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Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios.

Pero estos crímenes sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron cometidos en nombre del bien.

Hace tiempo, cuando vivía en los bosques del norte, pensé que el bien no se hallaba en el hombre, ni tampoco en el mundo rapaz de los animales y los insectos, sino en el reino silencioso de los árboles. No era cierto. Vi el movimiento del bosque, la lucha cruenta que entablan los árboles contra las hierbas y matorrales por la conquista de la tierra. Miles de millones de semillas vuelan a través del aire y comienzan a germinar, destruyendo la hierba y los arbustos. Millones de brotes de hierba nueva entran en liza unos contra otros. Y sólo los supervivientes constituyen una alianza de iguales para formar la única fronda del joven bosque fotófilo. Abetos y hayas vegetan en un presidio crepuscular, encerrados en la fronda del bosque. Pero para los vencedores también llega el momento de la decrepitud, y vigorosos abetos se yerguen hacia la luz, matando los alisos y los abedules.

Así es la vida del bosque, una lucha constante de todos contra todos. Sólo los ciegos pueden imaginar el reino de los árboles y la hierba como el mundo del bien.

¿Acaso la vida es el mal?

El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plazas.

Así, además de ese bien grande y amenazador, existe también la bondad cotidiana de los hombres. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres.

Es la bondad particular de un individuo hacia, otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido. La bondad de los nombres al margen del bien religioso y social.

Pero si nos detenemos a pensarlo, nos damos cuenta de que esa bondad sin sentido, particular, casual, es eterna. Se extiende a todo lo vivo, incluso a un ratón O a una rama quebrada que el transeúnte, parándose un instante, endereza para que cicatrice y se cure rápido.

En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados, las naciones y el bien universa I, en esta época en que los hombres ya no parecen hombres y sólo se agitan como las ramas en los árboles, como piedras que arrastran a otras piedras en una avalancha que llena los barrancos y las fosas, en esta época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido.

Unos alemanes llegaron a un pueblo para vengar el asesinato de dos soldados. Por la noche reunieron a las mujeres del lugar y les ordenaron cavar una fosa en el lindero del bosque. Varios soldados se instalaron en la casa de una anciana. Su marido había sido conducido por un politsai a la comisaría donde ya habían detenido a veinte campesinos. La anciana no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Los alemanes encontraron en el sótano un cesto de huevos y un tarro de miel, encendieron ellos mismos el fogón, se hicieron una tortilla y bebieron vodka. Luego, el mayor de todos se puso a tocar la armónica y los otros, golpeando con los pies, entonaron una canción. A la propietaria de la casa ni siquiera la miraban, como si fuera un gato. Cuando hubo amanecido, empezaron a comprobar sus subfusiles, y el mayor de los soldados, apretando por equivocación el gatillo, se disparó en el estómago. Todos se pusieron a gritar, se armó un gran revuelo. Vendaron de cualquier modo al herido y lo colocaron en la cama. En aquel momento llamaron a los soldados desde fuera. Con gestos ordenaron a la mujer que cuidara del herido. La mujer pensó lo fácil que le resultaría estrangularlo: el hombre musitaba palabras incomprensibles, cerraba los ojos, lloraba, chasqueaba los labios. De repente el alemán abrió los ojos y dijo con voz clara: «Madre, agua».

– Ay, maldito seas -dijo la mujer-. Lo que tendría que hacer es estrangularte.

Y le dio agua. Él le sujetó la mano y le dio a entender que quería sentarse, que la sangre no le dejaba respirar. La mujer lo levantó, mientras él se sostenía con los brazos alrededor de su cuello. De pronto se oyó un tiroteo fuera y la mujer se estremeció.

Después explicó a la gente lo que había pasado, pero nadie la comprendió; ni ella misma sabía explicárselo.

Esa especie de bondad es condenada por su sinsentido en la fábula del ermitaño que calentó a una serpiente en su pecho. Es la bondad que tiene piedad de una tarántula que ha mordido a un niño. ¡Bondad ciega, insensata, perjudicial!

A la gente le gusta buscar en las historias y fábulas ejemplos del peligro de esta bondad sin sentido. ¡No hay que tener miedo! Temerla es lo mismo que temer un pez de agua dulce que por casualidad ha caído del río hacia el océano salado.

El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella. Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alta que puede alcanzar su alma. La vida no es el mal, nos dice.

Esta bondad es muda y sin sentido. Es instintiva; ciega. Cuando la cristiandad le dio forma en el seno de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, comenzó a oscurecerse; su semilla se convirtió en cáscara.

Es fuerte mientras es muda, inconsciente y sin sentido, mientras vive en la oscuridad viva del corazón humano, mientras no se convierte en instrumento y mercancía en manos de predicadores, mientras que su oro bruto no se acuña en moneda de santidad. Es sencilla como la vida. Incluso las enseñanzas de Jesús la privaron de su fuerza; su fuerza está en el silencio del corazón humano.

Pero, perdida la fe en el bien, comencé a dudar también de la bondad. Me da pena su impotencia. ¿Para qué sirve entonces? No es contagiosa.

Me pareció que era tan bella e impotente como el rocío.

¿Cómo se puede transformar su fuerza sin echarla a perder, sin sofocarla como hizo la Iglesia? ¡La bondad es fuerte mientras es impotente! Si el hombre trata de transformarla en fuerza, languidece, se desvanece, se pierde, desaparece.

Ahora veo la auténtica fuerza del mal. Los cielos están vados. El hombre está solo en la Tierra. ¿Cómo sofocar, pues, el mal? ¿Con gotas de rocío vivo, con bondad humana? No, esa llama no puede apagarse ni con el agua de todos los mares y las nubes, no puede apagarse con un pobre puñado de rocío recogido desde los tiempos evangélicos hasta nuestro presente de hierro…

Así, habiendo perdido la esperanza de encontrar el bien en Dios, en la naturaleza, comencé a perder la fe en la bondad.

Pero cuanto más se abren ante mí las tinieblas del fascismo, más claro veo que lo humano es indestructible y que continúa viviendo en el hombre, incluso al borde de la fosa sangrienta, incluso en la puerta de las cámaras de gas.

Yo he templado mi fe en el infierno. Mi fe ha emergido de las llamas de los hornos crematorios, ha traspasado el hormigón de las cámaras de gas. He visto que no es el hombre quien es impotente en la lucha contra el mal, he visto que es el mal el que es impotente en su lucha contra el hombre. En la impotencia de la bondad, en la bondad sin sentido, está el secreto de su inmortalidad. Nunca podrá ser vencida. Cuanto más estúpida, más absurda, más impotente pueda parecer, más grande es. ¡El mal es impotente ante ella! Los profetas, los maestros religiosos, los reformadores, los líderes, los guías son impotentes ante ella. El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.

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