– Al menos desabróchate el cuello -le dijo, pero Nadia le dio la espalda y gritó en dirección a la cocina:
– ¡Mamá, me muero de hambre!
Liudmila Nikoláyevna desplegó una energía tan extraordinaria aquel día que Shtrum pensó que, si hubieran dispuesto de semejante fuerza en el frente, los alemanes habrían retrocedido cien kilómetros más desde Moscú.
El fontanero encendió la calefacción; las tuberías se hallaban en buen estado, aunque, a decir verdad, apenas calentaban. Llamar al hombre del gas no fue tarea fácil. Liudmila Nikoláyevna logró hablar por teléfono con el director de la red de gas, que envió a un empleado del servicio de reparaciones. Liudmila Nikoláyevna encendió todos los quemadores, colocó encima las planchas y, aunque la llama era débil, pudieron quitarse los abrigos. Después de los servicios del conductor, el fontanero y el hombre del gas, la bolsa del pan se había aligerado considerablemente.
Hasta bien entrada la noche, Liudmila Nikoláyevna se ocupó de las tareas domésticas. Envolvió la escoba con un trapo y quitó el polvo del techo y las paredes. Limpió la araña, sacó las flores secas a la escalera de servicio, reunió un montón de cachivaches, papeles viejos y trapos; Nadia, refunfuñando, tuvo que bajar tres veces el cubo de la basura.
Liudmila Nikoláyevna lavó toda la vajilla de la cocina y el comedor, y Víktor Pávlovich, bajo sus órdenes, secó los platos, los tenedores y los cuchillos, pero su mujer no le confió el servicio de té. Se puso a hacer la colada en el lavabo, desheló la mantequilla sobre el fuego y seleccionó las patatas que habían traído de Kazán.
Shtrum llamó por teléfono a Sokolov y respondió María Ivánovna.
– He mandado a Piotr Lavréntievich a la cama; estaba cansado del viaje, pero si se trata de un asunto urgente, lo despierto.
– No, no, sólo quería charlar con él -explicó Shtrum.
– Estoy tan contenta -dijo Maria Ivánovna-. Sólo tengo ganas de llorar.
– Venga a vernos -le propuso Shtrum-. ¿Quiere visitarnos esta noche?
– Ni hablar; hoy, imposible -dijo riendo Maria Ivánovna-. ¡Con todo el trabajo que tenemos Liudmila y yo!
Maria le preguntó sobre el racionamiento de la electricidad, las cañerías del agua, y Víktor, inesperadamente brusco, la interrumpió:
– Ahora llamo a Liudmila; ella continuará con usted esta conversación sobre tuberías.
Y enseguida añadió en tono jocoso:
– ¡Qué pena tan grande que no pueda venir! Habríamos leído el poema de Flaubert Max y Maurice.
Pero ella no respondió a la broma.
– La llamaré más tarde -replicó-. Con todo el trabajo que me está dando una sola habitación, me imagino lo que será para Liudmila.
Shtrum comprendió que la había ofendido con su tono grosero. Y de repente deseó estar en Kazán. ¡Qué extraño es el ser humano!
Después Shtrum intentó llamar a los Postóyev, pero su teléfono parecía estar cortado.
Telefoneó a su colega, el doctor en ciencias Gurévich, pero los vecinos le dijeron que se había ido con su hermana a Sokólniki.
Llamó a Chepizhin, pero nadie contestó. De repente sonó el teléfono y una voz de chico preguntó por Nadia, que en ese momento estaba haciendo su enésimo viaje con el cubo de basura.
– ¿De parte de quién? -preguntó Shtrum, severo.
– No tiene importancia, un conocido.
– Vitia, ya has hablado demasiado por teléfono, ayúdame a mover el armario -le llamó Liudmila Nikoláyevna.
– ¿Con quién quieres que hable? Nadie me necesita en Moscú -dijo Shtrum-. Si al menos me dieras algo que llevarme al estómago… Sokolov se ha llenado la panza y se ha ido a dormir ya.
Daba la impresión de que Liudmila sólo había aportado más desorden a la casa: había pilas de ropa por doquier, platos fuera de las estanterías amontonados en el suelo; cacerolas, tinas y sacos impedían el paso por las habitaciones y el pasillo.
Shtrum pensaba que Liudmila tardaría un tiempo en entrar en la habitación de Tolia, pero estaba equivocado. Con los ojos inquietos y las mejillas sonrosadas, Liudmila le dijo:
– Vitia, Víktor, deja el jarrón chino en la habitación de Tolia, sobre la estantería. Lo he lavado.
El teléfono volvió a sonar. Oyó a Nadia responder:
– ¡Hola! No, no había salido. Mi madre me mandó bajar la basura.
Pero Liudmila Nikoláyevna le apremiaba:
– Échame una mano, Vitia, no te duermas, hay mucho que hacer.
¡Qué poderoso instinto anida en el alma femenina!
¡Qué instinto más fuerte y sencillo!
Por la noche el caos había sido vencido, las habitaciones estaban caldeadas y habían comenzado a mostrar el aspecto que tenían antes de la guerra.
Cenaron en la cocina. Liudmila Nikoláyevna horneó algunas tortas secas y cocinó albóndigas de mijo con las gachas preparadas por la tarde.
– ¿Quién te ha llamado? -preguntó Shtrum a su hija.
– Bueno, un chico -respondió Nadia, y se echó a reír-.
Hace cuatro días que me estaba llamando y hoy por fin me ha encontrado.
– ¿Le escribías o qué? ¿Le has avisado de que llegábamos? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.
Nadia, irritada, arrugó la frente y se encogió de hombros.
– Yo estaría contento incluso si me telefoneara un perro -dijo Shtrum.
Durante la noche Víktor Pávlovich se despertó. Liudmila, en camisón, estaba ante la puerta abierta de la habitación de Tolia y decía:
– Ya ves, Tólenka, he tenido tiempo de arreglar también tu habitación, y al verla, nadie pensaría que ha habido una guerra, mi querido niño…
26
A su regreso de la evacuación, los científicos se reunieron en una de las salas de la Academia de las Ciencias. Todos aquellos hombres, viejos y jóvenes, pálidos, calvos, de ojos grandes o pequeños y penetrantes, de frente alta o baja, al reunirse, percibían una de las formas más elevadas de poesía que existe, la poesía de la prosa.
Sábanas húmedas y páginas enmohecidas de libros abandonados durante demasiado tiempo en habitaciones sin caldear, clases impartidas con el abrigo puesto y el cuello subido, fórmulas escritas con los dedos rojos y congela, dos, ensalada moscovita hecha a base de patatas viscosas y algunas hojas de col rotas, los empujones por los cupones de comida, el pensamiento tedioso de las listas en las que había que inscribirse para obtener pescado salado una ración suplementaria de aceite… Todo aquello de repente perdió importancia. Los conocidos, al encontrarse se profesaban ruidosas muestras de afecto.
Shtrum vio a Chepizhin en compañía del académico Shishakov.
– ¡Dmitri Petróvichi ¡Dmitri Petróvich! -repitió Shtrum, mirando aquella cara que le era tan querida.
Chepizhin lo abrazó.
– ¿Le escriben sus chicos desde el frente? -preguntó Shtrum.
– Sí, sí, están bien.
Y por la manera en que Chepizhin frunció el ceño, sin sonreír, Shtrum entendió que estaba al corriente de la muerte de Tolia.
– Víktor Pávlovich -dijo-. Transmita a su mujer mis más profundos respetos. Los míos y los de Nadiezhda Fiódorovna.
Y enseguida añadió:
– He leído su trabajo, es muy interesante, es un trabajo importante, mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. ¿Comprende?, más interesante de lo que actualmente podamos imaginarnos.
Y besó a Shtrum en la frente.
– Pero qué dice; tonterías, tonterías -rebatió Shtrum, sintiéndose confuso y feliz al mismo tiempo.
Mientras se dirigía a la reunión, le asaltaban los pensamientos más variados: ¿quién habría leído su trabajo? ¿Qué habrían dicho de él? ¿Y si nadie lo había leído?
Añora, tras las palabras de Chepizhin, le invadió la certeza de que sólo se hablaría de él y de su descubrimiento.
Shishakov estaba allí al lado, y Shtrum tenía ganas de contarle a su amigo infinidad de cosas que no pueden decirse en presencia de un extraño, especialmente en presencia de Shishakov.
Cuando Shtrum miraba a Shishakov, a menudo le venía a la cabeza la graciosa definición de Gleb Uspenski: «Un búfalo piramidal».