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Cada vez le costaba más trabajar, sufría del corazón continuamente, le daba vueltas la cabeza. Incluso había pedido al director técnico de la fábrica que la trasladara de los talleres al laboratorio; era muy penoso pasar de máquina en máquina, efectuar muestras de control.

Después del trabajo hacía cola en las tiendas; una vez llegaba a casa debía encender la estufa y preparar la comida.

¡La vida era tan dura, tan pobre! Hacer cola no era tan horrible, lo peor era cuando no había colas ante las estanterías vacías. Lo peor era cuando, de vuelta en casa, no podía preparar la comida, no encendía la estufa y yacía hambrienta en una cama húmeda y fría.

Todos, a su alrededor, llevaban una vida mísera. Una doctora evacuada de Leningrado le contó cómo había pasado el invierno anterior con sus dos hijos en un pueblo a cien kilómetros de Ufá. Vivía en una isba deshabitada confiscada a un kulak, con los cristales rotos y el techo reventado. Para ir a trabajar tenía que atravesar, seis kilómetros de bosque, y a veces, al amanecer, refulgían entre los árboles los ojos verdes de los lobos. En el pueblo reinaba la miseria; los koljosianos trabajaban a desgana pues decían que, por mucho que trabajaran, de todos modos les negarían el pan: el koljós iba retrasado con las cuotas de entrega de cereales y les arrebataban todo el grano. El marido de su vecina había partido a la guerra y ella vivía con seis niños hambrientos; sólo tenía un par de botas de fieltro rotas para los seis pequeños. La doctora le había contado que había comprado una cabra; y por la noche, a través de nieves altas, iba a robar alforfón a un campo lejano y desenterraba de debajo de la nieve los almiares no recogidos que comenzaban a pudrirse. Explicaba que sus hijos, escuchando las conversaciones groseras y maliciosas de los campesinos habían aprendido a soltar tacos y que la maestra de la espuela, en Kazán, le había dicho: «Es la primera vez que oigo a alumnos de primer grado, y además de Leningrado, blasfemar como borrachos».

Ahora Aleksandra Vladímirovna vivía en la pequeña habitación que antes ocupaba Víktor Pávlovich. Los inquilinos oficiales, que se habían trasladado a un anexo mientras los Shtrum estaban allí, ocupaban ahora la habitación principal. Eran gente irritable, nerviosa, que a menudo discutía sobre tonterías domésticas.

Aleksandra Vladímirovna no se enfadaba con ellos por el ruido o las discusiones, sino porque le pedían, a ella que había perdido su casa en un incendio, una suma muy elevada por una habitación minúscula: doscientos rublos al mes, más de la tercera parte de su salario. Le daba la impresión de que los corazones de esas personas estaban hechos de madera contrachapada y de hojalata. No hacían otra cosa que pensar en alimentos y objetos. Desde la mañana a la tarde sus conversaciones giraban en torno al aceite vegetal, la carne salada, las patatas, los trastos viejos que compraban y revendían en los mercados de objetos usados. Por la noche cuchicheaban. Nina Matvéyevna, la propietaria, contaba al marido que un vecino de la casa, un obrero especializado en una fábrica, había traído del pueblo un saco de semillas blancas y medio saco de maíz desgranado; que en el mercado ese día había miel barata.

Nina Matvéyevna era una mujer hermosa: alta, de buena planta, los ojos grises. Antes de casarse trabajaba en una fábrica, participaba en actividades artísticas para aficionados, cantaba en un coro, actuaba en un círculo de arte dramático. Semión Ivánovich, el marido, trabajaba de herrero en una fábrica militar. Una vez, en su juventud, había prestado servicio en un cazatorpedero y había sido campeón de boxeo de peso medio de la flota del océano Pacífico. El pasado lejano de esa pareja parecía ahora inverosímil.

Antes de irse a trabajar por la mañana, Semión Ivánovich alimentaba a los patos, preparaba la comida para el cochinillo; después del trabajo trajinaba en la cocina, limpiaba el grano, remendaba las botas, afilaba los cuchillos, lavaba las botellas, hablaba de los chóferes de la fábrica que traían de lejanos koljoses harina, huevos, carne de cabra… Y Nina Matvéyevna, interrumpiéndole, le hablaba de sus innumerables enfermedades, de sus visitas a lumbreras de la medicina; le contaba que había cambiado una toalla por judías, que la vecina había comprado a una evacuada una chaqueta de piel de potro y cinco platitos de servicio; le hablaba de margarina y de grasa.

No eran malas personas, pero ni siquiera una vez habían hablado con Aleksandra Vladímirovna de la guerra, de Stalingrado, de los comunicados de la Oficina de Información Soviética.

Compadecían y despreciaban a Aleksandra Vladímirovna porque, después de la partida de la hija, que recibía cupones de racionamiento para académicos, vivía medio muerta de hambre. No tenía ni azúcar ni mantequilla, bebía agua caliente en lugar de té y tomaba sopa en la cantina, un caldo que una vez el cochinillo se había negado a comer. No tenía con qué comprar leña. No tenía cosas para vender. Su miseria molestaba a los propietarios de la casa.

Una vez, por la noche, Aleksandra Vladímirovna oyó cómo Nina Matvéyevna decía a su marido: «He tenido que dar a la vieja un trozo de bizcocho; es desagradable comer delante de ella, se sienta y te mira con aspecto hambriento».

Por las noches Aleksandra Vladímirovna dormía mal. ¿Por qué no recibía noticias de Seriozha? Se acostaba sobre la cama de hierro donde antes dormía Liudmila y era como si su hija le hubiera transmitido sus aprensiones y sus pensamientos nocturnos.

¡Con qué facilidad destruía la muerte a los hombres! ¡Y qué duro era para los que permanecían entre los vivos! Pensaba en Vera. El padre del bebé o había muerto o la había olvidado. Stepán Fiódorovich estaba melancólico, le agobiaban las preocupaciones… Las pérdidas, el dolor, no habían acercado a Liudmila y Víktor.

Por la tarde Aleksandra decidió escribir a Zhenia: «Querida hijita mía…». Pero por la noche fue presa de la angustia: «Pobre chica, ¿en qué lío se habrá metido? ¿Qué le depara el futuro?».

Ania Shtrum, Sofia Levinton, Seriozha… Como en aquel pasaje de Chéjov: «Misius, ¿dónde estás?» [114].

Al lado, los propietarios del apartamento hablaban a media voz.

– Tendríamos que matar el pato para la fiesta de Octubre -dijo Semión Ivánovich.

– Pero ¿para qué he alimentado con patatas al pato, ¿para degollarlo? -preguntó Nina Matvéyevna-. Sabes, cuando la vieja se vaya me gustaría pintar el suelo; si no las tablas se pudren.

Hablaban siempre de objetos y comida; el mundo que habitaban estaba lleno de cosas. En aquel mundo no había espacio para los sentimientos humanos, sólo tablas, pintura, grano, billetes de treinta rublos. Eran personas trabajadoras y honradas; los vecinos decían que Nina y Semión nunca se apropiarían de una moneda que no les perteneciera. Pero por alguna razón eran insensibles a los heridos de guerra, los inválidos ciegos, los niños sin hogar que vagaban por las calles, la hambruna de 1921 en el Volga.

Eran el polo opuesto a Aleksandra Vladímirovna…

La indiferencia hacia la gente, hacia la causa común, hacia el sufrimiento ajeno era para ellos algo completamente natural. Ella, en cambio, era capaz de pensar y preocuparse por los demás; se alegraba y se enfurecía por cosas que no la afectaban directamente, ni a ella ni a su familia… La época de la colectivización general, el año 1937, el desuno de las mujeres que habían ido a parar a los campos por sus maridos, el destino de los niños que acababan en internados y orfelinatos, las ejecuciones sumarias de prisioneros rusos por parte de los alemanes, las desgracias de la guerra, las adversidades: todo eso la atormentaba y desasosegaba tanto como los infortunios de su propia familia.

Y eso no se lo habían enseñado ni los bellísimos libros que leía, ni las tradiciones revolucionarias y populistas de la familia en la que había sido educada, ni la vida ni sus amigos, o su marido. Simplemente era así, y no podía ser de otro modo. No tenía dinero, y aún le faltaban, seis días para cobrar la paga. Estaba hambrienta, todas sus propiedades se podían envolver en un pañuelo de bolsillo. Pero nunca, ni siquiera cuando vivía en Kazán, había pensado en las cosas que se habían quemado en su piso de Stalingrado: los muebles, el piano, el servicio de té, las cucharas, los tenedores perdidos. Ni siquiera lamentaba los libros quemados.

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[114] Frase final del cuento Casa con desván.

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