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Krímov comprendía que los nuevos y los viejos cuadros del Partido formaban una gran comunidad de ideas e intereses, que no podía haber diferencias, sino sólo afinidad, unión. Sin embargo aquello no le impedía experimentar cierto sentimiento de superioridad respecto a los nuevos hombres, la superioridad del bolchevique leninista…

No se daba cuenta de que su vínculo con el juez instructor ya no residía en el hecho de estar dispuesto a ponerle a su altura, de reconocerle como a un camarada de Partido. Ahora, el deseo de unión con el juez instructor respondía a una patética esperanza: que éste se acercara a él, que reconociera a Nikolái Krímov, o al menos que admitiera que no todo en él era malo, deshonesto, insignificante.

Krímov no se había percatado del sutil cambio, pero ahora la seguridad del juez instructor era la propia de un verdadero comunista.

– Si usted es capaz de arrepentirse sinceramente, si conserva todavía una brizna de amor por el Partido, entonces ayúdelo reconociendo las imputaciones.

Y de repente, extirpando la debilidad que le estaba devorando la corteza cerebral, Krímov gritó:

– ¡No conseguirá nada de mí! ¡No firmaré unas declaraciones falsas! ¿Me oye? No firmaré ni bajo tortura,

– Piénselo -respondió el juez instructor.

Se puso a hojear unos papeles sin mirar a Krímov. Los minutos pasaban. Dejó a un lado el expediente y cogió de la mesa un folio en blanco. Parecía que se hubiera olvidado de Krímov; escribía sin prisa, entornando los ojos mientras se concentraba en sus pensamientos. Después releyó lo que había escrito, volvió a reflexionar, sacó un sobre del cajón y comenzó a escribir en él una dirección. Tal vez aquella carta no tenía nada que ver con el trabajo. Luego comprobó la dirección y subrayó dos veces el apellido. Recargó la estilográfica de tinta y se entretuvo un buen rato limpiando Las gotas. Después sacó punta a unos lápices encima del cenicero. La mina de un lapicero no hacía más que romperse, pero el funcionario, sin enfadarse, perseveraba en su paciente empeño de afilarlo. Luego probó sobre la yema si la punta estaba bien afilada.

Entretanto la criatura pensaba. Tenía en qué pensar. ¿De dónde habían salido tantos chivatos? Debía recordar, descubrir al autor de la denuncia. Muska Grinberg… El juez instructor sacaría a Zhenia a colación… Pero era extraño que no hubiera preguntado ni dicho una palabra sobre ella… «¿Es posible que haya sido Vasia el que ha declarado contra mí…? Pero ¿qué, qué es lo que debo confesar? Estoy ya aquí, y el misterio sigue sin resolver. ¿Para qué necesita esto el Partido? Iósif, Koba, Soso [117]. ¿Por qué pecados se ha aniquilado a tanta gente buena y fuerte? No hay que recelar de los interrogatorios de los jueces instructores, sino del silencio, de aquello que se calla; Katsenelenbogen tenía razón. Sí, pronto comenzaría con Zhenia. Estaba claro que la habían arrestado. ¿De dónde parte todo esto, cómo ha comenzado? Pero ¿es posible que yo esté aquí? ¡Qué angustia, cuántas porquerías en mi vida! ¡Perdóneme, camarada Stalin! ¡Una palabra suya, iósif Vissariónovich! Soy culpable, me he confundido, he dudado, el Partido lo sabe todo, lo ve todo. Pero ¿por qué, por qué hablé con aquel periodista? ¿No da ya todo lo mismo? Pero ¿qué tiene que ver aquí el cerco? Era absurdo: calumnias, mentiras, provocaciones. ¿Por qué, por qué no dije aquella vez sobre Hacken: "Hermano mío, amigo mío, no dudo de tu honradez"? Hacken había apartado sus ojos infelices…»

De repente el juez instructor preguntó:

– ¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria? Krímov hizo un gesto de impotencia con los brazos y respondió:

– No tengo nada que recordar. Sonó el teléfono.

– Diga -dijo el juez instructor lanzando una ojeada rápida a Krímov, y añadió-: Sí, dispóngalo todo, dentro de poco será hora de comenzar.

Krímov tuvo la impresión de que hablaban de él.

Luego el investigador colgó el auricular y volvió a descolgar. Aquella conversación telefónica era extraña, se desarrollaba como si a su lado no hubiera un hombre, sino un animal de cuatro patas. Era evidente que el juez instructor hablaba con su mujer.

Al principio las preguntas atañían a problemas domésticos:

– ¿En la tienda especial? ¿Un ganso? Está bien… ¿Por qué no te lo han dado con el primer cupón? La mujer de Serguéi los llamó al departamento y con el mismo cupón le dieron una pierna de carnero; nos han invitado. A propósito, he cogido requesón en la cantina… No, no es agrio, tengo ochocientos gramos… ¿Cómo va hoy el gas? No te olvides del traje.

Luego cambió de tema:

– Bien, cuídate, no me eches demasiado de menos. ¿Has soñado conmigo…? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo estaba, en calzoncillos? Qué pena… Bueno, te enseñaré un par de cosas cuando llegue… ¿La limpieza? De acuerdo, pero ni hablar de coger peso.

En esa cotidianidad pequeñoburguesa había algo increíble: cuanto más corrientes y humanas eran las palabras, menos se parecía a un hombre quien las pronunciaba. En el simio que copia los comportamientos humanos hay algo espantoso… Y el mismo Krímov sentía claramente que ya no era un hombre, porque en presencia de un extraño no se mantienen conversaciones de ese tipo: «Te beso en los labios…, no quieres… bueno, está bien, está bien…».

Aunque si era correcta la teoría de Bogoleyev según la cual Krímov era un gato de Angora, una rana, un jilguero o sencillamente un escarabajo sobre una ramita, en ese caso la conversación no tenía nada de extraordinario.

Hacia el final del diálogo el juez instructor preguntó:

– ¿Que huele a quemado? Bueno, pues corre, corre, hasta luego.

Luego cogió un libro y un cuaderno y se sumergió en la lectura, tomando notas de vez en cuando con un lápiz; tal vez se preparaba para un examen o estaba redactando un informe…

De pronto, terriblemente irritado, observó:

– ¿Por qué no deja de golpear con los pies? ¿Cree que está en un desfile deportivo?

– Se me han dormido las piernas, ciudadano juez instructor.

Pero el juez instructor se había zambullido de nuevo en la lectura del libro científico.

Unos diez minutos más tarde, preguntó con aire distraído:

– ¿Qué? ¿Se le ha refrescado la memoria?

– Ciudadano juez instructor, tengo que ir al baño.

– El juez instructor suspiró, fue hasta la puerta y llamó en voz baja. Los propietarios de perros ponen una cara parecida, cuando el animal quiere salir a pasear a una hora intempestiva.

Entró un soldado con el uniforme de combate. Krímov le examinó con ojo experto: todo estaba en orden, el cinturón bien ajustado, el cuello inmaculado, el gorro en la posición reglamentaria. Sólo que aquel joven soldado no ejercía su oficio de combatiente.

Krímov se levantó con las piernas entumecidas después de estar tanto rato sentado en la silla, y dio unos primeros pasos tambaleantes. En el baño trataba de pensar a toda prisa mientras el centinela no le quitaba ojo de encima, y en el viaje de vuelta hizo tres cuartos de lo mismo.

Tenía cosas de sobra en que pensar.

Cuando Krímov regresó al despacho el juez instructor ya no estaba; en su lugar había un joven uniformado con hombreras azules adornadas por un cordón rojo de capitán. El capitán dirigió al detenido una mirada hostil, como si le hubiera odiado toda su vida.

– ¿Qué haces ahí plantado? -dijo el capitán-. ¡Vamos, siéntate! Ponte recto, carroña: ¿por qué curvas la espalda? Mira que te doy una que te enderezas de golpe.

«Bonita manera de presentarse», pensó Krímov, y le asaltó un miedo nunca experimentado, ni siquiera en la guerra.

«Ahora comenzará todo desde el principio», pensó.

El capitán echó una nube de humo de tabaco a través de la cual se abrió paso su voz.

– Aquí tienes, papel y bolígrafo. ¿Tengo que escribir por ti?

Al capitán le gustaba humillar a Krímov. Pero tal vez sólo formaba parte de su trabajo… En el frente a veces ordenan a los artilleros que disparen para inquietar al enemigo, y disparan noche y día.

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[117] Nombre, seudónimo y diminutivo de Stalin.

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