Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

60

A la derecha de Darenski retumbó una explosión que rompió el silencio. «Ciento tres milímetros», valoró el ojo experto. El cerebro generó automáticamente los pensamientos asociados con aquella situación: «¿Un tiro casual? ¿Un tiro esporádico? ¿Un tiro de ajustamiento? Espero que no nos hayan cercado. ¿Y si se trata de un ataque a gran escala? ¿Están preparando el terreno para un ataque de blindados?».

Todos los soldados acostumbrados a la guerra se hacían las mismas preguntas que Darenski.

Un soldado experimentado sabe distinguir al instante entre cientos de ruidos el que anuncia un peligro genuino. Sea lo que sea lo que esté haciendo -comer, limpiar el rifle, escribir una carta, rascarse la nariz, leer el periódico, o incluso si está inmerso en aquella ausencia de pensamiento total que a veces te asalta en los momentos de libertad-, de pronto levanta la cabeza y aguza el oído, atento y perspicaz.

La respuesta no se hizo esperar. Retumbaron algunas detonaciones a la derecha, luego a la izquierda, mientras todo en derredor crepitaba, humeaba, temblaba. Se trataba de un ataque en toda regla.

A través de las nubes de humo, polvo y arena se entreveía el fuego de las explosiones. Por todas partes los hombres buscaban un sitio donde guarecerse, caían al suelo.

Un aullido lacerante desgarró el desierto. Granadas de mortero explotaron cerca de los camellos mientras los animales, derribando los carros, corrían encabritados arrastrando pedazos de arneses.

Darenski, sin prestar atención a las explosiones de los obuses, se irguió y contempló aquel espectáculo dantesco.

Un pensamiento de una lucidez absoluta le atravesó la mente: estaba asistiendo a los últimos días de su patria. Se apoderó de él un sentimiento de fatalidad. Los gritos terribles de los camellos enloquecidos, aquellas voces de rusos llenas de espanto, los hombres corriendo hacia los refugios… ¡Rusia estaba perdida! Perecía allí, atrapada entre las dunas heladas de las inmediaciones de Asia, moribunda bajo una luna hosca e indiferente, y la lengua rusa que amaba con tanta ternura se mezclaba con los gritos aterradores y de desesperación de los camellos mutilados por las bombas.

En aquel instante amargo no sentía ni cólera ni odio, sino un sentimiento de fraternidad hacia todo lo que en este mundo era pobre y débil. Por alguna razón, emergió de su memoria la cara del viejo calmuco que se había encontrado en la estepa hacía poco y le pareció próximo, familiar. «Muy bien, estamos en manos del destino», pensó, y comprendió que prefería morir antes que ver a Rusia derrotada.

Miró a los soldados apostados en las trincheras, asumió una actitud solemne, dispuesto a tomar el mando de aquella batería desconsolada, y grito:

– Eh, telefonista. ¡Rápido! Venga aquí ahora mismo.

De repente el estruendo de las explosiones se interrumpió.

Aquella misma noche, siguiendo órdenes de Stalin, los comandantes de los tres frentes, Vatutin, Rokossovski y Yeremenko, lanzaron la ofensiva que, en las cien horas sucesivas, decidiría el desenlace de la batalla por Stalingrado, la suerte de los trescientos mil hombres del ejército de Paulus; la ofensiva que iba a constituir un hito decisivo en el curso de la guerra.

Un telegrama esperaba a Darenski en el Estado Mayor: debía incorporarse al cuerpo de blindados del coronel Nóvikov y mantener informado al Estado Mayor General de las operaciones llevadas a cabo por dicho cuerpo.

61

Poco después del aniversario de la Revolución de Octubre, la aviación alemana efectuó una masiva incursión sobre la central eléctrica. Dieciocho bombarderos alemanes lanzaron su carga sobre la central.

Las nubes de humo cubrían las ruinas y la fuerza destructora de la aviación alemana logró suspender por completo la actividad de la central.

Después de aquel ataque las manos de Spiridónov comenzaron a temblar de un modo convulsivo, hasta tal punto que cuando se llevaba la taza a la boca derramaba el té por todas partes y a veces se veía obligado a posarla sobre la mesa porque no era capaz de sostenerla. Los dedos sólo dejaban de temblarle cuando bebía vodka.

La dirección comenzó a evacuar a los obreros, que cruzaban el Volga y se adentraban en la estepa, hacia Ájtuba y Leninsk.

Los dirigentes de la central pidieron permiso a Moscú para abandonar la central, dado que su permanencia en la línea de frente, entre las ruinas de la fábrica, no tenía sentido. Moscú demoraba su respuesta y Spiridónov tenía los nervios de punta. Nikoláyev, el responsable del Partido, había sido llamado por el Comité Central poco después de la incursión y había marchado a Moscú en un Douglas.

Spiridónov y Kamishov vagaban entre las ruinas y se convencían mutuamente de que no tenían nada que hacer allí, que debían marcharse cuanto antes. Pero Moscú continuaba sin dar señales.

Spiridónov estaba especialmente preocupado porque no tenía noticias de su hija. Después de ser transferida a la orilla izquierda del Volga, Vera se había encontrado indispuesta y no había podido proseguir su viaje hacia Leninsk. Era imposible que, estando en la última etapa de embarazo, hubiera recorrido casi cien kilómetros a lo largo de una carretera desfondada, en la parte trasera de un camión que se tambaleaba y retumbaba entre montañas de barro helado duras como piedras.

Algunos obreros que conocía la habían acompañado a una barcaza inmovilizada por el hielo cerca de la orilla, que había sido transformada en refugio.

Poco después del segundo bombardeo, Vera hizo llegar a su padre, mediante un mecánico de lanchas, una nota donde le informaba de que no se preocupara, que le habían encontrado un rincón confortable en una bodega, detrás de un tabique. Entre los refugiados de la gabarra había una enfermera de la clínica de Beketovka y una vieja comadrona; en caso de que surgiera alguna complicación podrían llamar a un médico del hospital de campaña instalado a cuatro kilómetros de allí. Tenían agua caliente, una estufa y el obkom les suministraba comida que compartían entre todos.

Aunque Vera pedía a su padre que estuviera tranquilo, cada una de sus palabras le llenó de inquietud. Lo único que le confortaba era que Vera decía que durante los combates la barcaza no había sido bombardeada ni una vez. Si hubiera podido cruzar a la orilla izquierda, habría conseguido un coche o una ambulancia para llevar a su hija a Ájtuba.

Pero Moscú no se pronunciaba; seguía sin autorizar la partida del director e ingeniero jefe, aunque la central en ruinas no necesitaba más que una pequeña guardia armada. Los obreros y el personal técnico no tenían ganas de deambular por la central con los brazos cruzados, y tan pronto como Spiridónov les daba autorización, cruzaban a la orilla oriental del Volga.

Sólo el viejo Andréyev se negó a aceptar el permiso oficial con el sello redondo del director. Cuando Stepán Fiódorovich propuso a Andréyev partir para Leninsk, donde se hallaban su nuera y su nieto, el viejo le respondió:

– No, yo me quedo aquí.

Le parecía que permaneciendo en la orilla de Stalingrado mantenía un lazo con su vida pasada. Quizá dentro de poco podría alcanzar la fábrica de tractores; se abriría paso entre las casas quemadas o destruidas y llegaría al jardín plantado por su mujer, lo arreglaría de nuevo y enderezaría los árboles jóvenes, comprobaría si las cosas enterradas continuaban en su lugar y luego se sentaría en la piedra al lado de la empalizada derribada.

– Mira, Várvara. La máquina de coser está en su lugar, ni siquiera se ha oxidado; pero el manzano de al lado de la empalizada es irrecuperable, un fragmento de obús lo segó por la mitad. En el sótano, las berzas agrias del tonel tienen una pequeña capa de moho. Eso es todo.

Stepán Fiódorovich deseaba confiarse a Krímov, pero desde el aniversario de la Revolución no se le había vuelto a ver por la central.

179
{"b":"108552","o":1}