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Había algo extraño en el hecho de que ahora, lejos de sus familiares que la necesitaban, viviera bajo el mismo techo con personas cuya árida existencia les era completamente ajena.

Dos días después de la llegada de las cartas de sus parientes, Karímov fue a visitar a Aleksandra Vladímirovna. Al verlo se alegró y le ofreció la infusión de escaramujo que tomaba en lugar de té.

– ¿Hace mucho que no recibe cartas de Moscú? -preguntó Karímov.

– Anteayer recibí una.

– ¿De verdad? -dijo Karímov, sonriendo-. Dígame, ¿cuánto tarda en llegar una carta desde Moscú?

– Mire el matasellos del sobre -sugirió Aleksandra Vladímirovna.

Karímov se puso a examinar el sobre y concluyó con aire preocupado:

– Ha llegado nueve días después. Se quedó pensativo, como si la lentitud del correo tuviera un significado especial para él.

– Dicen que es por culpa de la censura -dijo Aleksandra Vladímirovna.-. No da abasto con las montañas de cartas.

Él le miró la cara con sus bellísimos ojos-oscuros. Luego preguntó:

– ¿Les va bien todo por allí? ¿Ningún problema?

– Tiene mala cara -observó Aleksandra Vladímirovna-, un aspecto enfermizo.

Karímov, como si se defendiera de una acusación, objetó a toda prisa:

– ¡Pero qué dice! ¡Todo lo contrario!

Hablaron un poco sobre los acontecimientos en el frente.

– Hasta para un niño está claro que se ha producido un giro decisivo en la guerra -dijo Karímov.

– Sí, sí -corroboró con una sonrisa Aleksandra Vladímirovna-. Ahora es evidente hasta para un niño, pero el verano pasado las mentes más lúcidas tenían claro que los alemanes ganarían la guerra.

– Debe de ser duro vivir sola, ¿no? -preguntó Karímov de improviso-. Ya veo que tiene que encenderse usted misma la estufa.

Ella dudó, frunció la frente, como si responder a la pregunta de Karímov fuera muy complicado, y no respondió enseguida.

– Ajmet Usmánovich, ¿ha venido a preguntarme si me resulta difícil encender la estufa?

Él sacudió varias veces la cabeza, después guardó silencio largo rato mientras se examinaba las manos que descansaban sobre la mesa.

– Hace pocos días me convocó quien usted ya sabe; me interrogaron sobre nuestros encuentros y sobre las conversaciones que mantuvimos en el pasado.

– ¿Por qué no lo dijo desde un principio? -preguntó Aleksandra Vladímirovna-. ¿Por qué comenzó a hablarme de la estufa?

Captando su mirada, Karímov dijo:

– Naturalmente, no pude negar que hablamos sobre la guerra, sobre política. Habría sido ridículo sostener que cuatro adultos hablaban exclusivamente de cine. Por supuesto dije que de cualquier cosa que habláramos lo hacíamos como verdaderos patriotas soviéticos. Todos considerábamos que el pueblo, bajo la guía del Partido y del camarada Stalin, vencería. Pero han pasado algunos días y he comenzado a sentir cierta agitación; no duermo. Como si presintiera que le había pasado algo a Víktor Pávlovich. Y además está esa extraña historia con Madiárov: partió para pasar diez días en Kúibishev en el Instituto Pedagógico. Sus estudiantes esperaban su llegada y él no apareció; el decano envió un telegrama pero no ha recibido respuesta. Por la noche, cuando uno está en la cama piensa de todo…

Aleksandra Vladímirovna no decía nada.

– Pensándolo bien -dijo él en voz baja-, ¿vale la pena charlar alrededor de una taza de té para que luego empiecen a sospechar de ti y te convoquen?

Ella no decía nada. Karímov la observó con aire interrogativo, invitándola con la mirada a hablar; él había dicho todo lo que tenía que decir. Pero Aleksandra Vladímirovna continuaba callada, y Karímov notó que con su silencio le daba a entender que no se lo había contado todo.

– Así son las cosas -dijo.

Aleksandra Vladímirovna continuaba sin decir nada.

– Ah, sí, me olvidaba. El camarada también me preguntó: «¿Hablabais de la libertad de prensa?».

Sí, claro, hablábamos. Luego me preguntaron de improviso: «¿Conoce a la hermana menor de Liudmila Nikoláyevna y a su ex marido, un tal Krímov?». Yo no los he visto nunca, y Víktor Pávlovich nunca me habló de ellos. Y eso mismo le respondí. Luego me plantearon otra pregunta: «¿Le ha hablado alguna vez Víktor Pávlovich de la situación de los judíos?». Yo les pregunté: «¿Y por qué precisamente conmigo?». Me respondieron: «Ya sabe, usted es tártaro, él es judío…».

Cuando, Karímov, con el abrigo y el gorro puestos, estaba ya en la puerta a punto de despedirse y tamborileaba sobre el buzón del que Liudmila Nikoláyevna había sacado una vez la carta que le comunicaba la herida mortal de su hijo, Aleksandra Vladímirovna dijo:

– Es extraño, ¿qué tiene que ver Zhenia con este asunto?

Evidentemente, ni Karímov ni ella podían saber por que el chequista de Kazan se había interesado por Zhenia, que vivía en Kúibishev, y su ex marido, que estaba en el frente.

Aleksandra Vladímirovna inspiraba confianza a la gente y, por eso, a menudo escuchaba toda clase de relatos y confesiones. Estaba acostumbrada a la desagradable sensación de que su interlocutor no le contara siempre todo. No deseba advertir a Shtrum; sabía que no serviría de nada y que crearía preocupaciones inútiles. No tenía sentido tratar de adivinar quién de los presentes en las conversaciones se había ido de la lengua o bien había formulado la denuncia. Es difícil descubrir a esa clase de hombres. En situaciones así casi siempre resulta ser la persona que uno menos imaginaba. A menudo el caso despertaba la atención del MGB de la manera más inesperada: una alusión en una carta, una broma, unas palabras imprudentes en la cocina comunal en presencia de los vecinos. Pero ¿por qué el juez instructor había interrogado a Karímov sobre Zhenia y Nikolái Grigórievich?

Y de nuevo le costó conciliar el sueño. Tenía hambre. De la cocina le llegaba el olor a comida: la propietaria estaba friendo buñuelos de patata, oía el ruido de los platos de metal, la voz tranquila de Semión Ivánovich. ¡Dios mío, qué hambre tenía! ¡Qué asqueroso brebaje le habían dado de comer hoy en la cantina! Aleksandra Vladímirovna no se lo había acabado y ahora se arrepentía. La obsesión por la comida le embrollaba el resto de las ideas.

Al día siguiente, cuando llegó a la fábrica se encontró en la casilla de control con la secretaria del director, una mujer mayor, de rostro masculino y perverso,

– Pase a verme a la hora de la comida, camarada Sháposhnikova -dijo la secretaria.

Aleksandra Vladímirovna se sorprendió. ¿Era posible que el director hubiera respondido con tanta celeridad a su petición de traslado? No podía comprender por qué de repente sentía que se había quitado un peso de encima.

Mientras atravesaba el patio de la fábrica de pronto reflexionó y al instante dijo en voz alta:

– Ya estoy harta de Kazán, me vuelvo a casa, a Stalingrado.

32

Halb, el jefe de la policía militar, convocó en el cuartel general del 6° Ejército al comandante del regimiento Lenard.

Lenard se retrasaba. Una nueva orden de Paulus prohibía el uso de gasolina para el transporte particular. Todo el carburante estaba bajo la supervisión del jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt, que preferiría diez veces antes verte morir que firmar la concesión de cinco litros de gasolina. No había gasolina suficiente para los automóviles de los oficiales, y mucho menos para los mecheros de los soldados.

Lenard había tenido que esperar hasta la tarde, cuando el coche del Estado Mayor llevaba a la ciudad el correo de la policía militar.

El pequeño vehículo circulaba despacio sobre el asfalto cubierto de hielo. Por encima de los refugios y las chozas de primera línea, se elevaban en el aire gélido, sin un soplo de viento, humos semitransparentes. A lo largo de la carretera, en dirección a la ciudad, marchaban los heridos con las cabezas cubiertas con pañuelos y toallas, así como soldados que el alto mando desplazaba de la ciudad a las fábricas, con las cabezas también vendadas y los pies envueltos en trapos.

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