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Le hubiera gustado mucho pasar por su despacho, aunque sólo fuera unos minutos, pero eso habría estado fuera de lugar: Batrov mantenía una reunión con varios responsables de diferentes talleres. La amargura acrecentaba en él el deseo de beber y no dejaba de sacudir la cabeza: «Vamos a llegar tarde, vamos a llegar tarde».

Había algo agradable en esa espera de Natasha, en ese temor a llegar tarde, pero no lograba comprender el motivo. No se daba cuenta de que se debía a que le recordaba otras ocasiones antes de la guerra, cuando su mujer y él se preparaban para ir al teatro, y él miraba el reloj y repetía desolado: «Vamos a llegar tarde».

Aquel día habría querido oír hablar bien de él, y ese deseo le hacía aún más desgraciado.

– ¿Por qué deberían compadecerse de mí? Soy un desertor y un cobarde. Aún tendré la desfachatez de exigir que me den una medalla por haber participado en la defensa.

– Venga, vamos a comer -dijo Aleksandra Vladímirovna, al ver que Stepán Fiódorovich estaba fuera de sí.

Vera trajo la olla de sopa y Spiridónov sacó la botella de vodka. Aleksandra Vladímirovna y Vera declinaron beber.

– Bueno, beberemos sólo los hombres -dijo Spiridónov, y añadió-: Pero tal vez deberíamos esperar a Natasha.

En ese preciso instante Natasha apareció por la puerta con una cesta y se puso a colocar las empanadas sobre la mesa.

Stepán Fiódorovich sirvió dos grandes vasos para Andréyev y él, y uno medio lleno para Natasha.

– El verano pasado estuvimos en casa de Aleksandra Vladímirovna, en la calle Gógol, comiendo empanadas.

– Bueno, estoy segura de que éstas serán igual de buenas que las del año pasado -dijo Aleksandra Vladímirovna.

– Cuántos éramos aquel día alrededor de la mesa, mientras que ahora sólo quedamos usted, la abuela, papá y yo -dijo Vera.

– Hemos aplastado a los alemanes en Stalingrado -dijo Andréyev.

– ¡Una gran victoria! Pero hemos pagado un precio muy alto por ello -observó Aleksandra Vladímirovna, y añadió-: Tomad más sopa, durante el viaje sólo comeremos fiambre, pasarán días antes de que volvamos a comer caliente.

– Sí, el viaje será duro -intervino Andréyev-, Y subirse al tren no será nada fácil. Es un tren procedente del Cáucaso y estará abarrotado de soldados que van camino a Balashov. En cambio llevarán pan blanco.

– Los alemanes se cernían amenazantes como un nubarrón -dijo Stepán Fiódorovich-. ¿Dónde está ahora ese nubarrón? La Rusia soviética ha vencido.

Pensó en el rugido de los tanques alemanes que hasta hace poco se oía en la central eléctrica, pero ahora esos tanques estaban a cientos de kilómetros de distancia, en Belgorod, Chugúyev, Kubán.

Y de nuevo se puso a hablar de la herida que le escocía de manera insoportable:

– Muy bien, admitamos que soy un desertor. Pero ¿quién ha dictado la sentencia contra mí? Exijo que me juzguen los combatientes de Stalingrado. Estoy dispuesto a declararme culpable ante ellos.

– A su lado, Pável Afldréyevich -dijo Vera-, aquel día estaba sentado Mostovskói.

Pero Stepán Fiódorovich interrumpió la conversación. Aquel día el dolor le atenazaba. Se volvió a su hija y dijo:

– He llamado al primer secretario del obkom para despedirme. A fin de cuentas soy el único director que permaneció en la orilla derecha durante toda la batalla, pero su adjunto, Barulin, me ha dicho: «El camarada Priajin no puede hablar con usted. Está ocupado». Y si está ocupado está ocupado.

Vera, como si no le hubiera oído, dijo:

– Y al lado de Seriozha había un teniente, un amigo de Tolia. ¿Quién sabe dónde estará ahora, ese teniente?

Le habría gustado que alguien le hubiera respondido:

«¿Dónde va a estar? Probablemente esté sano y salvo, en el frente».

Esas palabras, aunque ligeramente, habrían mitigado su pena.

Pero Stepán Fiódorovich le interrumpió de nuevo:

– Le he dicho: «Me voy hoy. Lo sabe muy bien». Y va y me responde: «En ese caso, diríjase a él por escrito». Muy bien, que se vaya al diablo. ¡Venga, bebamos otro vaso! Es la última vez que nos sentamos alrededor de esta mesa.

Levantó su vaso en dirección a Andréyev.

– Pável Andréyevich, no guarde mal recuerdo de mí.

– Pero qué dice, Stepán Fiódorovich. La clase obrera está con usted -dijo Andréyev.

Spiridónov bebió, se quedó callado un instante, como si hubiera sacado la cabeza del agua, y comenzó a comer la sopa.

Se hizo el silencio, sólo se oía el ruido que hacía Stepán Fiódorovich comiendo la empanada y el tintineo de la cuchara contra el plato.

En aquel instante el pequeño Mitia se puso a llorar y Vera se levantó de la mesa para tomarlo en brazos.

– Coma empanada, Aleksandra Vladímirovna -susurró Natasha, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.

– Claro que sí -la tranquilizó ésta. Stepán Fiódorovich, con la solemnidad de un borracho, presa de una alegre excitación, anunció:

– Natasha, permítame que le diga una cosa delante de todos. Usted no tiene nada que hacer aquí; vuelva a Lenínsk, vaya a buscar a su hijo y reúnase con nosotros en los Urales. Estaremos juntos, juntos será más fácil.

Deseaba mirarla a los ojos, pero ella bajó la cabeza y él no pudo ver más que su frente, sus bellas cejas morenas. -Y usted también, Pável Andréyevich, venga con nosotros. Juntos será más fácil.

– ¿Dónde quiere que vaya? -dijo Andréyev-, ¿Cómo quiere que a mi edad empiece una nueva vida?

Stepán Fiódorovich se volvió hacia Vera; estaba de pie al lado de la mesa con Mitia en los brazos, y lloraba.

Y por primera vez aquel día vio las paredes que estaba a punto de abandonar. De repente todo dejó de tener importancia: el dolor que le consumía, perder el trabajo que tanto amaba, la pérdida de estatus, la vergüenza y el rencor que le hacían perder el juicio y le impedían compartir la alegría de la victoria.

Y entonces, la vieja mujer que estaba sentada a su lado, la madre de la mujer a la que había amado y que había perdido para siempre, le besó en la frente y le dijo:

– No importa, mi querido Stepán, no importa. Es la vida.

63

Durante toda la noche hizo un calor sofocante en la isba, por la estufa encendida la tarde anterior.

La inquilina y su marido, un militar herido que había llegado de permiso la víspera, después de recibir el alta en el hospital, estuvieron despiertos casi hasta la mañana. Hablaban en voz baja para no despertar a la vieja casera y a la hija de ambos, que dormía sobre un baúl.

La vieja intentaba conciliar el sueño, pero sin éxito.

Le irritaba que la mujer susurrara para hablar con su marido. Le molestaba porque, sin querer, aguzaba el oído y trataba de unir las palabras sueltas que llegaban hasta ella. Si hubieran hablado en voz alta habría escuchado un rato, pero luego se habría dormido. Sintió incluso el deseo de golpear contra la pared y decir: «Pero ¿qué estáis cuchicheando? ¿Creéis que lo que estáis diciendo es muy interesante?

De vez en cuando la vieja cazaba algunas frases sueltas, luego el susurro se hacía de nuevo incomprensible.

El militar dijo:

– Vengo directamente del hospital, ni siquiera he podido traerte bombones. ¡Si hubiera estado en el frente habría sido otra historia!

– Y yo -respondió la mujer- todo lo que tengo para ofrecerte son patatas fritas en aceite.

El murmullo se volvió de nuevo indescifrable, no lograba entender nada y al final, le pareció oír llorar a la mujer.

Luego la vieja oyó que ella decía: -Es mi amor lo que te ha salvado. «Rompecorazones», pensó la vieja. La vieja se adormeció unos minutos, y debió de haberse puesto a roncar, porque las voces se habían vuelto más fuertes.

Se despertó, se puso a escuchar y entendió: -Pivovárov me escribió al hospital. Hace poco que me nombraron teniente coronel y enseguida quieren ascenderme a coronel. Ha sido el propio comandante general del ejército el que me ha propuesto. De hecho fue él quien me puso al mando de una división. Y me han dado la Orden de Lenin. ¡Y todo por aquel día en que quedé enterrado bajo tierra! Cuando perdí todo contacto con los batallones y lo único que hice fue ponerme a cantar, como un loro. Me siento como un impostor. No te imaginas lo avergonzado que estoy.

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