Sin lograr conciliar el sueño, se esforzaba en pensar en los amigos que pronto vería de nuevo, en Chepizhin y muchos otros que ya conocían su trabajo. ¿Cómo le acogerían? ¿Qué dirían Gurévich y Chepizhin? A fin de cuentas, volvía como vencedor.
Recordó que Márkov, que se había ocupado de todos los pormenores de la nueva planta experimental, no llegaría a Moscú hasta dentro de una semana y que sin él no podría comenzar el trabajo. «Es una lástima que Sokolov y yo sólo seamos unos desmañados, unos teóricos con las manos torpes, inútiles…»
Sí, vencedor, vencedor.
Pero estos pensamientos discurrían perezosos, se interrumpían.
Todavía veía en su cabeza las imágenes de aquellos hombres que gritaban «tabaco», «cigarrillos», y los jóvenes que le habían llamado Abraham. Un día, Postóyev había formulado en su presencia un extraño comentario a Sokolov; le estaba hablando del trabajo de un joven físico, Landesman, y Postóyev dijo: «¿Y qué más nos aporta Landesman ahora que Víktor Pávlovich ha sorprendido al mundo con un descubrimiento de primer orden?». Luego abrazó a Sokolov y añadió: «En cualquier caso, lo más importante es que usted y yo somos rusos».
¿Habrían cortado el teléfono? ¿Funcionaría el gas? ¿Acaso la gente, más de cien años antes, cuando regresaba a Moscú tras la derrota de Napoleón, pensaría en estas tonterías?
El camión paró muy cerca de su casa, y los Shtrum volvieron a ver las cuatro ventanas de su apartamento con las cruces de papel azul que habían pegado en los cristales durante el pasado verano, la puerta principal, los tilos en los márgenes de las aceras, el letrero con la inscripción «leche» y la placa del administrador de la casa en la puerta.
– Bueno, no creo que el ascensor funcione -dijo Liudmila Nikoláyevna, y volviéndose al conductor, le preguntó-: Camarada, ¿no podría ayudarnos a subir las cosas al segundo piso?
– Claro que sí -respondió el conductor-. Pero tendrán que pagarme con pan.
Descargaron el coche y dejaron a Nadia al cuidado del equipaje, mientras Shtrum y su mujer subían al apartamento. Ascendieron las escaleras despacio, sorprendiéndose de que nada hubiera cambiado: la puerta del primer piso revestida aún de hule negro, los familiares buzones… Qué extraño que las calles, las casas, las cosas que uno olvidaba no desaparecieran; qué extraño reencontrarlas, y volverse a ver entre ellas.
Una vez Tolia, cansado de esperar el ascensor, había subido corriendo al segundo piso y desde lo alto había gritado a Shtrum: «¡Eh, ya estoy en casa!».
– Descansemos en el rellano, te estás ahogando -dijo Víktor Pávlovich.
– Dios mío -exclamó Liudmila Nikoláyevna-. Mira en qué estado se encuentra la escalera. Mañana iré a ver al administrador. Obligaré a Vasili Ivánovich a organizar los turnos de limpieza.
Ahí estaban de nuevo, frente a la puerta de su casa, el marido y su mujer.
– ¿Quieres abrir tú la puerta?
– No, no, ¿por qué? Abre tú; eres el dueño de la casa
Entraron en el piso e inspeccionaron todas las habitaciones sin quitarse los abrigos.
Liudmila tocó con la mano el radiador, levantó el auricular del teléfono, sopló y dijo:
– Bueno, ¡parece que el teléfono funciona!
Después entró en la cocina y dijo:
– Hay agua; podemos utilizar los lavabos.
Se acercó al hornillo e intentó encender el gas, pero lo habían cortado.
Señor, Señor, al fin había acabado todo. El enemigo había sido detenido. Habían vuelto a casa. Parecía que fuera ayer aquel sábado 21 de junio de 1941… ¡Todo estaba igual, y todo había cambiado! Eran personas diferentes las que habían franqueado el umbral de la casa, tenían otros corazones, otro destino, vivían en otra época. ¿Por qué todo era tan cotidiano y al mismo tiempo generaba tanta ansiedad? ¿Por qué la vida de antes de la guerra, la vida que habían perdido, les parecía ahora tan bella y feliz? ¿Por qué les atormentaba tanto el pensamiento del mañana? Cartillas de racionamiento, permisos de residencia, el cupo de electricidad, el ascensor que funciona, el ascensor averiado, la suscripción a los periódicos… De nuevo, por la noche, oír desde la cama el viejo reloj dando las horas.
Mientras seguía a su mujer, Shtrum se acordó de repente de aquel día de verano en que había viajado a Moscú, cuando la hermosa Nina había bebido vino con él; la botella vacía todavía estaba en la cocina, cerca del fregadero.
Recordó la noche en que leyó la carta de su madre que le había traído el coronel Nóvikov, y su partida repentina a Cheliabinsk. Era allí donde había besado a Nina, donde una horquilla se le desprendió de los cabellos y no lograron encontrarla. De pronto le sobrecogió el miedo. ¿Y si aparecía la horquilla en el suelo? ¿Y si Nina se había olvidado la barra de labios o la polvera?
En aquel instante el conductor, respirando pesadamente, soltó la maleta y tras mirar la habitación preguntó:
– ¿Todo este espacio es vuestro?
– Sí -respondió Shtrum con aire culpable.:
– Nosotros tenemos ocho metros cuadrados para seis personas -dijo el conductor-. Mi vieja mujer duerme durante el día, cuando todo el mundo está en el trabajo, y se pasa la noche sentada en una silla.
Shtrum se aproximó a la ventana. Nadia estaba haciendo guardia junto al equipaje que habían descargado del camión, dando saltos y soplándose los dedos.
«Querida Nadia, querida hija indefensa, ésta es la casa donde naciste.»
El conductor subió una bolsa de comida y un portamantas lleno de ropa de cama; se sentó en una silla y comenzó a liarse un cigarrillo.
Parecía tan preocupado por la cuestión de la vivienda que incluso obsequió a Shtrum con comentarios acerca de las recomendaciones oficiales en materia de higiene y sobre los empleados de la Dirección Regional de la Vivienda que aceptaban sobornos.
De la cocina llegaba ruido de cacerolas.
– Una auténtica ama de casa -dijo el conductor, y le guiñó el ojo a Shtrum.
Shtrum miró otra vez por la ventana.
– Todo en orden -dijo el conductor-. Les daremos una tunda a los alemanes en Stalingrado, la gente volverá en masa de la evacuación y el tema de la vivienda empeorará aún más. Hace poco volvió a la fábrica un obrero que había resultado herido dos veces. Su casa, naturalmente, había sido bombardeada, así que a él y a su familia los instalaron en un sótano insalubre; y su mujer, por supuesto, estaba encinta, y sus dos hijos eran tuberculosos. El sótano se les inundó y el agua les llegaba a la altura de las rodillas. Pusieron tablas sobre los taburetes y así se desplazaban de la cama a la mesa, de la mesa al hornillo. Luego el hombre comenzó a presentar solicitudes. Escribió al comité del Partido, al raikom; escribió incluso a Stalin; pero no obtuvo más que promesas. Una noche cogió a su mujer, sus hijos y sus trastos y se instaló en el cuarto piso que estaba reservado para el soviet del distrito. Una habitación de ocho metros y cuarenta y tres centímetros. ¡Vaya escándalo se armó! Fue llamado por el fiscal, que le dijo que debía desalojar la habitación en veinticuatro horas o le caerían cinco años en un campo y sus hijos serían internados en un orfanato. ¿Qué hizo él? Había recibido condecoraciones en la guerra, de modo que se las clavó en el pecho, en carne viva, y se colgó allí mismo, en el taller, durante la pausa del almuerzo. Los muchachos se dieron cuenta, cortaron la cuerda y la ambulancia se lo llevó a toda prisa al hospital. En un abrir y cerrar de ojos le dieron lo que pedía, antes incluso de que saliera del hospital.
Ha tenido suerte: el espacio es pequeño, pero con todas las comodidades. Le salió bien la jugada.
Cuando el conductor terminó de contar la historia, hizo su entrada Nadia.
– Y si roban el equipaje, ¿quién se hace responsable? -preguntó el conductor.
Nadia se encogió de hombros y dio una vuelta por las habitaciones, soplándose los dedos congelados.
En cuanto Nadia entró en la casa, Shtrum se sintió de nuevo irritado.