– Kibálchich, como usted bien sabe, acabó en el patíbulo. Yo estoy hablando de toda esa palabrería hueca. Como la que soltaba en sus charlas con Madiárov.
– ¿Me está llamando charlatán?
Sokolov se encogió de hombros y no contestó.
Se hubiera podido esperar que aquella discusión pronto quedaría olvidada como muchas otras antes. Pero por alguna razón aquel insignificante arrebato no pasó sin dejar huella, no cayó en el olvido. Cuando las vidas de dos hombres están en armonía, éstos pueden discutir, mostrarse injustos el uno con el otro, y sin embargo, las ofensas mutuas se desvanecen sin dejar secuelas. Pero si en su interior anidan desavenencias profundas, aunque todavía no tengan conciencia de ellas, cualquier palabra fortuita, el más leve descuido puede transformarse en un puñal letal para su amistad.
Y a menudo las discrepancias se alojan tan profundamente que nunca salen a la luz, a veces ni siquiera se toma conciencia de ellas. Una riña violenta por una nadería donde se deja caer una mala palabra asesta el golpe fatídico que acaba destruyendo una amistad de largos años.
No, Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich no se pelearon por un ganso [89].
28
Del nuevo subdirector del instituto, Kasián Teréntievich Kovchenko, se decía que era «uno de los hombres de Shishakov». Afable, intercalaba en sus discursos muchas palabras ucranianas y se las había ingeniado con una rapidez extraordinaria para obtener un apartamento y un coche.
Márkov, que conocía un arsenal de historias sobre los académicos y lo más florido de la Academia, contaba que Kovchenko había recibido el premio Stalin por una obra que éste sólo había leído de cabo a rabo una vez ya publicada: su participación en el trabajo había consistido en proporcionar materiales de difícil acceso y en agilizar los trámites burocráticos ante diversas instancias.
Shishakov había encomendado a Kovchenko que organizara un concurso para cubrir las plazas que habían quedado vacantes. Se anunció la contratación de jefes de investigación. También estaban vacantes las plazas de jefes de los laboratorios de vacío y de bajas temperaturas.
El Departamento de Guerra proporcionó materiales y obreros, se reformaron los talleres de mecánica, se restauró el edificio del instituto, la central eléctrica abastecía de energía sin restricciones y fábricas especiales reservaron para el instituto materiales que escaseaban. Todo esto también fue dispuesto por Kovchenko.
Cuando un nuevo director asume el cargo, se suele decir de él con respeto: «Llega al trabajo primero que todos y es el último en marcharse». Así se hablaba de Kovchenko. Pero un nuevo director es aún más respetado por sus subordinados cuando se dice de él: «Hace dos semanas quefue nombrado y sólo ha venido un día media horita. No se le ve el pelo». Ésa es la prueba de que el director dicta las nuevas leyes y que frecuenta las altas esferas gubernamentales.
Así se hablaba al principio del académico Shishakov.
En cuanto a Chepizhin, se había ido a trabajar a su dacha o, como él decía, a su granja-laboratorio. El profesor Feinhard, un famoso cardiólogo, le había aconsejado no realizar movimientos bruscos ni levantar peso. Sin embargo, Chepizhin cortaba leña, cavaba zanjas y se sentía en plena forma. Escribió al profesor Feinhard que el estricto régimen de vida le estaba resultando de gran ayuda.
En el Moscú azotado por el hambre y el frío el instituto parecía un oasis de calor y lujo. Cuando los miembros del personal entraban a trabajar sentían un enorme placer al calentarse las manos junto a los caldeados radiadores después de haberse congelado durante la noche en sus húmedos apartamentos.
A los empleados del instituto les gustaba en particular la nueva cantina instalada en el sótano. Disponía de un bufé donde se podía tomar yogur, café dulce y salchichón. Y al servir la comida, la mujer de detrás del mostrador no cortaba los cupones de la carne y la grasa de las cartillas de racionamiento, gesto que era muy apreciado entre el personal del instituto.
La cantina ofrecía seis tipos de menú: para los doctores en ciencias, para los jeíes de investigación, para los jóvenes investigadores, para los ayudantes de laboratorio, para el personal técnico y para el de servicio.
Las pasiones más desbordantes se desataban alrededor de las comidas de las dos categorías superiores, que se distinguían por constar de un postre: compota de frutos secos o jalea en polvo. También suscitaban emoción los paquetes de comida que se entregaban a domicilio a los doctores y los responsables de las secciones. Savostiánov solía bromear diciendo que probablemente la teoría copernicana había generado muchos menos comentarios que aquellos paquetes de comida.
A veces parecía que la elaboración de las normas referentes a la asignación de las raciones no dependiera sólo de la dirección y del comité del Partido, sino que en ella participaran fuerzas más elevadas y misteriosas.
Una noche Liudmila Nikoláyevna dijo:
– Es extraño, ¿sabes? Hoy he recibido tu paquete. A Svechín, esa nulidad en el campo científico, le han dado dos decenas de huevos mientras que a ti, por alguna razón, sólo te han tocado quince. Incluso he comprobado la lista. A Sokolov y a ti os corresponden quince.
Shtrum pronunció un discurso sarcástico:
– ¡Dios mío! ¿Qué querrá decir eso? Todo el mundo sabe que a los científicos se les clasifica según diferentes categorías: supremos, grandes, ilustres, eminentes, notables, experimentados, calificados y, por último, viejos.
Dado que los supremos y los grandes no se encuentran entre los vivos, no hace falta darles huevos.
Todos los demás reciben col, sémola y huevos en función de su peso científico. Pero entre nosotros todo se embrolla con otras cuestiones: se tiene en cuenta si uno es activo socialmente, si se dirige un seminario de marxismo, si se está próximo a la dirección. El resultado es un absoluto disparate. El encargado del garaje de la Academia es colocado al mismo nivel que Zelinski: recibe veinticinco huevos. Ayer en el laboratorio de Svechín una mujer encantadora incluso se echó a llorar de la humillación y se negó a ingerir alimentos, como Gandhi.
Nadia, escuchando a su padre, se desternillaba de risa.
– Sabes, papá, es increíble que no te avergüences de zamparte tus costillas delante de las mujeres de la limpieza. La abuela nunca habría hecho eso.
– A cada uno según su trabajo -dijo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Lo entiendes? Ése es el principio del socialismo.
– Pamplinas. En la cantina no huele demasiado a socialismo -exclamó Shtrum, y añadió-: De todos modos, me importa un bledo toda esta historia. ¿Sabéis lo que me ha contado hoy Márkov? El personal de nuestro instituto y también los del Instituto de Matemáticas copian a máquina mi obra y se la pasan de mano en mano.
– ¿Como los poemas de Mandelshtam? -preguntó Nadia.
– No te burles -dijo Shtrum-. Los estudiantes de los últimos cursos han solicitado una conferencia especial sobre el tema.
– ¡Vaya! -replicó Nadia-. A ver si tenía razón Alka Postóyeva cuando decía: «Tu papá es todo un genio».
– Bueno -rectificó Víktor-. Estoy lejos de ser un genio.
Se marchó a su habitación, pero no tardó en volver y decirle a su mujer:
– No me saco esa tontería de la cabeza. ¡Darle dos decenas de huevos a Svechín! ¡Qué formas más sorprendentes que tienen de humillar a la gente!
Era vergonzoso, pero a Shtrum le dolía que hubieran colocado a Sokolov en la misma categoría que a él. «Tendrían que haber reconocido mi superioridad, aunque sólo hubiera sido con un huevo adicional. Podrían haber dado catorce a Sokolov, hacer una distinción simbólica».
Intentaba reírse de sí mismo, pero su penosa irritación no se templaba: estar equiparado a Sokolov en la distribución de víveres le ofendía más que la supremacía de Svechín. En el caso de Svechín todo estaba claro: él era miembro del buró del Partido, su ventaja obedecía a cuestiones de orden político. Y eso no le daba ni frío ni calor.