La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar al mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá.
Una vez terminada la lectura, Mostovskói permaneció sentado unos minutos, con los ojos entornados. Sí el hombre que había escrito aquel texto estaba desequilibrado. La crisis de un espíritu débil. Eso de que los cielos están vacíos… Veía la vida como una guerra de todo contra todo. Y al final entonaba la vieja cantinela de la bondad de las viejecitas y esperaba extinguir el fuego universal con una jeringa de lavativa. ¡Menuda basura!
Mientras miraba la pared gris de la celda, Mijaíl Sídorovich recordó el sillón azul, el diálogo con Liss, y una sensación de opresión se apoderó de él. No se trataba de una angustia mental, sino del corazón, y apenas podía respirar. Estaba claro que había sospechado injustamente de Ikónnikov. Los escritos del yuródivi habían suscitado su desprecio, pero también el de su repugnante interlocutor de aquella noche. De nuevo pensó en lo que sentía por Chernetsov, y sobre el desprecio y el odio con el que hablaba el oficial de la Gestapo de gente como él.
Se apoderó de él una angustia turbia, más insoportable que los sufrimientos físicos.
17
Seriozha Sháposhnikov señaló un libro que reposaba sobre un ladrillo, al lado de un macuto.
– ¿Lo has leído? -preguntó a Katia.
– Lo estaba releyendo.
– ¿Te gusta?
– Prefiero a Dickens.
– Ah, Dickens -dijo Seriozha en tono de burla y condescendencia.
– Y La cartuja de Parma, ¿te gusta?
– No mucho -respondió Seriozha después de reflexionar un instante, y añadió-: Hoy voy con la infantería a limpiar de alemanes la choza de al lado.
Karia le miró y Scriozha, intuyendo el significado de su mirada, explicó:
– Son órdenes de Grékov, por supuesto.
– ¿Envía también a otros operadores de mortero?
¿A Chentsov?
– No, sólo a mí.
Guardaron silencio.
– ¿Va detrás de ti? -le preguntó Seriozha.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Y a ti qué te parece?
– Lo sabes muy bien -le dijo, y pensó en los asra, que mueren cuando aman.
– Tengo la impresión de que me matarán hoy.
– ¿Por qué te envían con la infantería? Eres un operador de mortero.
– ¿Y por qué Grékov te retiene aquí? El transmisor está roto en mil pedazos. Hace tiempo que debería haberte devuelto al regimiento. Deberías estar en la orilla izquierda. Aquí no haces nada.
– Al menos nos vemos cada día.
Seriozha hizo un gesto con la mano y se marchó. Karia se volvió y vio a Bunchuk mirar desde el segundo piso y reírse. Sháposhnikov también debía de haberlo visto, por eso se había marchado a toda prisa.
Los alemanes habían sometido la casa a fuego de artillería hasta la noche; tres soldados resultaron levemente heridos; una pared interna se derrumbó, bloqueando la salida del sótano. Despejaron la salida, peto un obús derribó de nuevo un trozo de pared, volviendo a bloquear la salida del sótano. Tuvieron que despejarla otra vez, Antsíferov lanzó una ojeada a la penumbra polvorienta y preguntó:
– Eh, camarada radiotelegrafista, ¿está viva?
– Sí -respondió Véngrova sumida en la oscuridad, estornudando y escupiendo polvo rojo.
– Salud -dijo el zapador.
Al anochecer, los alemanes lanzaron bengalas luminosas y abrieron fuego con las ametralladoras. Un bombardero sobrevoló varias veces la casa lanzando su carga mortífera. Nadie dormía. El propio Grékov disparaba con la ametralladora y en dos ocasiones la infantería tuvo que salir a rechazar el avance de los alemanes, soltando tacos y cubriéndose el rostro con las palas de los zapadores.
Los alemanes parecían presentir el ataque inminente contra aquella casa sin dueño que hacía poco habían ocupado.
Cuando cesó el tiroteo, Katia oyó los gritos de los alemanes e incluso sus risas con bastante nitidez.
Los alemanes hablaban una lengua gutural cuya pronunciación no se parecía a la de los profesores de los cursos de lenguas extranjeras. Katia se dio cuenta de que el gatito había abandonado su lecho. Tenía las patas traseras inmóviles, pero arrastrándose con las delanteras se apresuraba a llegar hasta donde estaba Katia.
Luego se detuvo, abrió y cerró la mandíbula varias veces. Katia intentó levantarle un párpado. «Está muerto», pensó con repugnancia. De pronto comprendió que el gato había pensado en ella al sentir próxima su muerte, que se había arrastrado hacia ella con el cuerpo medio paralizado… Puso el cuerpo en un agujero y lo cubrió con trozos de ladrillo.
La luz inesperada de una bengala inundó el sótano y tuvo la sensación de una completa ausencia de aire; le pareció respirar un líquido sangriento que fluía del techo y se filtraba entre los ladrillos.
Ahí estaban los alemanes, saliendo de rincones recónditos, acercándose a ella con sigilo; ahora la cogerían y se la llevarían a rastras. Muy cerca, casi al lado, oía el ruido de sus fusiles. Quizá los alemanes estaban rastrillando el segundo piso. Quizá no irrumpieran desde abajo, sino que caerían desde lo alto a través del agujero en el techo.
Para calmarse trataba de reconstruir mentalmente la lista de inquilinos clavada en la puerta de su casa: «Tijomírov, un timbrazo; Dziga, dos timbrazos; Cheremushkin, tres timbrazos; Feinberg, cuatro timbrazos; Véngrova, cinco timbrazos; Andriuschenko, seis timbrazos; Pegov, uno largo» [81]. Se esforzaba en visualizar la gran cacerola de los Feinberg sobre el hornillo de gas cubierta con una tablilla de madera, el barreño para la colada de Anastasia Stepánovna Andriuschenko, la palangana de esmalte desportillada de los Tíjomírov colgada de un trozo de cordel. A hora se veía haciéndose la cama y deslizándose bajo las sábanas, donde los muelles eran especialmente molestos; veía el pañuelo marrón de su madre, un trozo de guata, un abrigo de entretiempo descosido.
Después pensó en la casa 6/1. Ahora que los alemanes estaban tan cerca, saliendo de debajo de la tierra, el lenguaje vulgar de los soldados ya no le molestaba tanto y la mirada de Grékov, que antes le sacaba los colores no sólo de la cara, sino del cuello y los hombros ocultos bajo su chaqueta, ya no le asustaba. ¡Cuántas obscenidades había oído en aquellos meses de guerra! Qué conversación tan desagradable había mantenido con un teniente coronel calvo que, haciendo tintinear sus dientes de metal, le había insinuado lo que tenía que hacer si quería quedarse en el centro de comunicaciones de la orilla izquierda del Volga…
Había una canción triste que las chicas cantaban a media voz:
Una bella noche de otoño
el comandante se la llevó a su cama.
La acarició hasta rayar el alba,
luego ella pasó de mano en mano…
La primera vez que Katia había visto a Sháposhnikov él estaba leyendo poesía, y pensó; «¡Qué idiota!». Después Seríozha desapareció durante dos días y a ella le daba vergüenza pedir noticias suyas, pero todo el rato temía que le hubieran matado. Reapareció una noche, de improviso, y oyó que le contaba a Grékov que se había ido sin permiso del refugio del Estado Mayor.
– Bien hecho -lo elogió Grékov-. Has desertado para reincorporarte a nuestro infierno.
Mientras se alejaba de Grékov, Sháposhnikov pasó delante de ella sin mirarla, sin volverse. Al principio Katia se puso triste, luego pensó de nuevo; «Idiota».
Otro día escuchó una conversación entre los habitantes de la casa sobre quién tenía más posibilidades de acostarse con ella, y uno había dicho: «Grékov, está claro»- Un segundo rebatió: «No está decidido. Pero lo que sí sé es quién ocupa el último lugar de la lista; Seríozha, el operador de mortero. Cuanto más joven es una chica, más atraída se siente por los hombres maduros».