. En efecto, si los núcleos atómicos y los átomos no formaran parte de la realidad, tampoco existirían en el cerebro del hombre. Más aún: si no hubiera admirables sopladores de vidrio como los Petushkov, si no hubiera centrales eléctricas, ni altos hornos en los establecimientos metalúrgicos, ni producción de reactivos puros, no habría matemáticas dentro de la cabeza de un físico teórico.

Lo que más le sorprendía era que había logrado su máximo logro científico en un momento de la vida en que se sentía abrumado por el dolor y una lúgubre melancolía le oprimía el cerebro. ¿Cómo era posible?

¿Y por qué justo después de aquellas conversaciones -temerarias, peligrosas, que tanto le habían inquietado y que no guardaban ninguna relación con su trabajo- lo insoluble había hallado de repente una solución? Pero eso no era más que una banal coincidencia.

Difícil poner orden en todas esas cosas…

Ahora, una vez concluido, Víktor quiso hablar de su trabajo. Hasta ese momento no se había preguntado a quién podía confiarse.

Quería ver a Sokolov, escribir a Chepizhin… Trataba de imaginarse cómo acogerían sus nuevas ecuaciones Mandelshtam, Loffe, Landau, Tamm, Kurchatov, cómo las interpretarían sus colaboradores del laboratorio, qué impresión causarían sobre los de Leningrado. Pensaba en el título que daría a su trabajo. Se preguntó qué pensarían Bohr y Fermi. Tal vez el propio Einstein lo leería y le escribiría algunas líneas. Y se preguntó también quiénes serían sus adversarios, y qué problemas ayudaría a resolver.

Pero no le apetecía hablar a su mujer del trabajo. Por lo general, antes de enviar una carta importante, se la leía a Liudmila. Cuando se encontraba por casualidad a un viejo amigo en la calle, el primer pensamiento que le venía a la mente era: «¡Qué sorpresa se llevará Liudmila!». Después de discutir con el director del instituto al que había dirigido una réplica cortante, pensaba: «Luego le contaré a Liudmila cómo le he puesto en su sitio». No concebía siquiera la idea de ir al cine o al teatro sin Liudmila, sin sentir su presencia al lado y poder susurrarle: «Dios mío, ¡qué basura!». Compartía con ella cualquier cosa que le inquietara; cuando todavía era estudiante, le decía: «¿Sabes? A veces creo que soy idiota». ¿Por qué ahora no le decía nada? ¿Acaso su necesidad compulsiva de compartir su vida con ella se basaba en la certeza de que Liudmila vivía más la vida de su marido que la suya propia, que la vida de él era la de ella? Pero ahora aquella certidumbre había desaparecido. ¿Su mujer había dejado de amarle? ¿O tal vez era él el que ya no la amaba? Al final, aunque no tenía ganas de hacerlo, le habló de su trabajo.

– Es una sensación indefinible, extraña -le dijo-: ahora podría pasarme cualquier cosa y el corazón me diría que no he vivido en vano. ¿Sabes? Por primera vez en la vida, no tengo miedo a morir, porque ahora eso existe, ¡ha nacido! le mostró una hoja llena de garabatos que había sobre la mesa.

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