45
El ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, estaba de pie ante una maleta abierta. El ordenanza Ritter, en cuclillas, clasificaba la ropa interior dispuesta sobre unos periódicos extendidos en el suelo.
Adam y Ritter habían pasado la noche quemando papeles en el despacho del mariscal de campo; también habían quemado un enorme mapa personal del comandante que Adam consideraba una reliquia sagrada de guerra.
Paulus no había conciliado el sueño en toda la noche, había rechazado el café de la mañana y seguía con indiferencia el trasiego de Adam. De vez en cuando se levantaba y deambulaba por la habitación, sorteando paquetes de papeles amontonados en el suelo a la espera de ser incinerados. Los mapas, pegados sobre lienzos, ardían con dificultad, obstruían las rejillas, y Ritter debía despejar continuamente la estufa con el atizador.
Cada vez que Ritter abría la puerta de la estufa, el mariscal de campo alargaba las manos hacia el fuego. Adam quiso echarle sobre los hombros un capote, pero él se apartó con un gesto de indiferencia y Adam volvió a dejar el capote en el colgador.
Tal vez el mariscal de campo se veía prisionero en algún lugar de Siberia, plantado ante una hoguera en compañía de los soldados; se calentaba las manos mientras a su espalda se extendía el desierto y frente a él, más desierto.
Adam dijo a Paulus:
– Le he ordenado a Ritter que meta en su maleta ropa interior gruesa. De niños nos hicimos una idea falsa del Juicio Final, que nada tiene que ver con el fuego y las brasas.
Durante la noche el general Schmidt se había presentado dos veces. Los.teléfonos, con los hilos cortados, estaban mudos.
Desde el primer momento del cerco, Paulus había comprendido con extrema lucidez que las tropas guiadas por él no podrían mantener la lucha en el Volga.
Se daba cuenta de que todos los elementos que habían determinado su victoria en verano, condiciones tácticas, sicológicas, meteorológicas y técnicas, habían desaparecido; las ventajas se habían convertido en desventajas. Se había dirigido a Hitler para comunicarle que en su opinión el 6º Ejército, de común acuerdo con Manstein, debía romper el cerco en dirección suroeste y abrir un corredor a través del cual pudieran evacuar a sus divisiones, resignándose de antemano al abandono de la mayor parte de la artillería pesada.
El 24 de diciembre, cuando Yeremenko derrotó a las fuerzas de Manstein cerca del río Mishkova, para cualquier comandante de batallón de infantería estuvo claro que la resistencia en Stalingrado era imposible. Sólo había una persona que no lo veía así. Éste había cambiado de nombre al 6° Ejército en la primera línea del frente, que se extendía del mar Blanco hasta Terek, y lo llamó «Fortaleza Stalingrado». En el Estado Mayor del 6° Ejército se decía que Stalingrado se había transformado en un campo de prisioneros de guerra armados. Paulus envió un nuevo mensaje cifrado notificando que todavía había una pequeña posibilidad de romper el cerco. Se esperaba un terrible estallido de ira; nadie se había atrevido a llevarle la contraria dos veces al comandante supremo. Le habían contado la historia de cómo Hitler, en un arrebato de furia, le arrancó del pecho, al mariscal de campo Rundstedt la Cruz de Caballero, y Brauchitsch, que había presenciado la escena, al parecer sufrió un ataque al corazón. Con el Führer no se podía bromear.
El 31 de enero Paulus, finalmente, recibió una respuesta a su mensaje cifrado: le habían concedido el título de mariscal de campo. Hizo otra tentativa para demostrar que tenía razón y le otorgaron la más alta condecoración del Reich a la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.
Acabó por darse cuenta de que Hitler había comenzado a tratarle como a un difunto, concediéndole a título póstumo el rango de mariscal de campo, así como la Cruz de Caballero con Hojas de Roble. Ahora sólo era necesario para una cosa: encarnar la imagen trágica del jefe de la heroica defensa de Stalingrado. Los centenares de miles de personas que se encontraban bajo su mando habían sido proclamados santos y mártires por la propaganda oficial. Estaban vivos, hervían carne de caballo, cazaban los últimos perros de Stalingrado, atrapaban urracas en la estepa, aplastaban piojos, fumaban cigarrillos liados con papel retorcido, y entretanto las emisoras de radio estatales transmitían, en honor de los legendarios héroes, una música fúnebre y solemne.
Estaban vivos, se soplaban los dedos enrojecidos, les colgaban mocos de la nariz y le daban vueltas en la cabeza a todas las posibilidades de conseguir alimento, robar, fingirse enfermos, entregarse al enemigo, calentarse en un sótano con una mujer rusa; al mismo tiempo, coros estatales de niños y niñas sonaban a través de las ondas: «Murieron para que Alemania viviera». Sólo si el Estado pereciera esos hombres podrían renacer a la vida espléndida y pecadora.
Todo había sucedido como Paulus había predicho.
Era difícil vivir con la sensación de tener razón, confirmada por la destrucción absoluta de su ejército. La pérdida de sus tropas hacía experimentar a Paulus, aun contra su voluntad, una satisfacción extraña y angustiosa que le subía la autoestima.
Los pensamientos sombríos que había sofocado durante los días de gloria le asaltaban de nuevo.
Keitel y Jodl llamaban a Hitler el Führer divino. Goebbels declaraba que la tragedia de Hitler consistía en el hecho de que en la guerra no había podido encontrar a un estratega a la medida de su genio. Zeitzler, sin embargo, contaba que Hitler le había pedido que enderezara la línea del frente porque sus sinuosidades ofendían su sentido estético. ¿Y qué decir de la negativa demente, neurasténica a lanzar una ofensiva contra Moscú? ¿Y la repentina abulia que le había hecho detener el avance sobre Leningrado? Su estrategia fanática de mantener una defensa implacable se fundaba en el terror a perder prestigio.
Ahora estaba definitivamente claro.
Pero esa claridad absoluta era aterradora. ¡Habría podido negarse a someterse a su orden! Hitler le habría ejecutado, por supuesto, pero habría salvado la vida de sus hombres. Sí, Paulus veía muchos ojos que le miraban con reproche.
¡Habría podido salvar al ejército!
Pero tenía miedo de Hitler, ¡temía por su pellejo!
Halb, el más alto representante de la SD en el Estado Mayor del ejército, le había dicho con expresiones confusas pocos días antes de volver a Berlín que el Führer había dado pruebas de ser demasiado grande incluso para el pueblo alemán. Sí, sí, por supuesto.
Declamación, nada más que demagogia.
Adam encendió la radio. Del inicial crujido de las interferencias surgió una música: Alemania celebraba una misa fúnebre por los muertos de Stalingrado. La música poseía una fuerza particular. Tal vez el mito creado por el Führer era más importante para el pueblo, para las futuras batallas, que las vidas de unos hombres aquejados de distrofia, congelados y cubiertos de piojos. Tal vez la lógica del Führer no era una lógica que pudiera entenderse leyendo reglamentos, organizando la cronología de las batallas o estudiando los mapas de operaciones.
Pero, tal vez, la aureola de mártires que Hitler había impuesto al 6° Ejército conllevaría una nueva existencia para Paulus y sus soldados, un nuevo modo de participar en el futuro de Alemania.
En circunstancias semejantes, lápices, reglas de cálculo y calculadoras no servían de ayuda. El extraño intendente general actuaba conforme a una lógica y criterios diferentes.
Adam, querido, fiel Adam: las almas más puras están siempre e inevitablemente abocadas a la duda. El mundo está dominado por hombres de escasas luces convencidos firmemente de su razón.
Las naturalezas superiores no dirigen los Estados, no toman grandes decisiones.
– ¡Ya vienen! -gritó Adam. Y ordenó a Ritter: Disponlo todo.
Ritter apartó la maleta abierta a un lado y se ajustó el uniforme.