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– ¿Y así te sientas? ¿Has venido aquí a dormir?

Unos minutos más tarde le increpó de nuevo:

– ¡Eh! ¿No has oído lo que te he dicho? ¿O es que no te importa?

Se acercó a la ventana, levantó la cortina de camuflaje, apagó la luz, y la mañana miró con hostilidad a los ojos de Krímov. Era la primera vez desde que había llegado a la Lubianka que veía la luz del día.

«Ha pasado la noche», pensó Nikolái Grigórievich.

¿Había conocido una mañana peor que aquélla en su vida? ¿Era él quien, feliz y libre, sólo unas semanas antes había estado echado despreocupadamente en un cráter de bomba mientras el acero silbaba sobre su cabeza?

El tiempo se había vuelto confuso: se encontraba en aquel despacho desde hacía una eternidad, y sin embargo hacía poco que había dejado Stalingrado.

Qué luz gris, de piedra, brilla fuera de la ventana, esa luz que se filtra en el patio interior de la prisión. No parecía luz, sino agua sucia. Bajo aquella luz de una mañana de invierno los objetos tenían un aspecto todavía más burocrático, sombrío, hostil que bajo la luz eléctrica.

No, no eran las botas las que se le habían quedado pequeñas, sino los pies los que se le habían hinchado.

¿De qué manera se habían relacionado el aquí y ahora, su vida pasada y su trabajo en el cerco de 1941? ¿A quién pertenecían los dedos que habían unido lo incompatible? ¿Y con qué finalidad? ¿A quién le hacía falta? ¿Por qué?

Los pensamientos eran tan ardientes que por momentos olvidaba el dolor de espalda y de riñones, no sentía las piernas hinchadas haciendo presión contra las cañas de sus botas.

Fritz Hacken… «¿Cómo he podido olvidarme de que yo, en 1938, estuve sentado en una habitación como ésta? Así, pero no exactamente así: en el bolsillo tenía un salvoconducto.»

Ahora le venían a la cabeza los detalles más sórdidos: el deseo de gastar a todos, al empleado de la oficina de pases, a los porteros, al ascensorista con uniforme militar. El juez instructor había dicho: «Camarada Krímov, por favor, ayúdenos». ¡Lo más detestable era el deseo de sinceridad! ¡Oh, ahora se acordaba! ¡Sólo contaba la sinceridad! Y él había sido sincero, había hecho memoria de los errores de Hacken a la hora de valorar el movimiento espartaquista, su hostilidad hacia Thalmann, su deseo de recibir honorarios por su libro, su separación de Elsa justo cuando estaba encinta… La verdad es que también había recordado lo bueno… El juez instructor había anotado una de sus frases; «Sobre la base de un conocimiento cimentado durante años considero poco probable su participación en acciones directas de sabotaje, aunque no puedo excluir del todo la posibilidad de una duplicidad de conducta…».

Sí, había hecho una denuncia… Todo lo que contenía aquella carpeta, que le acompañaría hasta la eternidad, eran afirmaciones de camaradas que también habían querido ser sinceros. ¿Por qué él había querido ser sincero? ¿Por su sentido de deber hacia el Partido? ¡Mentira, mentira! Si de verdad hubiera querido ser sincero sólo tendría que haber hecho una cosa: golpear con el puño contra la mesa y gritar: «Hacken es un hermano, un amigo, ¡es inocente!». Pero no, él había hurgado en la memoria en busca de nimiedades, hilando muy fino para ayudar a aquel hombre sin cuya firma su pase no tendría validez para abandonar la casa grande. Y se acordaba también de esto: la sensación ávida de felicidad que le embargó cuando el juez instructor le dijo: «Un minuto, que le firmo el salvoconducto, camarada Krímov». Había ayudado a meter a Hacken entre rejas. ¿Adonde se dirigió el amante de la verdad con su salvoconducto firmado? ¿Acaso no había ido a casa de Muska Grinberg, la mujer de su amigo? Pero en realidad todo lo que había dicho de Hacken era cierto. Y del mismo modo todo lo que habían dicho de él era verdad. Efectivamente, había contado a Fedia Yevséyev que Stalin padecía complejo de inferioridad a causa de su falta de instrucción filosófica. Era atroz la lista de personas con las que se había encontrado: Nikolái lvánovich, Grigori Yevséyevich, Lómov, Shatski, Piatnitski, Lominadze, Riutin, el pelirrojo Shliápnikov; había ido a ver a Liev Borísovich a la «Academia», a Lashevich, Yan Gamárnik, Luppol; había visitado al viejo Riazánov en el instituto; en Siberia se había quedado un par de veces en casa de Eije, un viejo conocido; y luego se había encontrado en dos ocasiones con Skrípnik en Kiev, y Stanislav Kosior en Jarkov, y Ruth Fischer; y sí…gracias a Dios el juez instructor había olvidado lo más importante, y es que en una época Liev Davídovich [118] le había tenido estima…

En pocas palabras, era una manzana podrida. Pero ¿por qué? ¿Acaso no eran los otros más culpables que él? «Sin embargo, yo todavía no he firmado nada. Ten paciencia, Nikolái, ya veras como tú también acabarás firmando. Probablemente lo peor está por llegar. Te tendrán aquí, sin dejarte dormir durante tres días, y después comenzarán a pegarte. Nada de esto se parece mucho al socialismo, ¿no? ¿Por qué mi Partido quiere aniquilarme? Somos nosotros los que hemos hecho la Revolución, y no Malenkov, Zhdánov o Scherbakov. Todos somos despiadados con los enemigos de la Revolución. ¿Por qué la Revolución, es despiadada con nosotros? Tal vez lo sea por eso mismo… O tal vez no tenga nada que ver con la Revolución. ¿Qué va a hacer este capitán con la Revolución? Es sólo un bandido, un miembro de las Centurias Negras.»

Ahí estaba, dando palos al agua, y entretanto el tiempo pasaba.

Le dolían la espalda y las piernas, el agotamiento le consumía. Sólo pensaba en estirarse en la cama y, descalzo, mover los dedos de los pies, levantar las piernas, rascarse las pantorrillas.

– ¡Nada de dormirse! -gritó el capitán, como si diera una orden en el fragor de la batalla.

Daba la impresión de que el frente se quebraría y el Estado soviético se vendría abajo si Krímov cerraba los ojos un instante…

En toda su vida Krímov no había oído tal cantidad de improperios.

Sus amigos, sus colaboradores más queridos, sus secretarias, aquellos que habían participado en sus conversaciones más íntimas habían recogido cada una de sus palabras y de sus actos. A medida que los recuerdos afluían se sentía aterrado: «Eso se lo dije a Iván, sólo a Iván». «Aquello fue en una conversación con Grisha, a Grisha lo conozco desde los años veinte.» «Eso fue cuando hablé con Mashka Meltser. Ay, Mashka, Mashka.»

De pronto le vinieron a la memoria las palabras del juez instructor: que no contaba con recibir un paquete de Yevguenia Nikoláyevna… Era un comentario de una reciente conversación que había mantenido en la celda con Bogoleyev. Hasta el último día la gente no había dejado de llenar el herbolario de Krímov.

Por la tarde le llevaron una escudilla de sopa, pero la mano le temblaba tanto que tuvo que inclinar la cabeza y sorber la sopa por el borde de la escudilla, mientras la cuchara repiqueteaba.

– Comes como un cerdo -observó con tono triste el capitán.

Luego tuvo lugar otro acontecimiento: Krímov pidió ir de nuevo al baño. Ahora, mientras recorría el pasillo, ya no lograba concentrarse en nada; sólo de pie ante la taza pensó: «Menos mal que me descosieron los botones; me tiemblan tanto los dedos que no habría sido capaz de abrir y cerrar la bragueta».

Entretanto el tiempo pasaba y hacía su trabajo. El Estado con las hombreras del capitán había obtenido la victoria. En la cabeza de Krímov flotaba una niebla espesa, gris; probablemente la misma niebla que llena el cerebro de los simios. No había existido nunca ni pasado ni futuro, no había existido nunca una carpeta con lazos enredados. En el mundo sólo había una cosa: quitarse las botas, rascarse, dormir.

Regresó el juez instructor.

– ¿Ha dormido? -le preguntó el capitán.

– Los jefes no duermen, los jefes reposan -dijo en tono aleccionador el juez instructor, repitiendo un viejo chiste de soldado.

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