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– ¿La guerra le ha impedido obtener algún estudio científico del extranjero? ¿Cuenta con todos los aparatos necesarios en el laboratorio? -preguntó Stalin.

Con una sinceridad que a él mismo le dejó sorprendido, Víktor dijo:

– Muchas gracias, Iósif Vissariónovich; mis condiciones de trabajo son perfectamente normales y satisfactorias.

Liudmila Nikoláyevna, de pie, como si Stalin pudiera verla, escuchaba la conversación.

Shtrum le hizo una señal: «Siéntate, que no te dé vergüenza…». Entretanto Stalin hizo una nueva pausa, meditando las palabras de Shtrum. De repente dijo:

– Adiós, camarada Shtrum, le deseo éxito en su trabajo.

– Adiós, camarada Stalin.

Shtrum colgó el teléfono.

Estaban allí sentados, uno enfrente del otro, igual que unos minutos antes, cuando hablaban de los manteles que Liudmila Nikoláyevna había vendido en el mercado Tishinski.

– Le deseo éxito en su trabajo -repitió Shtrum con un marcado acento georgiano.

El hecho de que nada hubiera cambiado, que el armario, el piano, las sillas permanecieran en su sitio, que hubiera dos platos sucios sobre la mesa, exactamente igual que antes, cuando hablaban del administrador de la casa, encerraba algo insensato, capaz de hacerle perder a uno el juicio.

Y es que, en el fondo, todo había cambiado: ante ellos se vislumbraba un nuevo destino.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada de particular. Me ha preguntado si la carencia de publicaciones extranjeras perturbaba mi trabajo -dijo Shtrum, esforzándose por parecer, también ante sí mismo, tranquilo e indiferente.

A ratos se sentía incómodo por la sensación de felicidad que le había invadido.

– Liuda, Liuda -dijo-, piénsalo, no me he arrepentido, no he bajado la cabeza, no le he escrito cartas. ¡Ha sido él quien me ha telefoneado!

¡Lo increíble se había hecho realidad! La grandeza de aquel acontecimiento era incalculable. ¿Era el mismo Víktor Pávlovich el que daba vueltas en la cama, el que no pegaba ojo por las noches, el que se entumecía mientras rellenaba formularios, el que se llevaba las manos a la cabeza pensando en lo que se había dicho de él en el Consejo Científico, el que recordaba sus pecados, el que se arrepentía mentalmente y pedía perdón, el que esperaba el arresto y pensaba en la miseria, el que se quedaba petrificado solo con pensar en una conversación con la empleada del Departamento de Pasaportes o la chica de la oficina de racionamiento?

– Dios mío, Dios mío… -balbuceó Liudmila Nikoláyevna-.

Tolia nunca lo sabrá.

Se aproximó a la puerta del cuarto de Tolia y la abrió.

Shtrum descolgó el teléfono y lo volvió a colgar al instante.

– ¿Y si ha sido una broma? -preguntó, aproximándose a la ventana.

Desde la ventana se veía la calle desierta y una mujer que pasaba con un chaquetón guateado.

Volvió hasta el teléfono y tamborileó encima su dedo curvado.

– ¿Cómo sonaba mí voz? -preguntó Shtrum.

– Hablabas muy despacio. Sabes, yo misma, no sé por qué, me he puesto de pie.

– ¡Stalin en persona!

– Puede que fuera una broma.

– Nadie se atrevería. Por una broma como ésa te caen diez años.

Sólo una hora antes deambulaba por la habitación y recordaba el romance de Goleníschev-Kutúzov:

… Y él, olvidado, yace solo…

¡Las llamadas telefónicas de Stalin!

Una o dos veces al año, corrían, rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg.

A él no le hacía falta dar órdenes: otorgadle un premio a ése, dadle un apartamento, ¡construidle un instituto científico! Stalin estaba por encima de esos asuntos; se ocupaban de ello sus subordinados, que adivinaban la voluntad de Stalin por la expresión de sus ojos, por la entonación de su voz. Si Stalin sonreía con benevolencia a un hombre, su destino se transformaba: abandonaba las tinieblas y el anonimato por una lluvia de gloria, honores, fuerza. Decenas de poderosos inclinaban la cabeza, ante el afortunado; Stalin le había sonreído, había bromeado con él hablando por teléfono.

La gente repetía los detalles de sus conversaciones, cada palabra dicha por Stalin les colmaba de estupor. Cuanto más comunes eran las palabras, más se asombraban. Parecía que Stalin no pudiera decir cosas corrientes.

Se decía que había llamado a un famoso escultor y le había dicho en broma: «Hola, viejo borrachín».

A otra celebridad, un hombre honesto, le había preguntado por un amigo suyo arrestado, y cuando éste, desconcertado, balbuceó una respuesta, Stalin le dijo: «Defiende mal a sus amigos».

Se contaba también que había llamado a la redacción de un periódico juvenil y el redactor adjunto había respondido:

– Bubekin al habla.

Stalin respondió:

– ¿Y quién es Bubekin?

– Debería saberlo -respondió su interlocutor, y le colgó el teléfono.

Stalin volvió a marcar el número y dijo:

– Camarada Bubekin, aquí Stalin.

Explíqueme, por favor, quién es usted.

Se decía que Bubekin, después de lo ocurrido, había pasado dos semanas en el hospital para recuperarse de la conmoción.

Bastaba una palabra suya para aniquilar a miles, decenas de miles de personas. Un mariscal, un comisario del pueblo, un miembro del Comité Central, un secretario de obkom, personas que habían estado al mando de ejércitos y frentes, que habían gobernado territorios, repúblicas, fábricas enormes, podían convertirse de un día para otro, por una palabra airada de Stalin, en un cero, en polvo de un campo penitenciario que hace tintinear la escudilla a la espera de su ración de bodrio en la cocina del campo.

Se contaba que Stalin y Beria habían visitado a un viejo bolchevique, georgiano, recién liberado de la Lubianka, y se habían quedado en su casa hasta la mañana siguiente. Los otros inquilinos no se habían atrevido a utilizar el baño y ni siquiera habían ido a trabajar. A los invitados les había abierto la puerta una comadrona, la inquilina de mayor edad. Había salido en camisón, llevando un perrito en los brazos, furiosa porque los visitantes nocturnos no habían llamado a la puerta el número de veces convenido. Luego había explicado: «Abrí la puerta y vi un retrato. Luego el retrato comenzó a avanzar hacia mí». Decían que Stalin había dado una vuelta por el pasillo y había examinado durante un largo rato la hoja colgada al lado del teléfono donde los inquilinos marcaban con palitos el número de veces que habían llamado para saber cuánto tenían que pagar.

Todos estos relatos asombraban y provocaban la risa, debido a la banalidad de las palabras y las situaciones, que al mismo tiempo parecían increíbles: ¡ver a Stalin caminar por el pasillo de un apartamento comunal!

Y es que bastaba una palabra suya para que se erigieran edificios enormes, para que columnas de leñadores se dirigieran a la taiga, cientos de miles de personas excavaran canales, edificaran ciudades, trazaran carreteras en la noche polar, en medio de la congelación permanente. Representaba a un gran Estado. El sol de la Constitución estalinista…, el Partido de Stalin…, los planes quinquenales de Stalin,…, las obras de Stalin…, la estrategia de Stalin…, la aviación de Stalin… Un gran Estado se había encarnado en él, en su carácter, en sus costumbres,

«Le deseo éxito en su trabajo -repetía sin cesar Víktor Pávlovich-. Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante…»

Ahora estaba claro: Stalin sabía la importancia que se le atribuía a los físicos nucleares en el extranjero.

Shtrum percibía que alrededor de esta cuestión estaba surgiendo una extraña tensión, palpable en las líneas de los artículos escritos por los físicos ingleses y americanos, en las reticencias que quebraban el desarrollo lógico del pensamiento.

Había notado que ciertos nombres de investigadores que solían publicar sus trabajos habían desaparecido de las páginas de las revistas de física, que los científicos que se ocupaban de la fisión del núcleo pesado parecían haberse volatilizado, nadie mencionaba sus trabajos. Sentía que se acrecentaba la tensión, el silencio, en cuanto se rozaban cuestiones referentes a la desintegración del núcleo de uranio.

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