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Como si se sintiera culpable, torció el gesto y añadió:

– Disculpe si insisto en esta cuestión, que parece aún más abstracta que las ecuaciones de las que hablábamos.

– No es tan abstracta -respondió Chepizhin-, y no sé por qué se ha reflejado también en mi vida. He decidido no tomar parte en los trabajos relacionados con la fisión del átomo. El bien y la bondad de hoy no sirven al hombre para llevar una vida sensata, usted mismo lo ha dicho. ¿Qué pasará entonces si cae en sus garras la fuerza de la energía interna del átomo? Hoy la energía espiritual se encuentra en un plano deplorable. ¡Pero creo en el futuro! Creo que aumentará no sólo la potencia del hombre, sino también su capacidad de amar, su alma.

Estupefacto ante la expresión de Shtrum, se calló de golpe.

– Yo también lo creía, sí, lo creía -dijo Shtrum-, y una vez fui presa del pánico. Nos atormenta la imperfección del hombre. Pero ¿quién, por ejemplo, en mi trabajo piensa en todo esto? ¿Sokolov? Tiene un enorme talento, pero es apocado, se inclina ante la fuerza del Estado, considera que no hay poder más grande, ni siquiera Dios. ¿Márkov? Es del todo indiferente a cuestiones como el bien, el mal, el amor, la moral. Un talento práctico. Resuelve problemas científicos como un jugador de ajedrez. ¿Savostiánov, aquel del que le he hablado? Es amable, agudo, un físico maravilloso, pero es lo que se dice un joven irreflexivo y vacío. Llevó a Kazán un montón de fotografías de chicas en traje de baño; le gusta hacer ostentación de elegancia, beber, bailar. Para el la ciencia es un deporte; resolver una cuestión, comprender un fenómeno es lo mismo que establecer plusmarcas deportivas. ¡Lo principal es que nadie le ponga la zancadilla! ¿Pero acaso yo he reflexionado seriamente sobre todo esto? En nuestros tiempos sólo las personas con una gran alma deberían ocuparse de la ciencia; profetas, santos. En cambio, se dedican a la ciencia talentos prácticos, jugadores de ajedrez y deportistas. No saben lo que tienen entre manos. ¿Usted? ¡Pero usted es usted! ¡El Chepizhin que está trabajando en este momento en Berlín no se negará a trabajar con neutrones! ¿Y entonces? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Todo me parecía sencillo, claro, y ahora…

Mire, Tolstói consideraba un juego fútil sus geniales creaciones. Nosotros, físicos, creamos sin genialidad, pero nos damos ínfulas, nos pavoneamos.

Las pestañas de Shtrum empezaron a parpadear con más rapidez.

– ¿Dónde puedo encontrar la fe, la fuerza, la tenacidad? -dijo precipitadamente, y en su voz se dejó oír la entonación judía-. Bien, ¿qué le puedo decir? Usted ya sabe la desgracia que me ha ocurrido, y hoy me torturan sólo porque… No terminó la frase, se levantó de golpe, la cuchara se le cayó al suelo. Temblaba, sus manos temblaban.

– Víktor Pávlovich, cálmese, se lo suplico -dijo Chepizhin-. Hablemos de otra cosa.

– No, no, perdone. Me voy, no tengo bien la cabeza.

Discúlpeme.

Comenzó a despedirse.

– Gracias, gracias -decía Shtrum sin mirar la cara de Chepizhin, sintiendo que no podía dominar su emoción. Shtrum bajó por la escalera; las lágrimas le corrían por las mejillas.

26

Cuando Shtrum regresó a casa todos dormían. Tenía la sensación de que estaría sentado a la mesa hasta que se hiciera de día, copiando y releyendo su declaración de arrepentimiento, dudando por centésima vez de si debía ir al instituto.

Durante el largo trayecto de vuelta a casa no había pensado en nada, ni en las lágrimas en la escalera, ni en la conversación mantenida con Chepizhin e interrumpida por su repentino ataque de nervios, ni en la terrible mañana que le aguardaba al día siguiente, ni en la carta de su madre, que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. El silencio de las calles nocturnas le había subyugado, su cabeza estaba tan vacía como las avenidas de la noche moscovita. No sentía emoción, no se avergonzaba de sus recientes lágrimas, no le daba miedo su destino, no deseaba que todo acabara bien.

Por la mañana Shtrum fue al baño, pero encontró la puerta cerrada.

– Liudmila, ¿eres tú? -preguntó.

Dio un grito de sorpresa al oír la voz de Zhenia.

– Dios mío, Zhénechka, pero bueno, ¿qué es lo que te trae por aquí? -Estaba tan confuso que preguntó estúpidamente-: ¿Sabe Liuda que has llegado?

Ella salió del baño y se besaron.

– Tienes mal aspecto -dijo Shtrum, y añadió-: Es lo que se llama un piropo a la judía.

Allí mismo, en el pasillo, ella le contó el arresto de Krímov y el motivo de su visita. Se quedó estupefacto, Pero después de esta noticia la llegada de Zhenia le pareció mucho más preciosa. Si Zhenia hubiera llegado radiante de felicidad y llena de proyectos de una nueva vida, le habría parecido menos cercana y próxima.

Habló con ella, le hizo preguntas sin dejar de mirar el reloj…

– ¡Qué absurdo e insensato es todo esto! -dijo Shtrum-; recuerda mis conversaciones con Nikolái, siempre quería hacerme cambiar de idea. ¡Y ahora…! Yo soy la herejía personificada y paseo en libertad; el, un comunista ortodoxo está arrestado.

Liudmila Nikoláyevna le advirtió:

– Vitia, ten en cuenta que el reloj del comedor va diez minutos atrasado.

Farfulló algo y se dirigió a su habitación; mientras pasaba por el pasillo tuvo tiempo de mirar dos veces la hora que marcaba el reloj.

La sesión del Consejo Científico estaba fijada para las once de la mañana. Rodeado de objetos y libros que le resultaban familiares, podía sentir con una nitidez insólita, rayana en la alucinación, la tensión y la agitación que debían de reinar en el instituto. Las diez y media. Sokolov comienza a quitarse la bata. Savostiánov dice a media voz a Márkov: «Vaya, parece que el loco ha decidido no venir». Gurévich, rascándose su gordo trasero, mira a través de la ventana: una limusina especial se detiene al lado del instituto, sale Shishakov con un sombrero y una capa larga de pastor. A. continuación llega un segundo coche: el joven Badin. Kovchenko camina por el pasillo. En la sala de la reunión ya esperan quince personas; hojean el periódico. Han llegado con antelación para encontrar buenos puestos porque saben que después se agolpará un gran número de personas. Svechín y el secretario del comité del Partido en el instituto, Ramskov, «con el sello del secreto en la frente», están junto a la puerta del comité. El viejo académico Prásolov, con sus rizos canos y la mirada fija en el aire, parece flotar por el pasillo; dice que asambleas de ese tipo constituyen por sí mismas una bajeza increíble. Con un gran estruendo llegan en tropel los colaboradores científicos adjuntos.

Shtrum miró el reloj, cogió del escritorio su declaración, se la metió en el bolsillo y volvió a mirar el reloj.

Podía asistir al Consejo Científico y no arrepentirse, presenciar en silencio… No… Si iba no podría quedarse callado, y sí hablaba no tendría más remedio que arrepentirse. No ir equivalía a cerrarse todas las puertas…

Dirán: «No encontró el valor…, se opuso ostentosamente a la colectividad…, una provocación política…, en consecuencia ahora habrá que hablar con él en otra lengua». Sacó la declaración del bolsillo y acto seguido, sin leerla, volvió a guardarla en el bolsillo. Había releído aquellas líneas decenas de veces; «Reconozco que, al expresar desconfianza hacia la dirección del Partido, cometí un acto incompatible con las normas de conducta del hombre soviético, y por eso… En mi trabajo, sin ser consciente, me be alejado de la vía magna de la ciencia soviética e involuntariamente me he opuesto…».

Sentía el irrefrenable impulso de volver a leer la declaración, pero en cuanto la cogía entre las manos, cada sílaba le resultaba insoportablemente familiar…

El comunista Krímov había sido arrestado y encerrado en la Lubianka. Y a Shtrum, con sus dudas y horror ante la crueldad de Stalin, sus discusiones sobre la libertad, el burocratismo, con su actual historia marcada por aspectos políticos, hacía mucho tiempo que deberían haberle enviado a Kolymá…

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