– Vershkov -llamó-, haz que lleven mi tanque al puesto de observación; hoy lo necesitaré.
– A sus órdenes -respondió Vershkov-, lo cargaré con sus cosas y las del comisario.
– No olvide el cacao -le advirtió Guétmanov,
Neudóbnov salió al zaguán con el capote echado sobre los hombros.
– Acaba de telefonear el teniente general Tolbujin. Quería saber sí el comandante del cuerpo había salido para ir al puesto de observación.
Nóvikov asintió y dio una palmada en la espalda al conductor.
– En marcha, Jaritónov.
Una vez en la carretera salieron del pueblo y dejaron atrás la última casa, giraron abruptamente a la derecha, luego a la izquierda, y después avanzaron en dirección oeste, adentrándose entre las blancas manchas de nieve y la maleza de la estepa.
Pasaron a lo largo de las cañadas donde estaban concentrados los tanques de la primera brigada.
De repente Nóvikov ordenó a Jaritónov: «Detente». Saltó del jeep y se acercó a los tanques que se perfilaban confusamente en la oscuridad.
Caminó sin dirigir la palabra a nadie, mirando fijamente las caras de los soldados. Tenía clavada en la mente la imagen de los jóvenes reclutas, todavía con los cabellos largos, que había visto hacía poco en la plaza del pueblo. No eran más que niños y en el mundo todo se confabulaba para enviarlos bajo el fuego: las instrucciones del Estado Mayor General, la orden del comandante del frente, la orden que él impartiría dentro de una hora a los comandantes de las brigadas, los discursos que habían escuchado de los instructores políticos, lo que habían leído en los poemas y en los artículos del periódico. ¡Al ataque, al ataque! Y en el oeste los hombres aguardaban para golpearles, despedazarlos, aplastarlos bajo las orugas de sus tanques.
«Va a celebrarse una boda», pensó. Si, pero una boda sin vino dulce, sin armónicas. «Amargo» [112], gritaría Nóvikov, y los novios de diecinueve años besarían sin esconderse y con respeto a las novias.
Nóvikov tenia la impresión de que caminaba entre sus hermanos, sus sobrinos, los hijos de los vecinos, y que miles de mujeres, jóvenes y viejas invisibles, estaban mirándoles.
Las madres rechazan el derecho de un hombre a enviar a la muerte a otro hombre durante la guerra. Pero también en la guerra se encuentran hombres que pertenecen a esta resistencia clandestina de las madres. Hombres que dicen: «Quédate aquí un momento. ¿Dónde quieres ir? ¿No oyes el fuego ahí fuera? Mi informe puede esperar. Pon el hervidor en el fuego». Hombres que dicen a sus superiores por teléfono: «A sus órdenes, haremos avanzar a una ametralladora», y después de colgar el auricular, dicen: «¿Para qué vamos a hacer que avance un ametrallador al tuntún? Me matarán a un buen hombre».
Nóvikov volvió al coche. Tenía una expresión severa y sombría, como si hubiera absorbido en él la oscuridad húmeda de aquel amanecer de noviembre. Cuando el jeep se puso en marcha, Guétmanov le lanzó una mirada comprensiva y le dijo:
– Sabes, Piotr Pávlovich, quiero decirte esto justamente hoy: te quiero, tengo confianza en ti.
10
Reinaba un silencio denso, indivisible, y en el mundo parecía que no existiera la estepa, ni la niebla, ni el Volga; sólo un perfecto silencio. Entre las nubes oscuras brilló veloz un relámpago, luego la niebla gris se volvió purpúrea y de repente los truenos invadieron cielo y tierra…
Los cañones cercanos y los lejanos unieron sus voces; el eco reforzaba su vínculo, amplificaba el polifónico entrelazamiento de voces que llenaba el gigantesco contenedor del espacio en el que se desplegaba la batalla.
Las casitas de adobe temblaban, trozos de arcilla se desprendían de las paredes y caían al suelo sin hacer ruido. En los pueblos de las estepas las puertas de las isbas comenzaron a abrirse y cerrarse por sí solas, mientras el ahora frágil hielo del lago se agrietaba.
Un zorro corría, meneando su pesada cola de abundante pelo sedoso, y la liebre en lugar de huir de él le seguía; en el aire se levantaban en vuelo, agitando las alas pesadas, aves rapaces nocturnas y diurnas, tal vez reunidas por primera vez… Los lirones soñolientos que salían de sus madrigueras parecían abuelos desgreñados escapando de una isba incendiada.
Probablemente en los puestos de combate la temperatura del húmedo aire matutino subió un grado a causa de las miles de ardientes piezas de artillería.
Desde el punto de observación de primera línea se distinguían con nitidez las explosiones de los obuses soviéticos, las espirales de oleoso humo amarillo y negro retorciéndose en el aire, las fuentes de tierra y nieve sucia, la blancura lechosa del fuego de acero.
La artillería enmudeció. Una nube de humo mezclaba con lentitud sus jirones deshidratados y ardientes con el húmedo frío de la estepa.
Enseguida el cielo se llenó de un nuevo sonido, estruendoso, amplio, tenso: los aviones soviéticos se dirigían hacia el oeste. Su zumbido, sus rugidos y bramidos hacían físicamente tangible la grandiosa profundidad dei ciego cáelo nebuloso. Los aviones de asalto blindados y los cazas volaban casi a ras de suelo, presionados contra la superficie por la capa baja de nubes, mientras en las nubes y por encima de ellas mugían con voz de bajo los invisibles bombarderos.
Los alemanes en el cielo sobre Brest-Litovsk, los rusos sobre la estepa del Volga…
Nóvikov no pensaba, no recordaba, no comparaba. Lo que sentía era más importante que los recuerdos, las comparaciones, los pensamientos.
Se hizo el silencio. Los hombres que aguardaban para dar la señal de ataque y los hombres dispuestos a abalanzarse sobre las posiciones rumanas al oír la señal fueron engullidos por el silencio.
En aquella calma parecida a un remoto mar sordo y mudo, en aquellos segundos se determinaba el rumbo de la historia. Qué belleza, qué felicidad poder participar en la batalla decisiva para el destino de tu patria. Qué sensación penosa y tremenda era levantarse de cuerpo entero ante la muerte, no esconderse ya de ella sino correr a su encuentro. Qué espantoso es morir joven. ¡Vivir, ganas de vivir! No existe en el mundo deseo más intenso que el de salvar una vida joven, una vida apenas vivida todavía. Ese deseo no vive en los pensamientos, es más fuerte que el pensamiento; existe en la respiración, en las aletas de la nariz, en los ojos, en los músculos, en la hemoglobina de la sangre que devora ávida el oxígeno. Es un deseo de tal magnitud que no se puede comparar con nada, cualquier medida es inadecuada. El miedo. El miedo antes del ataque…
Guétmanov emitió un suspiro hondo y jadeante; miró a Nóvikov, el teléfono de campaña, el radiotransmisor.
La cara del coronel le sorprendió: no era la cara del hombre que había conocido durante los últimos meses. Y sin embargo, lo había visto enfadado, preocupado, altivo, alegre, sombrío.
Las baterías rumanas que todavía no habían sido abatidas volvían a la vida una tras otra, disparando ráfagas de fuego desde la retaguardia hacia la línea del frente. Potentes cañones antiaéreos abrieron fuego contra objetivos terrestres.
– Piotr Pávlovich -pronunció Guétmanov profundamente emocionado-. ¡Es la hora! La suerte está echada.
A él, la necesidad de sacrificar a hombres por la causa siempre le había parecido natural, indiscutible, y no sólo en tiempo de guerra.
Pero Nóvikov ganaba tiempo: mandó que le pusieran en contacto con Lopatin, el comandante del regimiento de artillería pesada que había estado despejando el camino para sus tanques.
– Ten cuidado, Piotr Pávlovich -dijo Guétmanov, señalando su reloj-. Tolbujin te va a comer vivo.
Nóvikov se resistía a admitir ante sí mismo, y menos aún ante Guétmanov, aquel sentimiento vergonzoso y ridículo.
– Me preocupan los tanques -se justificó-. Perderemos un gran número. No tardaré más que unos minutos; los T-34 son máquinas tan espléndidas… Aplastaremos las baterías antiaéreas y antitanque, las tenemos ya en la palma de la mano.