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Pero con Sokolov entraba en juego la capacidad científica, sus méritos como investigador. Y a eso sí que no era indiferente. Una sensación de exasperación que nacía en lo más profundo de su alma se apoderó de él. ¡Qué forma tan ridícula y deplorable habían encontrado para valorar a las personas! Pero ¿qué podía hacer si el hombre no era siempre noble y tenía sus momentos de ruindad?

Mientras se acostaba, Shtrum recordó su reciente conversación con Sokolov acerca de Chepizhin y dijo en voz alta, fuera de sí por la ira:

– ¡Homo laqueus!

– ¿De quién hablas? -preguntó Liudmila Nikoláyevna, que estaba leyendo un libro en la cama.

– De Sokolov -dijo Shtrum-. Es un lacayo.

Liudmila puso un dedo en el libro para marcar la página donde se había quedado y sin girar la cabeza hacia su marido dijo:

– Terminarán por echarte del instituto, y todo por tus discursitos ingeniosos. Eres irritante, aleccionas a todo el mundo… Te has enemistado con todos y ya veo que ahora quieres hacer tres cuartos de lo mismo con Sokolov. Pronto nadie pondrá los pies en nuestra casa.

– No, Liuda, querida -se defendió Shtrum-, no te pongas así. ¿Cómo puedo explicártelo? Hay el mismo miedo que antes de la guerra, el miedo ante cada palabra que se pronuncia, la misma impotencia. ¡Chepizhin! Ese sí que es un gran hombre, Liuda. Pensé que el instituto sería pura ebullición, pero la única persona que hizo un comentario compasivo hacia él fue el viejo vigilante. Y luego lo que Postóyev le dijo a Sokolov: «Lo más importante es que usted y yo somos rusos». ¿A qué venía eso?

Deseaba hablar un largo rato con Liudmila, hacerla partícipe de sus pensamientos. Le avergonzaba preocuparse, muy a su pesar, de todas esas historias de la distribución de comida. ¿Por qué? ¿Por qué en Moscú tenía la impresión de haberse vuelto viejo, apagado? ¿Por qué todas esas menudencias del día a día, intereses pequeñoburgueses e historias del servicio se habían vuelto de repente tan importantes? ¿Por qué su vida espiritual en Kazán era más profunda, más pura, más rica? ¿Por qué incluso su trabajo científico, su alegría, se veía empañado por pensamientos ambiciosos y mezquinos?

– Todo es muy difícil; no me encuentro bien. Liuda, ¿por qué no dices nada? Eh, ¿Liuda? ¿Comprendes lo que te digo?

Liudmila Nikoláyevna no contestó. Se había quedado dormida.

Víktor se rió en voz baja. Le parecía cómico que de las dos mujeres que conocían sus problemas una se hubiera dormido y la otra no pegara ojo. Después imaginó el rostro delgado de Maria Ivánovna y le repitió las mismas palabras que hace un momento le había dicho a su mujer:

– ¿Me comprendes, Masha?

«Caramba, qué disparates se me pasan por la cabeza», pensó mientras se dormía.

En efecto, por la cabeza se le había pasado un verdadero disparate.

Shtrum era un inepto para cualquier actividad manual. En casa, cuando la plancha eléctrica se quemaba o saltaba la luz por un cortocircuito, era Liudmila Nikoláyevna quien se ocupaba de las reparaciones.

Durante los primeros años de vida en común con Víktor, a Liudmila le enternecía su torpeza. Pero en los últimos tiempos la desesperaba, y un día que puso la tetera vacía en el fuego exclamó:

– ¿Qué te pasa? ¿Tienes las manos de mantequilla? Eres más tonto que el asa de un cubo.

Luego, mientras instalaban los nuevos aparatos en el laboratorio, aquellas palabras de Liudmila, que tanto le habían irritado y ofendido, le volvían constantemente a la mente.

En el laboratorio reinaban Márkov y Nozdrín. Savostiánov fue el primero en percatarse y dijo en una reunión de producción:

– ¡No hay otro Dios que el profesor Márkov y Nozdrín es su profeta!

La arrogancia y la reticencia de Márkov desaparecieron. Márkov maravillaba a Shtrum por su audacia de pensamiento, por la extrema facilidad con que solucionaba todos los problemas. Shtrum tenía la impresión de que era como un cirujano que, bisturí en mano, operaba entre una red de vasos sanguíneos y centros nerviosos. Parecía que de sus manos naciera un ser inteligente de mente poderosa y penetrante, un nuevo organismo de metal dotado, por primera vez en el mundo, de corazón y sentimientos, capaz de alegrarse y sufrir al mismo nivel que las gentes que lo habían creado.

A Shtrum siempre le había divertido un poco la inquebrantable seguridad de Márkov en su trabajo, convencido de que los instrumentos que creaba con sus manos tenían mayor importancia que las fútiles cuestiones de las que se habían ocupado Buda o Mahoma, o que los libros escritos por Tolstói o Dostoyevski.

¡Tolstói dudaba del valor de su inmenso trabajo como escritor! El genio no estaba convencido de estar creando algo necesario para la gente. Pero los físicos sí lo estaban. Ellos no dudaban. Y Márkov, mucho menos.

Sin embargo, ahora esta seguridad suya no le parecía tan divertida. A Shtrum también le gustaba observar a Nozdrín trabajando con la lima, las pinzas, el destornillador o mientras escogía, con aire pensativo, entre diversas terminaciones de cables para echar una mano a los electricistas que conectaban el circuito eléctrico con los nuevos aparatos.

El suelo estaba cubierto de manojos de cables y hojas de plomo opacas y azuladas. En medio de la sala, sobre una plancha de hierro fundido, se erguía la pieza maestra llegada de los Urales, que se distinguía por sus formas circulares y triangulares perforadas sobre el metal. Qué belleza tan abrumadora e inquietante encerraba aquel bloque de metal que les permitiría estudiar la naturaleza con una perfección fantástica…

A orillas del mar, mil o dos mil años antes, un puñado de hombres construyeron una balsa con troncos gruesos sujetos por cuerdas y ganchos. Sobre la arena habían dispuesto sus tornos y bancos de carpintero y en las hogueras fundían el alquitrán en vasijas… Pronto se harían a la mar. Por la noche los constructores de la balsa habían vuelto a sus casas, habían respirado el aroma del hogar, sentido el calor en torno al brasero, oído los improperios y las risas de sus mujeres. A veces se entrometían en las riñas domésticas, hacían ruido, levantaban la mano a sus hijos, discutían con los vecinos. Y por la noche, en la cálida oscuridad, el rumor del mar se volvía cada vez más audible, y el corazón se les encogía en el presentimiento del próximo viaje a lo desconocido…

Cuando estaba concentrado en el trabajo, Sokolov por lo general no articulaba palabra. En ocasiones Shtrum se volvía a mirarlo, se cruzaba con su mirada seria y atenta, y tenía la impresión de que todo cuanto había habido de bueno e importante entre ellos seguía muy vivo.

Shtrum deseaba mantener una conversación sincera con Piotr Lavréntievich. En realidad, todo era muy extraño. Todas aquellas pasiones humillantes desencadenadas por la distribución de las raciones, los pensamientos mezquinos sobre el modo de medir la estima y la consideración que te tenían los superiores. Pero todavía continuaban palpitando en el corazón sentimientos que no dependían de las autoridades, de los éxitos o fracasos profesionales, de los premios.

De nuevo las veladas de Kazán parecían jóvenes y maravillosas, tenían algo de las reuniones estudiantiles de antes de la Revolución. Si al menos Madiárov pudiera revelarse como un hombre honesto. Era extraño: Karímov desconfiaba de Madiárov, Madiárov de Karímov… ¡Y los dos eran honrados! De eso estaba seguro. Después de todo, como decía Heine: Die beiden stinken [90].

A veces recordaba una conversación que había tenido con Chepizhin acerca del «magma»; ¿Por qué ahora que había vuelto a Moscú se removían en su alma todas esas cosas mezquinas e insignificantes? ¿Por qué pensaba tan a menudo en personas a las que no respetaba? ¿Por qué las personas más talentosas, fuertes y honestas eran incapaces de ayudarle?

– Es curioso -dijo Shtrum a Sokolov-. Viene gente de todos los laboratorios para ver el montaje de nuestro nuevo aparato. En cambio Shishakov no se ha dignado honrarnos con su presencia.

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[90] «Los dos huelen mal.»

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