– Comenzamos a instalar el material -le interrumpió Shtrum-, y Dmitri Petróvich no está ya en el instituto. Como se suele decir, la casa se quema, pero el reloj sigue funcionando.
Pero los allí presentes no mostraron ningún interés el tema de conversación propuesto por Shtrum.
– Ayer vino a verme mi primo. Salía del hospital y volvía a partir para el frente -dijo Savostiánov- Había que celebrarlo, así que compré medio litro de vodka a la vecina por trescientos cincuenta rublos.
– ¡Increíble! -exclamó Svechín.
– Hacer ciencia no es como fabricar pastillas de jabón -dijo Savostiánov alegremente, pero por las caras de sus interlocutores comprendió que su chiste estaba fuera de lugar.
– El nuevo jefe ya ha llegado -dijo Shtrum. -Un hombre de gran energía -elogió Svechín.
– Con Alekséi Alekséyevtch todo irá a pedir de boca -añadió Márkov-. Ha tomado el té en casa del camaradá Zhdánov.
Márkov era un tipo sorprendente; parecía que apenas tuviera conocidos, pero siempre estaba al tanto de todo: que en el laboratorio de al lado Gabrichévskaya, la candidata a la Academia de las Ciencias, se había quedado embarazada; que al marido de la mujer de la limpieza, Lida, de nuevo lo habían hospitalizado; y que a Smoródintsev no le habían concedido el título de doctor.
– Está bien -dijo Savostiánov-. Todos conocemos el famoso error de Shishakov. Pero, en general, no es mal tipo. Por cierto, ¿sabe cuál es la diferencia entre un buen tipo y uno malo? Que el buen tipo hace canalladas de mala gana. -Tanto si hubo error como si no -replicó el director del laboratorio de magnetismo-, no le nombran a uno académico así como así.
Svechín era miembro del buró del Partido del instituto. Se había inscrito en otoño de 1941 y, como muchos otros que prácticamente acababan de integrarse en la vida del Partido, con respecto a las misiones políticas se comportaba con veneración religiosa.
– Víktor Pávlovich -dijo-, tengo un encargo para usted: el buró del Partido le pide que intervenga en la asamblea que se celebrará sobre el nuevo programa.
– ¿Se refiere a criticar a la vieja dirección, el trabajo de Chepizhin? -preguntó Shtrum, irritado porque la conversación tomaba unos derroteros diferentes a los que hubiera querido-. No sé si soy un buen o un mal tipo, pero las canalladas las hago de mala gana.
Y volviéndose a los colegas del laboratorio, preguntó:
– Ustedes, por ejemplo, camaradas, ¿están de acuerdo con la partida de Chepizhin?
Estaba convencido de antemano de que contaría con el apoyo de todos ellos y, cuando Savostiánov se encogió de hombros en señal de indiferencia, se quedó contrariado.
– Cuando uno es viejo, ya no es bueno para nada.
Svechín se limitó a añadir:
– Chepizhin declaró que no iba a emprender nuevos proyectos. ¿Qué iban a hacer? Y después fue él quien se negó cuando todo el mundo le pedía que se quedara.
– ¿Así que al final han desenmascarado a un Arakchéyev? -preguntó Shtrum.
– Víktor Pávlovich -dijo Márkov, bajando la voz-, tengo entendido que una vez Rutherford juró que nunca trabajaría en investigaciones sobre neutrones ante el temor de que aquello condujera al desarrollo de una enorme fuerza explosiva. Noble argumento, no lo niego, pero de una pulcritud exagerada y absurda. Por lo que cuentan, Dmitri Petróvich había pronunciado discursos del mismo estilo mojigato.
«Dios mío -pensó Shtrum-. ¿Cómo diantres saben todo eso?»
– Piotr Lavréntievich, parece que usted y yo estamos en minoría -dijo Shtrum, buscando apoyo. Sokolov negó con la cabeza.
– Víktor Pávlovich, me parece que no es momento para individualismos, y la insubordinación es inaceptable. Estamos en guerra. Chepizhin se equivocó al pensar sólo en él y en sus intereses personales, cuando fue citado por sus superiores.
Sokolov se enfurruñó, y todo lo que había de feo en su cara se acentuó aún más.
– Ah, claro, ¿quién eres tú, Brutus? -bromeó Shtrum para camuflar su confusión.
Pero lo más desconcertante es que Shtrum no se sintió sólo confuso, sino también contento en cierto sentido: «Desde luego, ya me lo esperaba». Pero ¿por qué «desdé luego»? A decir verdad, él no se imaginaba que Sokolov pudiera responder de aquella manera. Y aun cuando se lo imaginara, ¿de que se alegraba?
– Debe usted intervenir -dijo Svechín-. No es en absoluto necesario que critique a Chepizhin, pero qué menos que pronunciar algunas palabras sobre las perspectivas de su trabajo en vista de las nuevas resoluciones del Comité Central.
Antes de la guerra Shtrum había coincidido varias veces con Svechín en los conciertos sinfónicos del conservatorio. Se decía que cuando era joven y estudiaba en la Facultad de Física, Svechín escribía versos incomprensibles y llevaba un crisantemo en el ojal. Ahora hablaba de las decisiones del buró del Partido como si formulara verdades absolutas.
A veces Shtrum tenía ganas de guiñarle un ojo, empujarle con un dedo en el costado y decirle: «En, viejo hablemos lisa y llanamente». Pero sabía que Svechín ahora ya no hablaba lisa y llanamente.
Y, aunque asombrado por las palabras de Sokolov, Shtrum sí que habló sin rodeos:
– El arresto de Cherverikov -pregunto-, ¿está también relacionado con los nuevos proyectos? ¿Es ése el motivo de que hayan metido a Vavílov en la cárcel? ¿Y sí me permitiera afirmar que considero a Dmitri Petróvich una autoridad mayor en el campo de la física que el camarada Zhdánov, o incluso…?
Vio los ojos que ponían todos mientras le miraban fijamente esperando a que pronunciara el nombre de Stalin.
Hizo un gesto de desdén y se contuvo:
– Bueno, ya basta, vayamos al laboratorio. Las cajas con el nuevo material procedente de los Urales ya estaban abiertas y la pieza fundamental de la instalación, que pesaba tres cuartos de tonelada, había sido cuidadosamente liberada del serrín, del papel y de las toscas planchas de madera que la protegían. Shtrum pasó la palma de la mano sobre la superficie pulida de metal.
Un torrente de partículas fluiría a chorros de aquel vientre de metal, como el Volga brota de la pequeña cavidad del lago Seliguer.
En aquel instante había algo bueno en los ojos de todos. Sí, era bueno saber que en el mundo existía una máquina tan maravillosa. ¿Qué más se podía pedir?
Cuando hubo acabado la jornada laboral, Shtrum y Sokolov se quedaron solos en el laboratorio.
– Víktor Pávlovich, ¿por qué se pone gallito? Le falta humildad. Le expliqué a Masha su proeza en la Academia, cuando en sólo media hora se las apañó para estropear las relaciones con el nuevo director y el jovenzuelo de la sección científica. Masha se llevó un disgusto enorme, tanto que no ha podido dormir en toda la noche. Sabe en qué tiempos vivimos. Mañana instalaremos la nueva máquina. He visto la cara que ponía mientras la miraba. ¿Qué quiere, sacrificarlo todo por una frase hueca?
– Espere, espere -dijo Shtrum-. Déjeme respirar.
– Ay, Señor -le cortó Sokolov-. Nadie va a interferir en su trabajo. Respire tanto como le plazca.
– Escuche, amigo mío -dijo Shtrum, sonriendo con acritud-. Usted tiene buenas intenciones hacia mí y se lo agradezco de todo corazón. Permítame que le sea igual de sincero. ¿Por qué, por el amor de Dios, habló así de Dmitri Petróvich delante de Svechín? Me duele especialmente después de la libertad de pensamiento de la que disfrutamos en Kazán. Por lo que a mí respecta, me temo que no soy tan temerario como usted me pinta. No soy Danton, como solíamos decir en mis tiempos de estudiante.
– Menos mal que no es usted Danton. Francamente, siempre he considerado que los oradores políticos son personas incapaces de expresarse de forma creativa. En cambio, nosotros sí que podemos.
– ¡Anda! ¡Esa sí que es buena! -dijo Shtrum-. ¿Y qué hay de ese francesito llamado Galois? ¿Y qué me dice de Nikolái Kibálchich?
Sokolov apartó la silla y dijo: