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Más de una vez Chepizhin, Sokolov y Márkov habían conversado sobre estos temas. Hacía todavía poco tiempo, Chepizhin hablaba de los miopes, incapaces de ver las perspectivas prácticas relacionadas con la acción de los neutrones sobre el núcleo pesado. Pero el mismo Chepizhin había decidido no trabajar en ese campo…

En el aire, saturado del ruido de botas de los soldados, del fuego de la guerra, de humo, del crujido de los tanques, había aparecido una nueva tensión que no hacía ruido, y la mano más fuerte del mundo había levantado el auricular del teléfono, y el físico teórico había oído una voz sosegada que decía: «Le deseo éxito en su trabajo». Una sombra nueva, imperceptible, muda, ligera se había extendido sobre la tierra quemada por la guerra, sobre las cabezas de niños y viejos. La gente no tenía conciencia de ella, no sabía de su existencia, no presentía, el nacimiento de una fuerza que pertenecía al futuro.

Largo era el camino que separaba los escritorios de algunas decenas de físicos, las hojas de papel cubiertas de alfas, betas, gammas, íes, sigmas, las bibliotecas y los laboratorios, de la fuerza satánica y cósmica, futuro espectro del poder del Estado.

Sin embargo, el camino había comenzado, y la sombra muda continuaba espesándose, se transformaba en una tiniebla capaz de envolver Moscú y Nueva York.

Aquel día Shtrum no se alegró del éxito de su trabajo, que sólo poco antes parecía olvidado por los siglos de los siglos en un cajón de su escritorio. Ahora saldría de su cautiverio y vería la luz en el laboratorio, sería incorporado en conferencias e informes docentes. No pensaba en el triunfo de la verdad científica, en su victoria, en el hecho de que podría ayudar de nuevo al progreso de la ciencia, tener sus alumnos, estar presente en las páginas de las revistas y los manuales, esperar ansiosamente a ver si su teoría se correspondía con la verdad del contador y las fotoemulsiones.

Otra emoción le había engullido: el triunfo orgulloso sobre las personas que le habían perseguido. Hasta hacía poco creía que no albergaba resentimiento contra ellos. Ahora tampoco quería vengarse, hacer daño, pero se sentía feliz en mente y espíritu cuando recordaba todos los actos malos, deshonestos, crueles y cobardes que habían cometido contra él. Cuanto más groseros y ruines se habían mostrado con él, más dulce le resultaba regodearse en el recuerdo.

Cuando Nadia volvió de la escuela, Liudmila Nikoláyevna le gritó:

– ¡Nadia, Stalin ha telefoneado a papa!

Y al ver la emoción de su hija, que entró corriendo en la habitación, con el abrigo a medio quitar y arrastrando la bufanda por el suelo, Shtrum sintió aún con mayor nitidez el desconcierto que invadiría a los demás cuando ese mismo día o el siguiente se enteraran de lo que había pasado.

Durante la comida, Shtrum dejó la cuchara a un lado y dijo:

– No tengo ni pizca de hambre.

– Es una humillación total para tus detractores y perseguidores -dijo Liudmila Nikoláyevna-. Me imagino lo que pasará en el instituto, por no hablar de la Academia.

– Sí, sí -asintió él.

– Y en las tiendas especiales las señoras volverán a saludarte, mamá, y a sonreírte -dijo Nadia.

– Sí, sí -dijo Liudmila Nikoláyevna, y se le escapó una risita.

Shtrum siempre había despreciado a los aduladores, pero ahora pensar en la sonrisa obsequiosa de Alekséi Alekséyevich Shishakov le colmó de alegría. Había algo que le causaba extrañeza, que no comprendía. En aquel sentimiento de triunfo y felicidad que ahora experimentaba se mezclaba una tristeza que emergía de algún lugar recóndito, la nostalgia por algo precioso y arcano que en aquellas horas le parecía que se había alejado de él. Se sentía culpable de algo y ante alguien, pero no sabía de qué ni ante quién.

Estaba comiendo su sopa preferida, a base de alforfón y patatas, y recordaba sus lágrimas de niño, cuando en una noche de primavera había vislumbrado las estrellas entre los castaños en flor. El mundo, entonces, le parecía hermoso, el futuro, inmenso, lleno de bondad y luz radiante. Y hoy que su destino se había decidido, era como si se despidiera de su amor puro, infantil, casi religioso hacia la milagrosa ciencia; que se despidiera de lo que había sentido semanas atrás cuando, tras vencer un miedo enorme, había dejado de mentirse a sí mismo.

Sólo había una persona a la que hubiera podido contárselo, pero no estaba a su lado.

Era extraño. Su alma estaba impaciente y ansiosa por que todo el mundo supiera lo ocurrido. En el instituto, en las aulas de la universidad, en el Comité Central del Partido, en la Academia, en la administración de la casa y de la dacha, en las cátedras y las sociedades científicas. A Shtrum le daba lo mismo que Sokolov se enterara de la noticia. Al mismo tiempo, no con la cabeza, sino en lo más profundo de su corazón, prefería que María Ivánovna no lo supiera. Intuía que para su amor era mejor ser perseguido e infeliz. Al menos eso le parecía.

Les explicó a su mujer y su hija una historia que se contaba antes de la guerra: una noche Stalin había aparecido en el metro, ligeramente borracho, se había sentado al lado de una mujer joven y le había preguntado: «¿Qué puedo hacer por usted?».

«Me gustaría mucho visitar el Kremlin», respondió la mujer,

Stalin, antes de responder, había reflexionado un momento y después dijo: «Creo que podré arreglarlo».

Nadia intervino:

– Ves, papá, hoy eres un hombre tan importante que mamá te ha dejado contar tu historia, sin interrumpirte, y eso que la habrá escuchado más de ciento diez veces.

Y de nuevo, por centésima vez, se rieron de la ingenuidad de la mujer del metro,

Liudmila Nikoláyevna propuso: -Vitia, ¿qué te parece si descorchamos una botella para celebrar la ocasión?

Y trajo también una caja de bombones que tenía guardada para el cumpleaños de Nadia.

– Coged -dijo Liudmila Nikoláyevna-, pero tú, Nadia, no te lances encima como un lobo.

– Oye, papá -dijo Nadia-, ¿por qué nos burlamos de esa mujer del metro? ¿Y tú? ¿Por qué no le has preguntado a Stalin por el tío Mitia y Nikolái Grigórievich?

– ¿De qué hablas? ¿Crees que es posible?

– Sí que lo creo. La abuela se lo habría dicho enseguida, estoy segura de que se lo hubiera preguntado.

– Es probable -confirmó Shtrum-, es probable.

– Bueno, basta ya de decir tonterías -cortó Liudmila Nikoláyevna.

– ¿A eso le llamas tonterías, al destino de tu hermano? -replicó Nadia.

– Vitia -dijo Liudmila-, hay que telefonear a Shishakov.

– Me parece que subestimas lo que ha pasado. No hay que telefonear a nadie.

– Llama a Shishakov -insistió Liudmila.

– ¿Stalin me desea éxito en mi trabajo y yo tengo que llamar a Shishakov?

Aquel día un sentimiento nuevo y extraño anidó en Shtrum. Siempre le había indignado que se divinizara a Stalin. En los periódicos, su nombre aparecía por doquier, desde la primera a la última línea. Retratos, bustos, estatuas, oratorios, poemas, himnos… Le llamaban padre, genio…

A Shtrum le fastidiaba que el nombre de Stalin eclipsara al de Lenin, que su genio militar se contrapusiera al carácter civil de Lenin. En una de sus obras, Alekséi Tolstói representaba a Lenin encendiendo una cerilla servicialmente para que Stalin pudiera encender su pipa. En un cuadro un artista pintaba a Stalin subiendo majestuosamente los escalones de Smolni, mientras Lenin le seguía a toda prisa, excitado como un galio. Si en un cuadro se representaba a Lenin y Stalin en medio del pueblo,'sólo los viejos, las mujeres y los niños miraban con cariño a Lenin, mientras que una procesión de gigantes armados -obreros y marineros con cintas de ametralladoras en bandolera- marchaba hacia Stalin. Los historiadores, cuando describían los momentos cruciales de la vida del país de los soviets, siempre mostraban a Lenin pidiendo consejo a Stalin: durante la rebelión de Kronstadt, la defensa de Tsaritsin o la invasión de Polonia. La huelga de Bakú, en la que Stalin había participado, y el periódico georgiano Brdzola (La lucha), donde se habían publicado sus artículos, parecían más importantes en la historia del Partido que todo el movimiento revolucionario ruso.

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