La cara cuadrada y carnosa de Shishakov, su boca arrogante e igualmente carnosa, sus dedos rechonchos con las uñas pulidas, sus cabellos de erizo color gris plata, sus trajes siempre bien cortados: todo aquello apabullaba a Shtrum. Cada vez que se encontraba con él se descubría pensando: «¿Me reconocerá?», «¿Me saludará?». Y furioso consigo mismo, se alegraba cuando Shishakov pronunciaba despacio, con sus labios carnosos, palabras que tenían algo bovino, pulposo.
– ¡Un toro altivo! -había dicho Shtrum a Sokolov una vez, refiriéndose a Shishakov-. Me hace sentir tan intimidado como un judío de shtetl en presencia de un coronel de caballería.
– Y pensar -proseguía Sokolov- que es conocido en todas partes por no haber reconocido un positrón en una fotografía.
¡Todos los estudiantes de doctorado están al corriente del error del académico Shishakov!
Sokolov muy raramente hablaba mal de la gente, en parte por prudencia, en parte por un sentido religioso que le prohibía juzgar al prójimo. Pero Shishakov le causaba a Sokolov una irritación irrefrenable, y Piotr Lavréntievich a menudo lo criticaba, se mofaba de él. No podía contenerse.
Se pusieron a hablar de la guerra.
– El avance alemán ha sido frenado en el Volga -dijo Chepizhin-. Ahí está la fuerza del Volga. ¡Agua viva, una fuerza viva!
– Stalingrado, Stalingrado -dijo Shishakov-, El triunfo de nuestra estrategia y la determinación de nuestro pueblo.
– Alekséi Alekséyevich, ¿está enterado de la última obra de Víktor Pávlovich? -le preguntó Chepizhin de repente.
– He oído hablar de ella, por supuesto, pero todavía no la he leído.
La cara de Shishakov no dejaba entrever qué era lo que había oído decir exactamente de la obra de Shtrum.
Shtrum miró largo rato a los ojos de Chepizhin. Quería que su viejo amigo y maestro comprendiera todo por lo que había pasado, que adivinara sus privaciones y sus dudas. Pero los ojos de Shtrum también descubrieron tristeza, los pensamientos lúgubres y el cansancio senil de Chepizhin.
Sokolov se les acercó y mientras Chepizhin le estrechaba la mano, el académico Shishakov deslizó su mirada despectiva sobre la vieja chaqueta de Piotr Lavréntievich. En cambio, cuando Postóyev se unió a ellos, Shishakov sonrió satisfecho con toda la carne de su gruesa cara y exclamó:
– ¡Buenos días, buenos días, amigo! He aquí alguien a quien me alegro de ver.
Intercambiaron información sobre sus respectivas mujeres, hijos, dachas, estado de salud, como grandes, grandísimos señores.
Shtrum susurró a Sokolov:
– ¿Qué tal se han instalado? ¿Su casa está caldeada?
– De momento no estamos mejor que en Kazán. Masha ha insistido en que le saludara de su parte. Lo más probable es que mañana pase a visitarles.
– Estupendo -dijo Shtrum-. Comenzábamos a echarla de menos, acostumbrados como estábamos en Kazán a verla cada día.
– Ya, cada día-repitió Sokolov-. Para mí que Masha iba a verles al menos tres veces al día. Llegué a proponerle que se fuera a vivir con ustedes.
Shtrum se echó a reír y pensó que su risa no sonaba del todo espontánea. El académico Leóntiev, un matemático narigudo, con un imponente cráneo calvo y unas gafas enormes de montura amarilla, entró en la sala. Una vez, cuando Shtrum y él vivían en Gaspra, habían ido juntos a Yalta.
Habían bebido mucho vino en una tienda; luego habían entrado tambaleándose en la cantina de Gaspra y entonado una canción indecente, que alarmó al personal y provocó las risas de los veraneantes. Al ver a Shtrum, Leóntiev sonrió. Víktor bajó ligeramente la mirada, esperando a que Leóntiev le dijera algo acerca de su trabajo.
Pero al académico, en cambio, le vinieron a la cabeza sus aventuras en Gaspra; hizo un gesto con la mano y gritó:
– Bueno, Víktor Pávlovich, ¿qué tal si cantáramos un poco?
Entró un joven con el pelo oscuro que llevaba puesto un traje negro, y Shtrum se dio cuenta de que el académico Shishakov se precipitaba a saludarlo.
Al joven también se le acercó Suslakov, encargado de asuntos importantes a la par que misteriosos en el presídium de la Academia: se sabía que su ayuda era más útil que la del presidente para poder trasladar a un doctor en ciencias de Alma-Ata a Kazán o para obtener un apartamento. Era un hombre de rostro cansado, de esos que trabajan por la noche, con las mejillas ajadas de color ceniza; pero todo el mundo necesitaba de su apoyo.
Todos se habían acostumbrado a que Suslakov fumara Palmira durante las asambleas, mientras que los académicos fumaban tabaco ordinario, y que al salir de la Academia no fueran las celebridades las que se ofrecieran a llevarle en su automóvil sino que fuera él quien, encaminándose a su ZIS, invitara a las celebridades con un «Venga, que le doy un paseo».
Ahora Shtrum, observando la conversación entre Suslakov y el joven de pelo oscuro, se daba cuenta de que este último no le estaba pidiendo ningún favor: por elegante que sea la manera de pedir siempre se puede adivinar quién está pidiendo a quién; aun al contrario, el joven parecía estar deseando que la conversación acabara lo antes posible. El joven saludó a Chepizhin con un respeto reverencial, pero ese respeto estaba teñido de un desprecio imperceptible, y sin embargo, al mismo tiempo, perfectamente palpable.
– A propósito, ¿quién es ese joven con aires de gran señor? -preguntó Shtrum.
Postóyev le respondió a media voz:
– Trabaja desde hace poco en la sección científica del Comité Central.
– ¿Sabe? -dijo Shtrum-, tengo una sensación asombrosa. Me parece que nuestra tenacidad en Stalingrado es la misma tenacidad que la de Newton y Einstein, que la victoria en el Volga significa el triunfo de las ideas de Einstein. Bueno, ya entiende lo que quiero decir.
Shishakov soltó una risa de perplejidad y negó ligeramente con la cabeza.
– ¿Es posible que no me entienda, Alekséi Alekséyevich? -dijo Shtrum.
– Oscuras aguas nebulosas -dijo sonriendo el joven de la sección científica, que apareció de improviso al lado de Shtrum-. Supongo que la supuesta teoría de la relatividad nos permite establecer un vínculo entre el Volga ruso y Albert Einstein.
– ¿Por qué supuesta? -preguntó Shtrum asombrado, y arrugó el entrecejo ante la hostilidad maliciosa de la que estaba siendo objeto.
Miró al piramidal Shishakov en busca de apoyo, pero evidentemente el plácido desprecio de Shishakov se extendía hasta Einstein.
Shtrum fue presa de una irritación incontenible un sentimiento dañino se apoderó de él. Aquello le pasaba a veces: algo le infligía una ofensa lacerante y debía hacer un gran esfuerzo para contenerse. Por la noche, de regreso a casa, se permitía desahogarse verbalmente contra aquellos que le habían ultrajado, con el corazón en un puño. A veces incluso se olvidaba de sí mismo y se ponía a gritar, a gesticular, mientras defendía con esos discursos imaginarios su amor propio, ridiculizando a sus enemigos. Liudmila Nikoláyevna le decía entonces a Nadia: «Papá está soltando otra vez un discursito».
En aquel momento se sentía injuriado no sólo por Einstein. A su modo de ver, todos sus conocidos deberían estar hablando de su trabajo, él mismo tendría que ser el centro de atención. Se sentía humillado, mortificado. Comprendía que era ridículo ponerse así por semejante cosa, pero igualmente se sentía ofendido. Nadie excepto Chepizhin le había hablado de su trabajo.
Con voz tímida, comenzó a explicar:
– Los fascistas han expulsado al genial Einstein, y su física se ha convertido en una física de simios. Pero gracias a Dios hemos detenido el avance del fascismo. Y todo esto va a la par: el Volga, Stalingrado, el primer genio de nuestra época, Albert Einstein, el pueblo más remoto, una vieja campesina analfabeta, y la libertad que todos necesitamos… Todo está conectado. Puede que lo exprese de una manera un tanto confusa, pero es probable que no haya nada más claro que este enredo…