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Kovchenko abrió una carpeta roja y tendió a Shtrum una carta mecanografiada.

– Víktor Pávlovich -dijo-, debo decirle una cosa: esta campaña angloamericana le hace el juego a los fascistas. Probablemente sea obra de una quinta columna.

Badin, interrumpiéndole, dijo:

– ¿Por qué intenta persuadir a Víktor PávlovicbJlEn él late el corazón de un patriota soviético ruso, como en todos nosotros.

– Por supuesto -confirmó Shishakov-, así es.

– ¿Y quién lo pone en duda? -subrayó Kovchenko.

– Claro, claro -dijo Shtrum.

Lo más sorprendente es que esas personas, hasta hace poco llenas de desprecio y de recelo hacia él, ahora le profesaban su amistad y confianza con toda naturalidad. Y Víktor Pávlovich, aunque no se olvidaba de la crueldad con que le habían tratado en el pasado, aceptaba su amistad con la misma naturalidad.

Eran esas muestras de aprecio y confianza las que le paralizaban, las que le quitaban la fuerza. Si le hubieran levantado la voz, dado patadas y golpeado, quizá se habría enfurecido, habría recobrado las fuerzas…

Stalin había hablado con él. Las personas que ahora se sentaban junto a él lo tenían bien presente.

Pero, Dios mío, qué carta tan espantosa le habían pedido que firmara. ¡Qué cosas tan horribles decía!

No podía creer que el profesor Pletniov y el doctor Levin hubieran asesinado al gran escritor. Su madre, cuando venía a Moscú, iba a la consulta de Levin. Liudmila Nikoláyevna era paciente suya. Era un hombre inteligente, sensible, amable. ¡Había que ser un monstruo para calumniar así a dos médicos!

Esas acusaciones apestaban a oscurantismo medieval, ¡Médicos asesinos! Los médicos que habían asesinado al gran escritor, al último clásico ruso. ¿A quién podían beneficiar esas calumnias sangrientas? Las cazas de brujas, las hogueras de la Inquisición, las ejecuciones de los herejes, el humo, el hedor, la pez hirviendo… ¿Qué tenía que ver eso con Lenin, con la construcción del socialismo, con la gran guerra contra el fascismo?

Comenzó a leer la primera hoja de la carta,

«¿Está cómodo? ¿Tiene bastante luz?», le preguntaba Alekséi Alekséyevich. ¿No quería sentarse en el sillón? No, no, estaba cómodo, muchas gracias.

Leía despacio, las palabras se metían a presión en su cerebro, pero no calaban, como la arena en una manzana.

Leyó: «Al tomar bajo vuestra defensa a esos degenerados, a esas perversiones del género humano que son Pletniov y Levin, que han mancillado el elevado cometido de los médicos, estáis haciendo el caldo gordo a la ideología fascista, enemiga de la humanidad».

Más adelante: «La nación soviética se ha quedado sola en su lucha contra el fascismo alemán, que ha restaurado los procesos medievales contra las brujas, los pogromos judíos, las hogueras de la Inquisición, las mazmorras y las torturas».

Dios mío, ¿cómo podía leer eso y no volverse loco? Y luego: «La sangre de nuestros hijos vertida en Stalingrado marca un giro decisivo en la guerra contra el hitlerismo, pero vosotros, dispensando vuestra protección a esos renegados quintacolumnistas, aun sin quererlo…».

Claro, claro… «En ninguna parte del mundo los hombres de ciencia están tan arropados por el cariño del pueblo y las atenciones del Estado como en la Unión Soviética.»

– Viktor Pávlovich, ¿le molesta que hablemos?

– No, no, en absoluto -respondió Shtrum, y pensó: «Hay afortunados que saben tomárselo todo en broma: o se encuentran en su dacha, o están enfermos, o bien…».

Kovchenko afirmaba:

– He oído que Iósif Vissariónovich conoce la existencia de esta carta y ha aprobado la iniciativa de nuestros científicos.

– En este sentido la firma de Víktor Hávlovich… -comenzó Badin.

La angustia, la repugnancia, el presentimiento de su docilidad se apoderaron de Víktor. Sentía la respiración afectuosa del gran Estado, y no tenía arrojo suficiente para lanzarse a la oscuridad helada… No, no, hoy ya no tenía fuerzas. No era el miedo lo que le paralizaba, era otra cosa: el sentimiento abrumador de la propia sumisión.

¡Qué criatura tan extraña y sorprendente es el ser humano! Había encontrado en sí la fuerza para renunciar a la vida, y ahora era incapaz de rechazar unos bombones y unos caramelitos.

Pero ¿cómo rechazar esa mano omnipotente que te acaricia la cabeza, que te da palmaditas en la espalda?

Tonterías, ¿por qué se estaba calumniando a sí mismo? ¿Qué tenían que ver aquí los bombones y los caramelitos? Siempre había sido indiferente a la vida cómoda, a los bienes materiales. Sus ideas, su trabajo, todo lo que le era más preciado en la vida había resultado ser necesario y valioso en la lucha-contra el fascismo. ¡Esa era la verdadera felicidad! Pero ¿por qué darle vueltas? Habían confesado durante la instrucción. Habían confesado durante el juicio. ¿Era posible aún creer en su inocencia después de que se hubieran reconocido culpables del asesinato del gran escritor?

¿Negarse a firmar la carta? ¡Eso significaría ser cómplice de los asesinos de Gorki! No, imposible. ¿Dudar de la autenticidad de sus confesiones? Era como sostener que les habían coaccionado. Y obligar a un hombre bueno e inteligente a reconocerse un asesino a sueldo y, con eso, hacerse merecedor de la pena de muerte y de una memoria infame sólo es posible mediante la tortura. Sería una locura expresar aunque sólo fuera una sombra de esa sospecha.

Firmar esa carta era repugnante, muy repugnante. Le vinieron a la mente las excusas y sus correspondientes réplicas… «Camaradas, estoy enfermo, sufro espasmos en las arterias coronarias.» «Tonterías. Se escuda en la enfermedad, tiene aspecto espléndido.» «Camaradas, ¿por qué necesitan mi firma? Sólo me conoce un círculo reducido de especialistas, son muy pocos los que saben de mí fuera del país.» «Tonterías (y qué agradable es escuchar que eso eran tonterías). Todo el mundo le conoce, ¡ya lo creo que le conocen! En cualquier caso, sería impensable presentar esta carta a Stalin sin su firma. Podría preguntar: "¿Por qné no la firmado Shtrum?"»

«Camaradas, os diré con toda franqueza que algunas fórmulas no me parecen del todo adecuadas, arrojan una sombra, por decirlo así, sobre la intellígentsia científica.»

«Por favor, Víktor Pávlovich, háganos sus sugerencias; cambiaremos con mucho gusto las formulaciones que le parezcan desafortunadas.»

«Camaradas, les ruego que me comprendan. Aquí, por ejemplo, ustedes han escrito: eí enemigo del pueblo, el escritor Babel; el enemigo del pueblo, el escritor Pilniak; el enemigo del pueblo, el académico Vavílov; el enemigo del pueblo, el artisra Meyerhold… Yo soy un físico, un matemático, un teórico, algunos me consideran un esquizofrénico dado lo abstracto que es el campo de mi actividad. Y además, para serles sincero, tengo mis carencias; a personas como yo es mejor dejarlas en paz, no entiendo de estos asuntos.»

«Vamos, VSktor Pávlovich, ¿qué dice? Usted comprende a la perfección las cuestiones de política, tiene una lógica de hierro, recuerde cuántas veces y con qué vehemencia ha hablado de política.»

«Por el amor de Dios, entiéndanme, tengo conciencia.» Es demasiado doloroso e insoportable, no estoy obligado… ¿Por qué debería firmar? No puedo más, concédanme el derecho a tener la conciencia limpia.»

No podía escapar de ese sentimiento de impotencia, un sentimiento que, de alguna manera, le había hipnotizado: la docilidad del ganado bien alimentado, mimado; el miedo a arruinar su vida una vez más, el miedo a volver a tener miedo.

¿Así que era eso? ¿De nuevo tenía que enfrentarse al colectivo? ¿De nuevo la soledad? Era hora de tomarse la vida en serio. Había conseguido lo que durante años no se había atrevido a soñar. Trabajaba con completa libertad, rodeado de mimos y atenciones. Y todo lo había conseguido sin pedir nada, sin arrepentirse. ¡Era el vencedor! ¿Qué más quería? ¡Stalin le había telefoneado!

«Camaradas, todo esto es tan grave que me gustaría pensarlo. Permítanme que aplace mi decisión hasta mañana.»

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