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Después pensó en Spiridónov: «Es un buen hombre. Si bien no tiene nada de Spinoza».

Todos estos pensamientos, el perezoso cañoneo, su enfado con Abrámov, el cielo otoñal, le vendrían a la cabeza a menudo con una nitidez dolorosa.

Un oficial del Estado Mayor con los distintivos verdes de capitán en el capote y que le había seguido desde el puesto de mando le llamó.

Krímov le miró perplejo.

– Venga por aquí, por favor -dijo el capitán en voz baja, señalando la puerta de una isba.

Krímov pasó por delante del centinela y cruzó el umbral. Entraron en una habitación donde había un escritorio y el retrato de Stalin colgado con chinchetas en la pared de madera.

Krímov esperaba que el capitán le dijera de un momento a otro: «Disculpe, camarada comisario de batallón, ¿le importaría llevarle un informe al camarada Toschéyev, en la orilla izquierda?».

En su lugar, el capitán dijo:

– Entrégueme su arma y sus documentos personales. Krímov balbuceó unas palabras que carecían ya de sentido…

– ¿Con qué derecho? Muéstreme sus documentos antes de exigirme los míos.

Luego, cuando se convenció de que, aunque incomprensible y absurdo, lo que le estaba sucediendo era real, pronunció las palabras que en circunstancias semejantes miles de personas habían balbuceado antes que él:

– Es un disparate, no entiendo nada, se trata de un malentendido.

Pero éstas ya no eran las palabras de un hombre libre.

2

– ¿Se está haciendo usted el tonto o qué? Responda: ¿quién le reclutó durante el periodo del cerco?

El interrogatorio tenía lugar en la sección especial del frente, en la orilla izquierda del Volga.

El suelo pintado, los tiestos de flores en la ventana, el reloj de péndulo en la pared respiraban una calma provinciana. Las vibraciones de los cristales y el estruendo que llegaba de Stalingrado -al parecer, en la orilla derecha los bombarderos estaban soltando su carga- le resultaban agradablemente familiares.

¡Qué poco se parecía aquel teniente coronel, sentado detrás de una mesa de cocina rústica, al juez instructor de labios pálidos de su imaginación!

Pero fue aquel teniente coronel, con la espalda manchada de la grasa de una estufa sucia, el que se acercó al taburete de madera donde estaba sentado el experto en el movimiento obrero de los países del Oriente colonial. Caminó hacia el hombre que llevaba una estrella de comisario en la manga del uniforme, el hombre al que una mujer dulce y cariñosa había traído al mundo, y le propinó un puñetazo en la cara.

Nikolái Grigórievich se pasó la mano por los labios y por la nariz, se miró la palma y la vio manchada de sangre y saliva. Después intentó mover la mandíbula. Tenía los labios entumecidos y sentía la lengua como una piedra. Echó una ojeada al suelo pintado y recién lavado, y tragó sangre.

Durante la noche el odio hacia el funcionario se apoderó de él. Al principio no había sentido odio ni dolor físico. El puñetazo en la cara era el signo exterior de una catástrofe moral; sólo pudo reaccionar con entumecimiento y estupor.

Krímov, avergonzado, se volvió a mirar al centinela. ¡El soldado había visto cómo golpeaban a un comunista! Pegaban al comunista Krímov, le pegaban delante de uno de esos hombres por los que se había hecho la Gran Revolución, esa revolución en la que Krímov había participado. El teniente coronel miró el reloj. Era la hora de la cena en el comedor de los jefes de sección.

Mientras Krímov era conducido a través de los copos de nieve sucia que cubrían el patio hacia un rústico edificio construido a base de troncos que hacía las veces de cárcel, el sonido de las bombas que caían sobre Stalingrado se hizo especialmente nítido.

Una vez se hubo recuperado de su estupor, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue que una bomba alemana podía destruir aquella prisión… Y ese pensamiento le pareció sencillo y aborrecible.

En la sofocante celda de madera le invadieron la rabia y la desesperación; estaba completamentefuera de sí. Él era el hombre que gritaba con voz ronca mientras corría hacia el avión al encuentro de su amigo Gueorgui Dimítrov, el hombre que había portado el féretro de Klara Zetkin y el que hacía un momento, con mirada furtiva, había tratado de averiguar si el funcionario volvería a pegarle. Era él quien había liberado del cerco a unos hombres que le llamaban «camarada comisario». Pero también era él a quien el artillero koljosiano había mirado con desprecio, él, el comunista golpeado durante el interrogatorio por otro comunista…

No lograba todavía reconocer el colosal significado de las palabras «privación de libertad». Se había convertido en otro, todo en él tenía que cambiar: le privaban de la libertad.

Se le nubló la vista. Iría a ver a Scherbakov al Comité Central, y siempre podría dirigirse a Mólotov; no descansaría hasta que aquel miserable teniente coronel fuera fusilado. ¡Sí, coja el teléfono! Llame a Priajin… Stalin ha oído hablar de mí, conoce mi nombre. El camarada Stalin le había preguntado una vez al camarada Zhdánov: «¿Es éste el Krímov que ha trabajado en el Komintern?».

Nikolái Grigórievich sintió bajo los pies un barrizal: ahora le engulliría una ciénaga sin fondo, oscura, pegajosa como la pez. Se había abatido sobre él algo invencible, algo más potente que la fuerza de las divisiones de panzers alemanes. Le habían privado de la libertad.

«¡Zhenia! ¡Zhenia! ¿Me ves? ¡Zhenia! Mírame, me está pasando una desgracia horrorosa. Estoy completamente solo, abandonado, abandonado también por ti.»

Un degenerado le había golpeado. La mente se le enturbió, los dedos le temblaban hasta el espasmo por el deseo de lanzarse contra aquel hombre de la sección especial.

Jamás había sentido un odio similar, ni hacia la policía del zar, ni hacia los mencheviques, ni siquiera hacia el oficial de las SS que un día le había interrogado.

En el hombre que le pisoteaba Krímov no había reconocido a un extraño, sino a sí mismo, a aquel niño que lloraba de felicidad cuando leía las extraordinarias palabras del Manifiesto comunista: «¡Proletarios del mundo, uníos!».

Y aquella proximidad era realmente espantosa…

3

Cayó la noche. A veces el rumor de la batalla de Stalingrado invadía el aire estancado y viciado de la prisión. Tal vez los alemanes, en defensa de su justa causa, golpeaban a Batiuk o Rodímtsev.

De vez en cuando se oía trajín en el pasillo. Se abrían las puertas de la celda común donde estaban los desertores, los traidores a la patria, saqueadores y violadores. A veces alguno pedía ir al retrete y el centinela, antes de abrir la puerta, discutía largo y tendido con el prisionero.

Cuando trasladaron a Krímov desde la orilla de Stalingrado, le colocaron provisionalmente en la celda común. Pero nadie prestó atención al comisario con la estrella roja cosida en la manga; sólo le preguntaron si tenía papel para liar un cigarrillo de majorka, A aquella gente sólo le interesaba comer, fumar, satisfacer las propias necesidades.

¿Quién, quién había urdido todo aquel asunto? Qué sentimiento tan desgarrador: tenía la certeza de su inocencia y al mismo tiempo experimentaba una gélida sensación de culpa irreparable.

El túnel de Rodímtsev, las ruinas de la casa 6/1, los pantanos de Bielorrusia, tú verano en Vorónezh, los pasos de los ríos: todo lo que le daba sensación de felicidad y ligereza había muerto para él.

Deseaba salir a la calle, pasear, levantar la cabeza y mirar el cielo. Ir a por un periódico. Afeitarse. Escribir una carta a su hermano. Beber una taza de té. Devolver un libro que había cogido en préstamo la noche anterior. Quiso mirar la hora en su reloj de pulsera, ir al baño, coger de su maleta un pañuelo de bolsillo. Pero no podía hacer nada. Le habían privado de la libertad.

Pronto sacaron a Krímov de la celda común al pasillo. El comandante había gritado al centinela:

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