Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Mientras acompañaba a Zhenia a la puerta, la vecina, haciendo acopio de valor, le susurró:

– Era un hombre tan bueno, había partido como voluntario a la guerra.

Zhenia no había escrito a Nóvikov desde Moscú. ¡Qué confusión reinaba en su alma! Compasión, amor, arrepentimiento, felicidad por la victoria en el frente, preocupación por Nóvikov, vergüenza respecto a él y miedo de perderle para siempre, un sentimiento triste de injusticia…

No hacía mucho ella vivía en Kúibishev y se disponía a encontrarse con Nóvikov en el frente: el vínculo con él le parecía inevitable, ineludible, como el destino. Le asustaba la idea de estar ligada a él para siempre y de haber roto definitivamente con Krímov. A veces Nóvikov le parecía un extraño. Sus inquietudes, sus esperanzas, su círculo de amistades le resultaban del todo extraños. Le parecía absurdo tener que servir el té en su mesa, recibir a sus amigos, conversar con las mujeres de los generales y los coroneles.

Se acordó de la indiferencia de Nóvikov hacia El obispo o Una historia anónima, de Chéjov. Le gustaban aún menos las novelas tendenciosas de Dreiser o Feuchtwanger. Pero ahora comprendía que su ruptura con Nóvikov era un hecho, que nunca volvería con él; y sentía por él ternura, recordaba a menudo la dócil precipitación con la que él aprobaba todo lo que ella decía. Y la amargura, entonces, se apoderaba de Zhenia: ¿era posible que aquellas manos nunca más volvieran a tocar sus hombros, que no volviera a ver su rostro?

Nunca antes se había encontrado con semejante unión de fuerza, simplicidad grosera, humanidad, timidez. Se sentía atraída por él, un hombre tan ajeno al cruel fanatismo, rebosante de una bondad particular, sencilla e inteligente, una bondad de campesino.

De repente, con insistencia, le inquietó la idea de que algo oscuro y sucio se hubiera introducido en sus relaciones con sus más allegados. ¿Cómo era posible que el NKVD conociera las palabras que Krímov le había confiado? ¡Qué irremediablemente serio era todo lo que la unía a Krímov! Nada lograba borrar la vida transcurrida junto a él.

Seguiría a Krímov. Poco importaba que él no la perdonara: se merecía sus eternos reproches. Pero él la necesitaba y en la cárcel, seguramente, no dejaba de pensar en ella.

Nóvikov encontraría la fuerza para superar la ruptura. Sin embargo ella no podía comprender qué necesitaba para tranquilizar su alma: ¿saber que había dejado de amarla, que se había serenado y la había perdonado? ¿O, por el contrario, saber que la amaba, que no hallaba consuelo y que no la había perdonado? Y para ella, ¿era mejor saber que su ruptura era definitiva o bien creer, en el fondo de su corazón, que volverían a estar juntos?

Cuántos sufrimientos había causado a las personas amadas. ¿Acaso había hecho todo aquello por un capricho, por sí misma, y no por el bien de los demás? ¿Era sólo una intelectual neurótica?

Por la tarde, cuando Shtrum, Liudmila y Nadia estaban sentados a la mesa, Zhenia preguntó de repente, mirando a su hermana:

– ¿Sabes quién soy?

– ¿Tú? -se sorprendió Liudmila.

– Sí, sí, yo -dijo Zhenia y explicó-: Soy un pequeño perrito de sexo femenino.

– Una perrita, entonces, ¿no? -preguntó alegremente Nadia.

– Así es -respondió Zhenia.

Y de repente se echaron a reír, aunque comprendieron que Zhenia no estaba para bromas.

– Sabéis -dijo Zhenia-, un admirador mío de Kúibishev, Limónov, me explicó qué es el amor, cuando no es el primero. Decía que es avitaminosis espiritual. Por ejemplo, un hombre vive mucho tiempo con su mujer y desarrolla una especie de hambre espiritual: es como una vaca privada de sal o como un explorador polar que durante años no ve las verduras. Si su esposa es una mujer voluntariosa, autoritaria, fuerte, el marido comienza a añorar a un alma dulce, suave, apacible, tímida.

– Un imbécil, tu Limónov -dijo Liudmila Nikoláyevna.

– ¿Y si el hombre necesita varias vitaminas: la A, la B, la C, la D? -preguntó Nadia.

Más tarde, cuando todos se iban a dormir, Víktor Pávlovich observó:

– Zhenevieva, tenemos la costumbre de burlarnos de los intelectuales por su duplicidad hamletiana, por sus dudas e indecisiones. Yo, en mi juventud, despreciaba en mí todos estos rasgos. Ahora pienso diferente: la humanidad está en deuda con los indecisos y los dubitativos por sus grandes descubrimientos, por sus grandes libros. Su obra no es menor que la de esos estúpidos que no saben hacer la o con un canuto. Cuando es preciso van hacia el fuego y soportan las balas; en eso no son peores que los decididos y los voluntariosos.

– Gracias, Vítenka -repuso Yevguenia Nikoláyevna-. ¿Pensabas también en los perritos de sexo femenino?

– Eso mismo -confirmó Víktor Pávlovich. Tenía ganas de decir a Zhenia cosas agradables.

– He mirado de nuevo tu cuadro, Zhénechka -dijo-. Me gusta porque en él hay sentimiento. En general en los artistas de vanguardia sólo hay audacia y espíritu innovador, pero Dios está ausente.

– Ya, sentimiento… -ironizó Liudmila Nikoláyevna-. Hombres verdes, isbas azules. Una desviación total de la realidad.

– Sabes, Mila -respondió Yevguenia Nikoláyevna-, Matisse dijo: «Cuando uso el color verde no significa que quiera dibujar hierba; si tomo el azul no quiere decir que pintaré el cielo». El color expresa el estado interior del pintor. Y aunque Shtrum sólo quería decir cosas agradables a Zhenia, no pudo contenerse y dijo con aire burlón:

– Y Eckermann escribió: «Si Goethe hubiera creado el mundo habría hecho, al igual que Dios, la hierba verde y el cielo azul». Estas palabras me dicen mucho; a fin de cuentas tengo alguna relación con el material con que Dios creó el mundo… De hecho, por eso sé que los colores, las tonalidades no existen: sólo hay átomos y el espacio entre ellos.

Conversaciones como ésas sólo se daban de tarde en tarde. La mayoría de las veces hablaban de la guerra y de la fiscalía…

Eran días difíciles. Zhenia estaba a punto de partir a Kúibishev: estaba próximo a vencer el plazo de su permiso.

Temía la inminente sesión de explicaciones con su jefe. Se había ido a Moscú sin dar ninguna justificación; día tras día había rondado las puertas de las prisiones, había escrito peticiones a la fiscalía y al Comisariado Popular del Interior.

Yevguenia Nikoláyevna siempre había temido las instituciones oficiales; si era posible evitaba hacer cualquier solicitud, e incluso cuando tenía que renovar el pasaporte dormía mal y se inquietaba. Pero en los últimos tiempos el destino parecía obligarla a enfrentarse con historias de empadronamientos, pasaportes, milicia, fiscalía, súplicas y citaciones.

En casa de su hermana reinaba una calma apática,

Víktor Pávlovich no iba al trabajo, se pasaba horas enteras metido en su habitación. Liudmila Nikoláyevna volvía triste y enfurecida de la tienda especial; contaba que las esposas de sus amigos ya no la saludaban.

Yevguenia Nikoláyevna notaba cómo Shtrum se ponía nervioso. Cada vez que sonaba el teléfono daba un brinco y cogía el auricular con ímpetu. A menudo, durante la comida o la cena, interrumpía la conversación y decía: «Silencio, me parece que alguien ha llamado a la puerta». Iba a la entrada y volvía con una sonrisita avergonzada. Las hermanas comprendían aquella espera continua y cargada de tensión: temía ser arrestado.

– Así es como se desarrolla la manía persecutoria -dijo Liudmila-. En 1937 las clínicas psiquiátricas estaban llenas de personas así.

Yevguenia Nikoláyevna, que había notado la inquietud constante de Shtrum, se sentía particularmente conmovida por la actitud que adoptaba hacia ella. Quién sabe por qué le había dicho: «Recuerda, Zhenevieva, que no me importa lo que piensen los demás del hecho de que vivasen mi casa y hagas gestiones a favor de un detenido. ¿Lo has entendido? ¡Ésta es tu casa!».

Por la noche a Zhenia le gustaba conversar con Nadia.

221
{"b":"108552","o":1}