– No exagero: es una nueva visión de la naturaleza, de las fuerzas nucleares, un nuevo principio que será la llave para muchas puertas que hasta ahora han estado cerradas… ¿Entiendes?, cuando era niño… No, quería decir… Es un sentimiento como si… de las aguas oscuras y quietas aflorase a la superficie un nenúfar… ¡Ay, Dios mío!
– Estoy muy contenta, Vítenka, muy contenta -decía ella sonriendo.
Pero Víktor veía claramente que estaba absorta en sus pensamientos, que no compartía su alegría ni su excitación. Y no dijo ni una sola palabra de ello a su madre ni a Nadia. Lo más probable era que ya ni se acordase.
Por la noche Víktor fue a casa de los Sokolov. No sólo para hablar con Sokolov sobre su trabajo, sino también para contarle lo que sentía. Piotr Lavréntievich le entendería, era amable, inteligente, y tenía un corazón bueno, puro.
Pero al mismo tiempo temía que Sokolov le hiciera algún reproche, que le recordara su falta de fe. A Sokolov le gustaba comentar el comportamiento ajeno y pronunciar locuaces sermones.
Hacía tiempo que no iba a casa de los Sokolov. Probablemente sus amigos se habían reunido al menos tres veces desde su última visita. De repente vio los ojos saltones de Madiárov. «Es valiente, el demonio», pensó Víktor. Qué extraño era que, durante todo ese tiempo, no se hubiera acordado ni una sola vez de las «asambleas» nocturnas. Tampoco ahora tenía ganas. Asociaba a aquellas conversaciones cierta inquietud, ansiedad, el presentimiento de una desgracia inminente. Lo cierto es que se habían pasado de la raya: graznaban como pájaros de mal agüero, y en cambio Stalingrado resistía, el avance alemán había sido detenido, los evacuados regresaban a Moscú.
Anoche le había dicho a Liudmila que no tenía miedo a morir, ni siquiera en ese mismo momento. Sin embargo le aterrorizaba recordar las críticas que había expresado. Madiárov se había desahogado a gusto, tanto que pensarlo le provocaba pavor, ¿Y las sospechas de Karímov? Espantosas. ¿Y si Madiárov fuera en realidad un provocateur?
«Sí, morir no da miedo -pensó Víktor-, pero en este momento soy un proletario que puede perder algo más que sus cadenas.»
Sokolov, con una chaqueta de andar por casa, leía un libro, sentado a la mesa.
– ¿Dónde está Maria Ivánovna? -preguntó Shtrum, sorprendido, a la vez que se maravillaba de su propio asombro.
Al no encontrarla en casa se había sentido perdido, como si hubiera ido allí para hablar de física teórica con ella y no con Piotr Lavréntievich. Sokolov colocó las gafas en la funda y le respondió, sonriendo:
– ¿Por qué?, ¿es que Maria Ivánovna está obligada a estar siempre encerrada en casa?
Entre toses y tartamudeos propios de la excitación, Víktor comenzó a exponer sus ideas, a desarrollar sus ecuaciones. Sokolov era la primera persona en el mundo a la que Víktor confiaba su teoría, y mientras hablaba revivía todo de nuevo, aunque con sentimientos diferentes.
– Bueno, eso es todo -dijo Víktor con voz trémula, sintiendo la emoción del amigo.
Permanecieron callados, y a Víktor aquel silencio le pareció sublime. Estaba sentado, con la cabeza gacha, frunciendo la frente, meneando tristemente la cabeza. Por fin lanzó a Sokolov una mirada rápida, y le pareció ver lágrimas en los ojos de Piotr Lavréntievich.
Mientras el mundo entero era devastado por una guerra espantosa, dos hombres estaban sentados en una habitación miserable. Un vínculo inefable les unía entre sí, un vínculo que a su vez les unía con otros hombres de diferentes países, y con otros que habían vivido siglos atrás, cuyo pensamiento había aspirado a lo más elevado y grande que un ser humano pueda perseguir.
Shtrum deseaba que Sokolov continuara callado. En aquel silencio había algo divino…
Permanecieron así durante un largo rato. Después Sokolov se acercó a Shtrum, le puso una mano sobre el hombro, y Víktor Pávlovich sintió que estaba a punto de echarse a llorar. Al final Piotr Lavréntievich habló:
– Qué maravilla, qué milagro, qué elegancia. Le felicito de todo corazón. Una fuerza extraordinaria, qué lógica, qué elegancia. Incluso desde el punto de vista estético su razonamiento es perfecto.
Todavía temblando de la excitación, Víktor pensó: «Por el amor de Dios, esto no es una cuestión de elegancia, se trata del pan de cada día, de la realidad».
– Ve ahora, Víktor Pávlovich -dijo Sokolov-, lo equivocado que estaba cuando perdió el ánimo, cuando quería aplazarlo todo hasta el regreso a Moscú. -Y con el tono de un profesor de teología, que Shtrum no soportaba, continuó-: Tiene poca fe, le falta paciencia. A menudo esto le bloquea…
– Sí, sí -respondió deprisa Shtrum-, lo sé. Me deprimía tanto encontrarme en ese callejón sin salida. Me repugnaba todo.
Luego Sokolov se puso a disertar, pero cualquier cosa que decía desagradaba a Víktor, aun cuando su colega hubiera entendido inmediatamente la importancia de su trabajo y lo valorara en términos superlativos. Víktor encontraba todas sus apreciaciones insulsas, estereotipadas.
«Su trabajo promete resultados notables.» «Promete», qué palabra tan estúpida. No necesitaba a Piotr Lavréntievich para saber que su trabajo «prometía». Pero ¿por qué «promete resultados»? Más que prometer, ya era un resultado. «Ha aplicado un método original.» ¿Qué tenía que ver la originalidad? Era pan, pan, sólo pan negro.
Shtrum desvió intencionadamente la conversación hacia los asuntos del laboratorio.
– A propósito, Piotr Lavréntievich, olvidé comentarle que recibí una carta de los Urales: la entrega de nuestro pedido se retrasa.
– Bien -dijo Sokolov-, eso quiere decir que ya estaremos en Moscú cuando llegue el material. Hay un aspecto positivo: en Kazán nunca habríamos podido instalarlo y nos habrían acusado de no cumplir con el plan de trabajo.
Sokolov comenzó a pronunciar un discurso pomposo acerca de los asuntos del laboratorio. Aunque Víktor había sido el artífice del cambio de tema le entristeció que Sokolov hubiera abandonado con tanta facilidad el gran tema, el más importante. En ese momento sintió su soledad con particular intensidad. ¿Acaso Sokolov no entendía que su trabajo era infinitamente más importante que la rutina del laboratorio? Se trataba, sin duda, de la contribución más importante que Shtrum había hecho a la ciencia, una obra que tendría un peso determinante en el desarrollo de la física teórica. Sokolov advirtió, por la cara de Víktor, que había desviado la conversación con demasiada facilidad y ligereza hacia asuntos de puro trámite.
– Es curioso -observó-. Usted ha confirmado de manera absolutamente novedosa la cuestión de los neutrones y del núcleo pesado. -Con la palma de la mano imitó el movimiento de un trineo deslizándose veloz a lo largo de una pendiente-. Y ahora es cuando necesitaríamos los nuevos aparatos.
– Sí, es posible -respondió Víktor-. Pero es sólo un detalle.
– Venga, no diga eso -objetó Sokolov-, es un detalle suficientemente relevante. Una energía titánica, admítalo.
– ¿Y a mí qué más me da eso? -replicó Shtrum-. Lo que me interesa es el nuevo punto de vista sobre la naturaleza de las microfuerzas. Es algo que puede alegrar a un cierto número de personas y que posibilita el poder acabar con algunas búsquedas a ciegas.
– Sí, claro que se alegrarán. Como un deportista se alegra cuando es otro el que bate un récord.
Shtrum no respondió. Sokolov había tocado un tema que hacía poco se había discutido en el laboratorio. En aquella ocasión Savostiánov había establecido un paralelismo entre científicos y deportistas: también los científicos se preparan, se entrenan, y la resolución de los problemas científicos conlleva la misma tensión que se encuentra en el deporte. Y además en ambos casos es una cuestión de récords.
Víktor, y sobre todo Sokolov, se habían enfadado con Savostiánov por aquel extraño parangón. Sokolov incluso pronunció un discursito tildando a Savostiánov de joven cínico y afirmó que la ciencia era una especie de religión, que el trabajo científico expresaba la aspiración del hombre hacia lo divino.