Le parecía que deseaba abrazarla sólo por compasión, pero ¿acaso la compasión hace zumbar los oídos y pulsar la sangre en las sienes?
El Estado Mayor no respondió de inmediato.
Grékov se estiró hasta sentir crujir dulcemente los huesos, emitió un jadeante respiro mientras pensaba: «Está bien, está bien, queda toda la noche por delante», y preguntó con dulzura:
– ¿Cómo está el gatito que trajo Klímov? ¿Está mejor? ¿Ha recobrado fuerzas?
– ¿Y cómo iba a coger fuerzas? -respondió la radiotelegrafista.
Cuando Katia se acordaba de la mujer y el niño gitanos en la hoguera, le empezaban a temblar los dedos y miraba a Grékov con el rabillo del ojo para ver si se había dado cuenta.
Ayer mismo le había parecido que nadie le hablaría en la casa 6/1, pero hoy, mientras comía las gachas, había pasado por su lado el chico barbudo con un subfusil en la mano y le había gritado como a una vieja amiga:
– Katia, ¡un poco más de energía! -Y, con un golpe preciso, le mostró cómo debía hundir la cuchara en la escudilla.
Volvió a ver al chico que el día antes leía poesía mientras él mismo trasladaba unos obuses con una lona impermeable. Más tarde se giró y lo vio de pie frente a un perol lleno de agua; había sentido cómo posaba su mirada sobre ella y justo por eso se había girado, pero él había desviado la mirada a tiempo.
Ahora Vera ya imaginaba quién le enseñaría mañana sus cartas y fotografías, quién daría suspiros y la miraría en silencio, quién le traería regalitos -una cantimplora medio llena de agua, algunos mendrugos de pan blanco-, quién le confesaría que ya no creía en el amor de las mujeres y que no se volvería a enamorar. Por lo que respecta al soldado de infantería barbudo, seguro que intentaba ponerle las manos encima.
Al fin el Estado Mayor respondió, y Katia comenzó a transmitir la respuesta a Grékov: «Le ordeno que dé un informe detallado cada día a las doce horas en punto…».
De pronto Grékov le dio un golpe en la mano haciéndole retirar la palma del conmutador. Ella gritó asustada.
Grékov sonrió y dijo:
– Un fragmento de obús ha dejado fuera de servicio el radiotransmisor, restableceremos el contacto cuando convenga a Grékov.
La chica lo miró, confusa.
– Perdóname, Katiusha -dijo Grékov y le cogió la mano.
60
Al despuntar el alba, el regimiento de Beriozkin comunicó al puesto de mando de la división que los hombres de la casa 6/1 habían abierto un paso subterráneo que la conectaba con un túnel de hormigón de la fábrica de tractores, y de hecho algunos soldados ya se encontraban en el taller de la fábrica. El oficial de guardia de la división transmitió la información al Estado Mayor del ejército, que a su vez informó al general Krilov, y Krilov ordenó que le trajeran a uno de esos hombres de la fábrica para interrogarlo. El oficial de enlace condujo al cuartel general del ejército al joven que había escogido el oficial de servicio del puesto de mando. Avanzaron por un desfiladero que llevaba a la orilla, y durante el trayecto el chico le daba vueltas a la cabeza, hacía preguntas, se mostraba inquieto.
– Tengo que volver a la casa. Tenía instrucciones de efectuar un reconocimiento del túnel para ver cómo podemos evacuar a los heridos.
– No te preocupes por eso -respondió el oficial-. Vas a ver a un comandante superior al tuyo; harás lo que él te ordene.
De camino, el chico contó al oficial que llevaban más de dos semanas en la casa 6/1 y que durante ese tiempo se habían alimentado de las patatas que habían encontrado en el sótano y bebido el agua del circuito de calefacción central, y hasta tal punto se las habían hecho pasar moradas a los alemanes, que éstos les habían enviado a un negociador ofreciéndoles dejarles salir del cerco hasta la fábrica, pero que obviamente el comandante -el chico lo llamaba el «gerente de la casa»- había respondido con la orden de abrir fuego. Cuando alcanzaron el Volga, el chico se tumbó y empezó a beber agua y, una vez que se hubo saciado, sacudió cuidadosamente con la palma de la mano las gotas de agua que se le habían quedado adheridas a la chaqueta y las lamió como hace un hambriento con unas migajas de pan. Le contó que el agua del circuito de la calefacción central estaba podrida y que durante los primeros días todos habían padecido trastornos intestinales, pero que luego el gerente había ordenado que se hirviera el agua y los síntomas desaparecieron. Luego caminaron en silencio. El chico prestaba atención a los bombarderos nocturnos, miraba el cielo coloreado por las bengalas rojas y verdes, surcado por las trayectorias de las balas trazadoras y los proyectiles. Vio las llamas moribundas de los incendios de la ciudad que todavía no se habían extinguido, los blancos fogonazos de los cañones, las explosiones azules de las bombas contra el Volga y continuó aminorando el paso hasta que el oficial le gritó:
– ¡Vamos, un poco más de brío!
Caminaban entre las rocas de la orilla; los proyectiles silbaban por encima de sus cabezas, los centinelas los llamaban. Luego subieron por un sendero a lo largo de la ladera, entre los refugios encajados en la montaña de arcilla, ahora subían los escalones de tierra, ahora golpeaban con los tacones contra las tablas de madera. Por fin llegaron a un pasaje cubierto de alambre de espino: el cuartel general del 62° Ejército. El oficial de enlace se ajustó el cinturón y entró por una trinchera de comunicación que conducía a los refugios del Consejo Militar, que se distinguían por el grosor de sus troncos.
El centinela fue a buscar al ayudante de campo y por un instante brilló suavemente, a través de la puerta entreabierta, la luz de la lámpara eléctrica de mesa cubierta por una pantalla.
El ayudante de campo los iluminó con una linterna, preguntó el nombre del chico y les ordenó que aguardaran.
– Pero ¿cómo regresaré a la casa? -preguntó el muchacho.
– No te preocupes, todos los caminos conducen a Kiev -respondió el ayudante de campo.
Luego añadió con severidad:
– Entra. Si te mata un disparo de mortero seré yo quien tenga que responder ante el general.
El chico se sentó en la tierra cálida y oscura de la entrada, se inclinó contra la pared y se quedó dormido.
Una mano lo sacudió violentamente y en la confusión del sueño, donde se mezclaban los gritos atroces de los últimos días de combate y el susurro apacible de su propia casa -una casa que ya no existía-, irrumpió una voz enojada:
– Sháposhnikov, el general le espera. Dese prisa…
61
Seriozha Sháposhnikov pasó dos días enteros en el búnker de la sección de defensa del Estado Mayor. La vida en aquel cuartel general le atormentaba. Parecía que aquella gente se entretuviera, de la mañana a la noche, en no hacer nada. Le vino a la cabeza un día en que, en compañía de su abuela, había esperado durante ocho horas un tren que partía de Rostov en dirección a Sochi, y pensó que la espera de ahora se parecía a la de entonces, cuando aguardaba en una estación antes de la guerra. Luego sonrió ante lo absurdo de comparar la casa 6/1 con un balneario de Sochi. Pidió al comandante del Estado Mayor que le dejara marcharse, pero éste prorrogó su estancia, puesto que no había recibido instrucciones explícitas por parte del general. Éste, después de haber llamado a Sháposhnikov, le había hecho un par de preguntas; luego el interrogatorio se había interrumpido por una llamada telefónica. El comandante del Estado Mayor había decidido no liberar al chico por el momento: tal vez el general se acordara de él.
Al entrar en el búnker, el comandante interceptaba la mirada de Sháposhnikov y le decía:
– No te preocupes. No me he olvidado.
A veces los ojos suplicantes del soldado le irritaban y entonces decía:
– ¿Qué es lo que no te gusta de aquí, eh? Te damos de comer de primera y además estás caliente. Tendrás tiempo más que suficiente para que te maten.