Rememoraban a decenas de familias desaparecidas que nunca habían vuelto: el académico Vavílov, Vize, el poeta Ósip Mandelshtam, el escritor Bábel, Borís Pilniak, Meyerhold, los bacteriólogos Kórshunov y Zlatogórov, el profesor Pletniov, el doctor Levin…
Pero el hecho de que los arrestados fueran eminentes y conocidos carecía de importancia. La cuestión era que célebres o anónimas, modestas e insignificantes, aquellas personas eran inocentes, y realizaban su trabajo honestamente.
¿Es que todo aquello iba a comenzar de nuevo? ¿Era posible que después de la guerra a uno le tuviera que dar un vuelco el corazón cada vez que oía pasos en la noche, ante cada toque de claxon?
Qué difícil era encontrar un vínculo entre la guerra por la libertad y todo aquello… Sí, sí, en Kazán se habían equivocado hablando tan a la ligera.
Una semana después del arresto de Chetverikov, Chepizhin declaró que se marchaba del Instituto de Física. Shishakov fue asignado para cubrir su puesto.
El presidente de la Academia había visitado a Chepizhin en su casa y se decía que el científico, apremiado no se sabe si por Beria o por Malenkov, se había negado a introducir cambios en el programa de trabajo del instituto. Considerando los servicios que Chepizhin había brindado a la ciencia, en un principio no quisieron adoptar medidas extremas contra él. Al mismo tiempo había sido relevado de sus funciones administrativas el joven liberal Pímenov, declarado no idóneo para el puesto.
Al académico Shishakov le fueron confiadas la responsabilidad científica y la función de director, cargo que hasta ese momento desempeñaba Chepizhin.
Circulaba el rumor de que Chepizhin, después de estos acontecimientos, había sufrido un ataque al corazón. Shtrum se dispuso a visitarlo enseguida pero antes quiso avisarlo por teléfono; respondió la asistenta doméstica, que le informó de que Dmitn Petróvich se había encontrado muy mal en los últimos días y que, por consejo médico, había salido de la ciudad en compañía de Nadiezhda Fiódorovna; no regresaría hasta dentro de dos o tres semanas.
Shtrum dijo a Liudmila:
– Es como si empujaran a un niño desde un tranvía. Y a eso le llaman defendernos de los Arakchéyev. ¿Qué importancia tiene para la física si Chepizhin es marxista, budista o lamaísta? Chepizhin ha fundado una escuela. Chepizhin es amigo de Rutherford. Cualquier barrendero conoce las ecuaciones de Chepizhin.
– En eso de los barrenderos, papá, creo que exageras un poco -dijo Nadia.
– Vigila bien lo que dices por ahí -le espetó Shtrum-. Mira que no te buscas sólo tu ruina, sino la de todos.
– Lo sé. Estas conversaciones sólo se tienen de puertas para adentro.
– Ay, querida Nadia -dijo Shtrum dócilmente-, ¿qué puedo hacer para que el Comité Central revoque su decisión? ¿Darme con la cabeza contra la pared? En el fondo ha sido el propio Dmitri Petróvich el que ha dicho que quería renunciar. Aunque, como se suele decir, lo ha hecho «contra la voluntad del pueblo».
Liudmila Nikoláyevna reprochó a su marido:
– No debes sulfurarte. Además, tú siempre andabas discutiendo con Dmitri Petróvich.
– Si no se discute, no hay verdadera amistad.
– Ése es el problema -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Con esa lengua tuya tan larga acabarán destituyéndote a ti también de la dirección del laboratorio.
– Eso no me preocupa -respondió Shtrum-. Nadia tiene razón, todas mis conversaciones son de uso interno, papel mojado. Tendrías que llamar a la mujer de Chetverikov, ¡ir a visitarla!
Después de todo os conocéis.
– Eso sencillamente queda fuera de lugar -replicó Liudmila Nikáyevna-. En cualquier caso, tampoco la conozco tanto. ¿En qua puedo ayudarla? ¿Por qué debería ella tener ganas de verme? ¿Cuándo has llamado tú a alguien en una situación parecida?
– A mi modo de ver, hay que hacerlo -intervino Nadia.
Shtrum frunció el ceño.
– Las llamadas telefónicas, en realidad, son tres cuartos de lo mismo.
Era con Sokolov, no con Liudmila y su hija, con quien tenía ganas de hablar de la marcha de Chepizhin. Pero se obligó a no telefonear a Piotr Lavréntievich. No era una conversación que pudieran mantener por teléfono.
Sin embargo, era extraño. ¿Por qué Shishakov? Estaba claro que la última obra de Shtrum constituía un acontecimiento para la ciencia. Chepizhin había manifestado en el Consejo Científico que se trataba del acontecimiento más significativo de la última década en el campo de la física teórica soviética. Pero habían puesto a Shishakov como jefe del instituto. ¿Era una broma? Un hombre que había observado cientos de fotografías con las trayectorias de los electrones desviándose a la izquierda, y que luego había visto fotografías con las mismas trayectorias desviándose a la derecha… (¡Es como si se le hubiera servido en bandeja de plata la oportunidad de descubrir el positrón! ¡Hasta el joven Savostiánov lo habría comprendido! Pero Shishakov había adelantado los labios como un pez y apartado las fotografías a un lado como defectuosas. «-¡Eh! -exclamó Selifán-. Es a la derecha. No sabes dónde tienes la derecha y dónde la izquierda [88].»
Pero lo más sorprendente es que nadie se asombraba por este tipo de cosas. En cierto modo estas situaciones se habían vuelto naturales. Y todos los amigos de Víktor Pávlovich, también su mujer e incluso él mismo, consideraban legítimo ese estado de cosas. Shtrum no convenía como director; y Shishakov, sí.
¿Cómo había dicho Postóyev? Ah, sí: «Lo principal es que somos rusos».
Pero ser más ruso que Chepizhin parecía muy difícil. Por la mañana, mientras se dirigía al instituto, Shtrum se imaginaba que todos los colaboradores, desde los doctores hasta los ayudantes de laboratorio, sólo hablarían de Chepizhin.
Frente a la entrada principal había estacionada una limusina ZIS; el chófer, un hombre entrado en años y con gafas, leía el periódico.
El viejo vigilante con el que Shtrum bebía té en verano en el laboratorio le abordó en las escaleras,
– Ha llegado el nuevo director -le anunció, y con aire compungido añadió-; ¿Qué será de nuestro Dmitri Petróvichi?
Los ayudantes de laboratorio discutían sobre la instalación del equipamiento que había llegado el día antes de Kazán. Pilas enormes de cajas obstaculizaban el paso en la sala de laboratorio. Al viejo instrumental se había sumado el nuevo fabricado en los Urales. Nozdrín, con un semblante que Shtrum estimó arrogante, estaba de pie al lado de una caja de madera.
Perepelitsin saltaba a la pata coja alrededor de la caja, con una muleta bajo el brazo.
Anna Stepánovna, señalando las cajas, exclamó:
– ¿Ha visto esto, Víktor Pávlovich?
– Hasta un ciego lo vería -respondió Perepelitsin.
Pero Anna Stepánovna no se refería a las cajas.
– Ya lo creo que lo veo -dijo Shtrum.
– Dentro de una hora llegarán los obreros -comunicó Nozdrín-. El profesor Márkov y yo lo hemos arreglado todo.
Pronunció aquellas palabras con la voz serena y lenta de un hombre que sabe quién es el jefe. Había llegado su hora de gloria.
Shtrum entró en su despacho. Márkov y Savostiánov estaban sentados en el sofá, Sokolov permanecía de pie al lado de la ventana y Svechín, el responsable del laboratorio de magnetismo vecino, se había acomodado sobre el escritorio y fumaba un pitillo de fabricación casera.
Cuando Shtrum apareció por la puerta, Svechín se levantó y le cedió el sillón:
– Éste es el sitio del jefe.
– No, no, no pasa nada, siéntese -dijo Shtrum-. ¿Cuál es el tema de esta conversación en las altas esferas?
– Hablábamos del racionamiento -respondió Márkov-. Por lo visto los académicos tendrán derecho a mil quinientos rublos al mes, mientras que los simples mortales, como los artistas del pueblo o los grandes poetas del tipo Lébedev-Kumach, deberán conformarse con quinientos.