Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Durante todo ese tiempo unos brazos fuertes y cálidos habían estrechado a David. El niño no entendía que en los ojos se le habían hundido las tinieblas, en el corazón, un desierto, y el cerebro se le empañó, invadido del sopor.

Sofía Ósipovna Levinton sintió el cuerpo del niño derrumbarse en sus brazos. Luego volvió a separarse de él. En las minas, cuando el aire se intoxica, son siempre las pequeñas criaturas, los pájaros y los ratones, las que mueren primero, y el niño con su cuerpecito de pájaro se había ido antes que ella.

«Soy madre», pensó,

Ése fue su último pensamiento.

Pero en su corazón todavía había vida: se comprimía, sufría, se compadecía de vosotros, tanto delos vivos como de los muertos. Sofía Ósipovna sintió náuseas. Presionó a David contra sí, ahora un muñeco, y murió, también muñeca.

50

Cuando un hombre muere, transita del reino de la libertad al reino de la esclavitud. La vida es la libertad, por eso la muerte es la negación gradual de la libertad, Primero la mente se debilita, luego se ofusca. Los procesos biológicos en un organismo cuya mente se ha apagado continúan funcionando durante cierto tiempo: la circulación de la sangre, la respiración, el metabolismo. Pero se produce una retirada inevitable hacia la esclavitud: la conciencia se ha extinguido, la llama de la libertad se ha extinguido.

Las estrellas del firmamento nocturno se apagan, la Vía Láctea desaparece, el Sol se ha apagado, Venus, Marte y Júpiter se esfuman, el océano se petrífica, millones de hojas mueren, el viento deja de soplar, las flores pierden su color y aroma, el pan desaparece, el agua desaparece, el frío y el calor del aire desaparecen. El universo que existía en un individuo ha dejado de existir. Ese universo es asombrosamente parecido al universo que existe fuera de las personas. Es asombrosamente parecido al universo que todavía se refleja en las cabezas de millones de seres vivos. Pero aún más sorprendente es el hecho de que ese universo tiene algo en él que distingue el rumor de sus océanos, el perfume de sus flores, el susurro de sus hojas, los matices de su granito, la tristeza de sus campos otoñales, y el hecho de que existe en el seno de las personas y, a la vez, existe eternamente fuera de ellas. La libertad consiste en el carácter irrepetible, único del alma de cada vida particular. El reflejo del universo en la mente del individuo es el fundamento del poder del ser humano, pero la vida se transforma en felicidad, libertad, se convierte en valor supremo sólo en la medida en que el individuo existe como mundo que nunca se repetirá en toda la eternidad. Sólo se puede experimentar la alegría de la libertad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.

51

El conductor Semiónov, que había caído prisionero junto con Mosrovskói y Sofía Ósipovna Levinton, había pasado diez semanas de hambre en un campo de la zona cercana al frente, antes de ser enviado junto a un numeroso contingente de prisioneros del Ejército Rojo hacia la frontera occidental.

En el campo cercano al frente nunca lo habían golpeado con el puño, con la culata de un fusil, con una bota.

En el campo azotaba el hambre.

El agua murmura en la acequia, chapotea, gime, se agita contra la orilla; el agua retumba, ruge, arrastra bloques de piedra, derriba troncos como si fueran briznas de paja; y el corazón se hiela cuando mira el río comprimido entre sus estrechas orillas que se retuerce, se estremece, y parece que no sea agua, sino una pesada masa de plomo transparente que, de repente, ha cobrado vida, se ha enfurecido, encabritado.

El hambre, como el agua, está ligada de una manera continua y natural a la vida. Como el agua, tiene el poder de destruir el cuerpo, arruinar y mutilar el alma, aniquilar millones de vidas.

La carestía de forraje, las heladas y nevadas, la sequía en estepas y bosques, las inundaciones y las epidemias diezman los rebaños de ovejas y las manadas de caballos; matan a lobos, zorros, pájaros cantarines, abejas salvajes, camellos, truchas, víboras. En los períodos de calamidad, los hombres, debido a sus sufrimientos, se vuelven parecidos a las bestias.

El Estado puede decidir, motu proprio, encerrar la vida con diques, y entonces, como el agua entre las orillas demasiado cercanas, la terrible fuerza del hambre mutila, ahoga, extermina a los seres humanos, a una tribu o a un pueblo.

El hambre extrae, molécula a molécula, la proteína y la grasa de las células del cuerpo, ablanda los huesos, curva las piernas raquíticas de los niños, agua la sangre, hace dar vueltas a la cabeza, consume los músculos, devora el tejido nervioso. El hambre aplasta el alma; ahuyenta la alegría, la fe; sofoca la fuerza del pensamiento; hace nacer la sumisión, la bajeza, la crueldad, la desesperación y la indiferencia.

Todo lo que hay de humano en el hombre a veces muere. El ser hambriento se transforma en un animal salvaje que mata y comete actos de canibalismo.

El Estado puede construir una muralla que separe el trigo y el centeno de aquellos que lo sembraron, y con ello provocar una terrible hambruna similar a la que mató a millones de leningradenses durante el sitio alemán, a la que segó la vida de millones de prisioneros de guerra en los campos de concentración hitlerianos.

¡Comida! ¡Pitanza! ¡Manduca! ¡Víveres! ¡Abastecimiento y provisiones! ¡Condumio y viandas! ¡Pan! ¡Frituras! ¡Algo que llevarse a la boca! Una dieta abundante, de carne, de enfermo, frugal. Una mesa rica y copiosa, refinada, sencilla, campesina. Manjares. Una comilona. Comida…

Mondas de patata, perros, ranas, caracoles, hojas de col podridas, remolacha enmohecida, carne de caballo, carne de gato, carne de cuervos y cornejas, grano quemado y húmedo, piel de cinturones, cordones de botas, pegamento, tierra impregnada de grasa con los restos de la cocina de los oficiales: todo eso era comida. Aquello que se filtraba a través de la muralla.

Esta comida la conseguían, la compartían, la cambiaban, se la robaban los unos a los otros.

El undécimo día de viaje, cuando el convoy estaba detenido en la estación Jutor Mijáilovski, los guardias sacaron del vagón a Semiónov, que había perdido el conocimiento, y lo entregaron a las autoridades de la estación.

El comandante, un alemán entrado en años, observó al soldado agonizante, que estaba sentado contra la pared. -Dejémosle que se arrastre hasta el pueblo. Mañana estará muerto. No hay necesidad de dispararle.

Semiónov caminó a rastras hasta el pueblo vecino. En la primera jata [104] le negaron la entrada.

– No tenemos nada para ti. ¡Vete! -le respondió detrás de la puerta una voz de anciana.

En la segunda llamó durante mucho rato sin obtener respuesta. Debía de estar vacía o cerrada por dentro.

En la tercera, la puerta estaba entreabierta; entró en el zaguán. Nadie lo detuvo y Semiónov penetró en la jata.

Le embistió una ola de calor, la cabeza le dio vueltas, y se sentó en un banco al lado de la puerta.

Con respiración, jadeante, rápida, miraba las paredes blancas, los iconos, la mesa y la estufa. Era algo perturbador, después de la reclusión en el campo.

En la ventana apareció una sombra y una mujer irrumpió en la habitación. Al ver a Semiónov gritó:

– ¿Quién eres?

No respondió. Estaba claro quién era.

Aquel día no fueron las fuerzas despiadadas de los potentes Estados, sino un ser humano, la vieja Jristia Chuniak, quien decidió la vida y el destino de Semiónov.

El sol, entre las nubes grises, miraba de reojo la tierra horadada por la guerra, y el viento, el mismo que pasaba sobre las trincheras y los fortines, sobre las alambradas del campo, sobre los tribunales y los departamentos especiales, aullaba a través de la pequeña ventana de la jata.

вернуться

[104] Jata, cabaña o barraca en Ucrania.

165
{"b":"108552","o":1}