Víktor, en cambio, sabía que si se había irritado con Savostiánov no era tanto porque considerara errónea su afirmación. De hecho, más de una vez había sentido la alegría del deportista, el mismo anhelo, la misma pasión. No obstante, sabía que la competitividad, el entusiasmo y el deseo de marcar récords no constituían la esencia, sino únicamente la superficie de su relación con la ciencia, y había montado en cólera con Savostiánov tanto porque llevaba razón como porque se equivocaba con su diagnóstico.
Nunca había hablado con nadie, ni siquiera con Liudmila, sobre su verdadero sentimiento hacia la ciencia, un sentimiento que había aflorado en los tiempos de su juventud. Y le resultó placentero que, en la discusión con Savostiánov, Sokolov hablara sobre la ciencia con tanta justicia y en términos tan elevados.
¿Por qué ahora, sin embargo, Sokolov había mencionado de improviso la analogía entre científicos y deportistas? ¿Por qué había dicho una cosa semejante precisamente en un instante tan crucial para Shtrum?
Perplejo y ofendido, le preguntó con brusquedad a su colega:
– Piotr Lavréntievich, ¿es que no está contento por mí, puesto que no ha sido usted el que ha establecido el récord?
Justo en aquel instante Sokolov estaba pensando que la solución encontrada por Shtrum era sencillísima, evidente en sí misma, que estaba presente desde hacía tiempo en su cabeza y que a la primera ocasión ineludiblemente la habría formulado.
– Así es -confesó Sokolov-. De la misma manera que Lawrence no se entusiasmó cuando fue Einstein y no él el que transformó las ecuaciones del propio Lawrence.
La candidez de este reconocimiento desarmó hasta tal punto a Shtrum que se arrepintió de su propia animosidad. Sin embargo, Sokolov se apresuró a añadir:
– Estoy bromeando, por supuesto. Lawrence no viene al caso. No siento nada parecido. Pero de todas formas, aunque no sienta nada parecido, soy yo quien tiene razón y no usted.
– Claro, claro. Está de broma -dijo Víktor, pero seguía irritado. Había entendido perfectamente que eso era lo que pensaba Sokolov.
«Hoy no es sincero -pensó-, pero es transparente como un niño. Se ve enseguida cuando no está diciendo la verdad.»
– Piotr Lavréntievich -añadió Víktor-, ¿nos reunimos el sábado en su casa como de costumbre?
Sokolov arrugó su gruesa nariz de bandolero, hizo ademán de ir a decir algo, pero permaneció callado. Víktor lo miró con aire interrogador.
– Víktor Pávlovich -dijo Sokolov al final-, dicho sea entre nosotros, esas veladas han dejado de gustarme.
Ahora era él quien miraba con cierta curiosidad a Shtrum, pero como éste callaba, prosiguió:
– Me preguntará por qué. Usted sabe muy bien a qué me refiero… No es cosa de broma. Se nos fue demasiado la lengua.
– A usted no -replicó Shtrum-. La mayor parte del tiempo estuvo callado.
– Exacto, ése es el problema.
– Entonces reunámonos en mi casa, estaría encantado de que así fuera -propuso Víktor.
¡Increíble! Ahora el hipócrita era él. ¿Por qué había mentido? ¿Por qué discutía con Sokolov cuando en su fuero interno era de la misma opinión? Sí, porque también él había comenzado a temer aquellos encuentros, no deseaba que se produjeran.
– ¿Por qué en su casa? -preguntó Sokolov-. No se trata de eso. Permita que se lo diga sin rodeos: he reñido con mi cuñado, con nuestro principal orador, Madiárov.
Víktor se moría de ganas de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, ¿está usted seguro de que Madiárov es un hombre de confianza? ¿Pondría la mano en el fuego por él?». En cambio, dijo:
– ¿Por qué hacer una montaña de un grano de arena? Es usted el que se ha metido en la cabeza que cualquier palabra un poco atrevida pone en peligro al Estado. Es una pena que haya discutido con Madiárov, es una persona que me gusta. Mucho, además.
– Es innoble que en unos tiempos tan duros para nuestra patria algunos rusos se dediquen a criticar a diestra y siniestra -sentenció Sokolov.
Y Shtrum de nuevo sintió el deseo de preguntarle: «Piotr Lavréntievich, es un asunto serio. ¿Está seguro de que Madiárov no es un delator?». Pero en su lugar, dijo:
– Con su permiso le diré que las cosas están mejorando. Stalingrado es la golondrina que anuncia la primavera. Usted y yo acabamos de confeccionar las listas para la vuelta a Moscú. ¿Recuerda lo que pensábamos hace dos meses? Los Urales, la taiga, Kazajstán, eso es lo que teníamos en la cabeza.
– Razón de más -replicó Sokolov-, no veo motivo para estar graznando.
– ¿Graznando? -repitió Víktor.
– Sí, sí, graznando.
– Por el amor de Dios, Piotr Lavréntievich, ¿por qué dice esas cosas?
Cuando se despidió de Sokolov, Víktor estaba en un estado de perplejidad y melancolía. Por encima de todo le atenazaba una soledad insoportable. Desde la mañana se había consumido pensando en su encuentro con Sokolov, presintiendo que sería una reunión especial. Pero casi todo lo que éste había dicho le había parecido poco sincero, insulso. Y él tampoco había sido sincero. El sentimiento de soledad no le abandonaba; es más, se agudizaba.
Salió a la calle. Se encontraba todavía en la puerta de entrada cuando oyó una voz suave de mujer que le llamaba. Víktor la reconoció al instante.
El farol de la calle alumbraba la cara de Maria lvánovna, sus mejillas y su frente brillaban por la lluvia. Con su viejo abrigo y el pañuelo de lana cubriéndole la cabeza, aquella mujer, esposa de un profesor universitario y doctor en ciencias, era la viva estampa de los evacuados en tiempo de guerra.
«Como la revisora de un tranvía», pensó Víktor.
– ¿Cómo está Liudmila Nikoláyevna? -le preguntó mirándole fijamente con sus ojos oscuros.
Hizo un gesto de despreocupación con la mano y respondió:
– Sin novedades.
– Mañana a primera hora pasaré a visitarles -dijo Maria lvánovna.
– Es usted su ángel de la guardia, su enfermera -dijo Víktor-. Menos mal que Piotr Lavréntievich lo soporta. Pasa mucho tiempo con Liudmila Nikoláyevna, y él es como un niño, a duras penas puede estar una hora sin usted.
Ella seguía mirándole con aire pensativo, como si estuviera escuchándole sin prestar atención a sus palabras. Luego dijo:
– Víktor Pávlovich, hoy tiene una expresión particular en la cara. ¿Le ha ocurrido algo bueno?
– ¿Por qué piensa eso?
– No tiene los mismos ojos que de costumbre. Debe de ser a causa del trabajo -dijo de repente-. Su trabajo va bien, ¿verdad? Y usted pensaba que la desgracia que le había ocurrido le anularía la capacidad de trabajar.
– Pero ¿de dónde ha sacado eso? -le preguntó mientras pensaba: «Hay que ver lo charlatanas que son estas mujeres. ¿Es posible que Liudmila se lo haya explicado todo?»-. ¿Y qué es lo que ha visto en mis ojos? -preguntó con manifiesta ironía a fin de ocultar su irritación.
Maria lvánovna permaneció callada, reflexionando sobre las palabras de Shtrum. Después le dijo seria, sin haber captado su tono irónico:
– En sus ojos siempre se lee sufrimiento, pero hoy no.
– Maria lvánovna, qué extraño es el mundo. Mire, siento que he cumplido la gran obra de mi vida. La ciencia es pan, el pan del alma. Y ha sucedido en estos tiempos amargos, difíciles. Qué extrañamente enmarañada es la vida. Ay, cómo quisiera… Basta, es inútil hablar…
Maria Ivánovna le escuchaba sin apartar la mirada de sus ojos. Después le dijo en un susurro:
– Si pudiera ahuyentar la desgracia de su casa…
– Gracias, querida Maria Ivánovna -dijo Shtrum, despidiéndose.
Se apaciguó al instante, como si hubiera ido a visitarla a ella en lugar de a su marido, y él hubiera dicho lo que deseaba decir.
Un minuto más tarde, mientras caminaba por la sombría calle, Víktor se había olvidado de los Sokolov. Los oscuros portales vomitaban corrientes de aire frío, en los cruces de camino el viento levantaba los faldones de su abrigo. Shtrum encogía los hombros, arrugaba la frente… ¿Es posible que su madre nunca supiera lo que su hijo había logrado?