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El chófer detuvo el coche cerca del cadáver de un caballo echado sobre el arcén y empezó a hurgar en el motor mientras Lenard observaba a unos hombres con barba larga, inquietos, que cortaban a golpes de machete la carne congelada. Un soldado se había metido ya entre las costillas del caballo y parecía un carpintero maniobrando entre los cabrios de un techo en construcción.

Al lado, en medio de las ruinas de una casa, ardía una hoguera y un perol negro reposaba sobre un trípode; a su alrededor había soldados con cascos, gorros, mantas, pañuelos, pertrechados con ametralladoras y granadas en los cinturones. El cocinero removía con una bayoneta el agua y los trozos de carne de caballo que salían a flote. Un soldado, sentado sobre el techo de un refugio, roía sin prisa un hueso que parecía una armónica increíble y gigantesca.

De improviso, el sol poniente iluminó el camino, la casa muerta. Las órbitas quemadas de las casas se llenaron de sangre helada; la nieve sucia del hollín de los combates, excavada por las garras de las minas, resplandeció como el oro; se iluminó también la caverna rojo oscuro de las entrañas del caballo muerto, y la ventisca de nieve en la carretera formó un torbellino de bronce.

La luz vespertina posee la propiedad de revelar la esencia de lo que está ocurriendo y de transformar las impresiones visuales en un cuadro, en historia, sentimiento, destino. Las manchas de barro y hollín, a la luz del sol poniente, hablaban con cientos de voces; con el corazón encogido uno comprendía la felicidad pasada, lo irreparable de las pérdidas, la amargura de los errores y el eterno encanto de la esperanza. Era una escena de la era de las cavernas. Los granaderos, la gloria de la nación, los constructores de la gran Alemania, habían sido expulsados del camino de la victoria.

Mientras miraba a aquellos hombres envueltos en trapos, Lenard entendió, con su instinto poético, que al extinguirse el crepúsculo desaparecían también las ilusiones.

En las profundidades de la vida había una fuerza ciega y obtusa.

¿Cómo era posible que la deslumbrante energía de Hitler, aliada con el poder amenazante de un pueblo que había impulsado las filosofías más avanzadas, hubiera acabado allí, en las orillas silenciosas del Volga congelado, en las ruinas, en la nieve sucia, en las ventanas inundadas del crepúsculo sangriento, en la humildad de los seres que contemplaban las volutas de humo alzándose sobre un perol de carne de caballo…?

33

En el cuartel general de Paulus, situado en el sótano de unos grandes almacenes incendiados, todo se desarrollaba según el orden establecido: los jefes ocupaban sus despachos, los oficiales de guardia redactaban informes sobre cualquier cambio de situación y sobre las acciones llevadas a cabo por los enemigos.

Los teléfonos sonaban, las máquinas de escribir crepitaban y, detrás de la puerta de contrachapado, se oía la risa de bajo del general Schenk, el jefe de la segunda sección del Estado Mayor. Sobre las baldosas de piedra rechinaban las rápidas botas de los ayudantes de campo. Cuando pasaba el comandante de las unidades blindadas de camino a su despacho, haciendo brillar su monóculo, en el pasillo perduraba la estela del perfume francés, que se mezclaba a ratos con el olor a humedad, a tabaco y a betún negro. Cuando por los estrechos pasillos de las oficinas subterráneas pasaba el comandante enfundado en su largo capote con cuello de piel enmudecían de inmediato las voces y el tecleo de las máquinas, y decenas de ojos observaban su cara pensativa de nariz aguileña. Paulus continuaba con los mismos hábitos: empleaba el mismo tiempo después de las comidas para fumarse un cigarrillo y conversar con el jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt. Con la misma arrogancia plebeya, infringiendo las leyes y el reglamento, el suboficial radiotelegrafista pasaba por delante del coronel Adam, que bajaba los ojos, para irrumpir en el despacho de Paulus y extenderle un telegrama de Hitler con la nota: «Entregar en mano».

Pero esta continuidad sólo era aparente: en realidad, desde el día del cerco se habían producido numerosos cambios en la vida del Estado Mayor.

Estos cambios se percibían en el color del café que bebían, en las líneas de comunicación que se extendían hacia el oeste, hacia los nuevos sectores del frente; en las nuevas normas sobre el consumo de municiones, en el atroz espectáculo cotidiano de los aviones de carga Junkers que caían desintegrados cuando trataban de forzar el bloqueo aéreo. Un nuevo nombre, que eclipsaba a todos los demás, estaba en boca de todo el mundo: Manstein.

No tiene sentido enumerar todos estos cambios; son bastante obvios. Los que antes comían hasta la saciedad, ahora estaban constantemente hambrientos; las caras de los famélicos se habían vuelto de un color terroso. Los oficiales del Estado Mayor alemán habían cambiado también interiormente: los orgullosos y arrogantes se apaciguaron, los fanfarrones dejaron de jactarse, los optimistas empezaron a criticar al propio Führer y a dudar de la justicia de su política.

Cambios particulares tomaban forma en la mente y los corazones de los alemanes, hasta entonces embrujados y fascinados por el poder inhumano del Estado nacional. Esos cambios tenían lugar en el subsuelo de la vida humana y por ese motivo los soldados ni siquiera se daban cuenta.

Era difícil advertir ese proceso, del mismo modo que es difícil percibir el trabajo del tiempo. Los tormentos del hambre, los miedos nocturnos, la sensación de la desgracia que se avecinaba comenzaron a liberar, lenta y gradualmente, la libertad en los hombres; éstos se humanizaban y en ellos triunfaba la vida sobre la negación de la vida.

Los días de diciembre se acortaban, y las gélidas noches de diecisiete horas eran cada vez más largas. Cada vez se estrechaba más el cerco, cada vez se volvía más cruel el fuego de los cañones y de las ametralladoras soviéticas…Ay, qué implacable era el frío de las estepas rusas, insoportable incluso para los rusos, a pesar de las pellizas, las botas de fieltro y la costumbre.

Sobre sus cabezas se abría un terrible abismo helado que respiraba una cólera indómita: un cielo duro y gélido, como escarcha de estaño, salpicado de estrellas heladas y secas.

¿Quién, entre los moribundos y condenados a muerte, podía intuir que, para decenas de millones de alemanes, aquéllas eran las primeras horas del regreso a una vida humana después de una década de inhumanidad total?

34

Lenard se acercó al cuartel general del 6° Ejército y entrevió, a la luz del crepúsculo, la cara gris del centinela que estaba allí apostado, solitario, y el corazón le palpitó con fuerza. Mientras caminaba a lo largo del pasillo subterráneo del cuartel general todo lo que vio le colmó de amor y tristeza.

Leía en las puertas las placas escritas con caracteres góticos: «2ª sección», «Ayudantes de campo», «General Koch», «Mayor Traurig»; oía el tecleo de las máquinas de escribir, le llegaba el sonido de las voces. Sintió el vínculo filial, fraternal, con sus compañeros de armas, sus camaradas de Partido, sus colegas de las SS. Los había visto a la luz del ocaso: era la vida que se desvanecía.

Mientras se acercaba al despacho de Halb, no sabía cuál sería el tema de la conversación, ni si el Obersturmbannführer de las SS compartiría con él sus inquietudes.

Como a menudo sucede entre personas que se conocen bien por el trabajo desempeñado en el seno del Partido en tiempo de paz, no daban importancia a la diferencia de rangos militares, y se relacionaban con la sencillez de unos camaradas. En sus encuentros con frecuencia se mezclaba la charla despreocupada con la discusión de asuntos serios.

Lenard tenía el don de alumbrar la esencia de un asunto complejo con pocas palabras, las cuales a menudo realizaban un largo viaje a través de diferentes informes hasta llegar a los más altos despachos de Berlín.

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