¿Qué esperanzas podía albergar? No había besado nunca a una chica y en cambio aquellos diablos eran hombres experimentados; sabrían cómo engatusarla, hacerle perder la cabeza.
Había oído un sinfín de historias sobre enfermeras, telefonistas, telemetristas, chicas acabadas de salir de la escuela que se convertían de mala gana en amantes de los comandantes de regimiento o de división. Unas historias que a él le traían sin cuidado.
Miró la puerta. ¿Cómo no se le había pasado antes por la cabeza que sencillamente podía levantarse e irse, sin pedir permiso a nadie?
Se levantó, abrió la puerta y se fue.
En ese preciso instante el oficial de servicio del Estado Mayor fue avisado por teléfono de que el jefe de la sección política Vasíliev había ordenado que le enviaran de inmediato al soldado de la casa cercada.
La historia de Datnis y Cloe continúa conmoviendo los corazones de los hombres, pero no porque su amor naciera entre viñas bajo el cielo azul.
La historia de Dafnis y Cloe se repite siempre y por doquier, ya sea en un sótano sofocante impregnado de olor a bacalao frito, en el búnker de un campo de concentración, entre los chasquidos de los ábacos en una oficina de contabilidad o en el almacén polvoriento de una hilandería.
Y esta historia había brotado por enésima vez entre ruinas, bajo el aullido de los bombarderos alemanes, en un lugar donde los hombres no alimentan sus cuerpos cubiertos de mugre y sudor con miel, sino con patatas podridas y agua de una vieja caldera, allí donde no existe aquella paz que te permite reflexionar, sólo piedras rotas, estruendo y pestilencia.
62
Pável Andréyevich Andréyev, un hombre viejo que trabajaba como vigilante en la central eléctrica de Stalingrado, recibió una nota de su nuera desde Leninsk donde le comunicaba que su mujer, Várvara Aleksándrovna, había fallecido a causa de una pulmonía.
Tras la noticia de la muerte de su mujer, Andréyev se volvió más taciturno; raramente iba a casa de los Spiridónov, por las tardes se sentaba en la entrada de la residencia para obreros y miraba los fogonazos de la artillería y los haces de luces de los proyectores en el cielo encapotado. En la residencia, a veces, intentaban entablar conversación con él, pero Andréyev se quedaba callado. Entonces, acaso creyendo que el viejo oía mal, su interlocutor subía el tono de voz para repetirle la pregunta. A lo que Andréyev contestaba con aire sombrío:
– Le oigo, le oigo, no estoy sordo. -Y de nuevo se encerraba en su mutismo.
La muerte de su mujer le había trastornado. Su vida entera se había reflejado en la de ella; todo lo bueno o lo malo que le había pasado, sus sentimientos de felicidad o tristeza existían en la medida que se reflejaban en el alma de Várvara Aleksándrovna.
Durante un bombardeo demoledor, entre las explosiones de bombas de varias toneladas, Pável Andréyevich miraba las columnas de tierra y humo que se levantaban entre los talleres de la central y pensaba: «Si mi viejita pudiera ver esto… Ay, Várvara, qué desgracia…».
Pero ella, en ese momento, ya no estaba entre los vivos.
Era como si las ruinas de los edificios destruidos por las bombas y los obuses, aquel patio arado por la guerra, los montículos de tierra, los hierros retorcidos, el humo acre y húmedo, la llama amarilla, reptil, trepadora de los aisladores de aceite ardiendo representaran su vida, y lo que ésta de ahora en adelante le reservaba.
¿De veras era el mismo hombre que tiempo atrás se sentaba en una habitación iluminada y tomaba el desayuno antes del trabajo junto a su mujer que le miraba, atenta, dispuesta a servirle una porción más?
Sí, sólo le quedaba morir solo.
Y de repente la recordó de joven, con los ojos vivarachos y los brazos bronceados.
Bueno, pronto llegaría la hora, no tardaría demasiado…
Una tarde bajó lentamente, haciendo crujir los peldaños, al refugio de los Spiridónov. Stepán Fiódorovich miró la cara del viejo y dijo:
– ¿Se encuentra mal, Pável Andréyevich?
– Usted es joven todavía, Stepán Fiódorovich -respondió-, pero no es tan fuerte como yo. Puede encontrar un modo de consolarse. Yo, en cambio, soy fuerte: llegaré solo hasta el final.
Vera, que fregaba los platos, se volvió para mirarlo sin comprender enseguida el significado de sus palabras.
Andréyev, que no necesitaba la compasión ajena, cambió de conversación:
– Es hora de que se vaya, Vera. Aquí no hay hospitales, sólo tanques y aviones.
Ella rió y se encogió de hombros.
Stepán profirió, con visible enojo:
– Hasta los desconocidos que se la cruzan por la calle le dicen que ya es hora de que se traslade a la orilla izquierda. Ayer vino un miembro del Consejo Militar, nos hizo una visita aquí, en el refugio; miró a Vera sin decir nada, pero cuando se subió a su coche me puso como un trapo: «¿En qué está pensando? ¿Es usted padre, sí o no? Si quiere la pasaremos a la otra orilla en lancha blindada». ¿Qué puedo hacer yo? Ella no quiere, y punto.
Stepán Fiódorovich hablaba con la fluidez de alguien que se pasa día y noche discutiendo la misma cuestión. Andréyev no decía nada; miraba un zurcido familiar en la manga de su chaqueta ahora descosido.
– Pero ¿qué carta va a recibir aquí de Víktorov? -prosiguió Stepán Fiódorovich-. Si no hay servicio de correo. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? Y ni una sola noticia de la abuela, ni de Yevguenia, ni de Liudmila… No tenemos la menor idea de lo que ha pasado con Tolia y Seriozha.
Vera intervino:
– Pável Andréyevich sí que ha recibido una carta.
– Sí, una notificación de fallecimiento. -Stepán Fiódorovich se asustó de sus propias palabras y se puso a hablar irritado, señalando con la mano las paredes estrechas del refugio, la cortina que separaba la cama de Vera-: ¡Cómo puede vivir aquí una chica, una mujer! Todo el tiempo es un ir y venir de hombres, día y noche, obreros, guardias que se agolpan ahí, gritando, fumando.
– Tened piedad del bebé al menos -dijo Andréyev-, aquí morirá enseguida.
– ¿Qué pasará si irrumpen los alemanes? ¿Entonces, qué? -dijo Stepán Fiódorovich.
Vera no respondía. Estaba convencida de que un día Víktorov entraría por el pórtico en ruinas de la central. Le vería a lo lejos, en su mono de piloto, con sus botas de piel, el portaplanos en bandolera.
A veces salía a la calle para ver si había llegado. Los soldados que pasaban le gritaban desde los camiones:
– Eh, preciosa, ¿a quién esperas? ¡Ven con nosotros! Por un momento se alegraba y respondía:
– Vuestro camión no puede llevarme a donde yo voy.
Cuando los aviones soviéticos reconocían la zona, observaba las formaciones de los cazas que sobrevolaban bajo, por encima de la central, sintiendo que de un momento a otro reconocería a Víktorov.
Una vez el piloto de un caza hizo batir sus alas a modo de saludo. Vera lanzó un grito como un pajarillo desesperado; corrió, tropezó y cayó. Después, tuvo dolor de espalda durante varios días.
A finales de octubre vio un combate aéreo sobre la central eléctrica. No fue más que una refriega: los aviones soviéticos desaparecieron en una nube y los alemanes dieron media vuelta hacia el oeste. Pero Vera, inmóvil, miraba fijamente el cielo vacío. Sus ojos estaban llenos de una tensión tan desbordante que un mecánico que pasaba por el patio dijo:
– ¿Qué le pasa, camarada Spiridónova? ¿No estará herida?
Estaba convencida de que se encontraría con Víktorov justamente allí, en la central, pero el encuentro estaba condicionado por una especie de superstición: no podía decir nada a su padre, de lo contrario el destino se le volvería en contra. A veces la convicción de que en cualquier momento llegaría era tan absoluta que se ponía a cocinar pastelillos de patata y centeno, barría el suelo, cambiaba los muebles de sitio, sacaba brillo a los zapatos… A veces, sentada a la mesa con su padre, aguzaba el oído y exclamaba: