Cuando pensaba en esa idea, se quitaba un peso de encima.
Pero después reaparecían los pensamientos inquietantes, tormentosos. ¿Cómo vivirían Liudmila y Nadia sin él? ¿Dando clases? ¿Alquilando una habitación? Enseguida se inmiscuiría el administrador de la casa, y con él llegaría la milicia. Redadas nocturnas, multas, atestados.
¡Qué potentes, qué terribles y sabios parecían ante sus ojos los administradores, los inspectores de policía del distrito, los inspectores del Departamento de la Vivienda, las secretarias de la sección de personal! Para un hombre que ha perdido todo apoyo, incluso la chica que trabaja en una oficina de racionamiento le parece dotada de un poder inmenso, intrépido.
Una sensación de miedo, de impotencia e indecisión se apoderaba de Víktor Pávlovich durante todo el día. Sin embargo, no era siempre idéntica, invariable. Cada hora del día tenía su miedo, su angustia. Por la mañana temprano, después del calor de la cama, cuando al otro lado de la ventana todavía había una penumbra fría y nebulosa, experimentaba una sensación de impotencia infantil ante esa enorme fuerza que le estaba aplastando: hubiera preferido deslizarse bajo la manta, acurrucarse, cerrar los ajos, quedarse inmóvil.
Durante la primera parte del día añoraba el trabajo, el instituto le atraía con una fuerza extraordinaria… En aquellas horas, tenía la impresión de ser una persona inútil, privada de inteligencia, de talento.
Parecía que el Estado, en su cólera, sería capaz de despojarle no sólo de la libertad, de la paz, sino también de la inteligencia, del talento, de la fe en sí mismo, y que acabaría transformándole en un ciudadano filisteo, obtuso y monótono.
Antes de comer Shtrum se reanimaba, se ponía contento. Pero en cuanto acababa la comida, le invadía de nuevo el abatimiento, una melancolía lúgubre, fastidiosa, vacía. Cuando caía la noche, llegaba el gran miedo. Víktor Pávlovich temía la oscuridad como un salvaje de la Edad de Piedra al que el crepúsculo le sorprende en medio del bosque.
El miedo se exacerbaba, se espesaba… Shtrum recordaba, pensaba. En las tinieblas, detrás de la ventana, le acechaba la desgracia, cruel e inexorable. En cualquier momento se oiría un coche en la calle, el timbre en la puerta, el crujido de botas en la habitación. No tendría escapatoria. Luego, de repente, sentía una indiferencia perversa, alegre.
– Qué suerte tenían los conspiradores en tiempos del zar -le dijo a Liudmila-. ¡Si alguno caía en desgracia, se subía a su carruaje y abandonaba la capital para dirigirse a su finca de Penza! Y allí se dedicaba a la caza, disfrutaba de los placeres del campo, de los vecinos, del parque, y escribía sus memorias. Me gustaría verlos a ellos, señores volterianos, con una indemnización de dos semanas y unas referencias, entregadas en un sobre cerrado, con las que no te darían trabajo ni como barrendero.
– Vitia -dijo Liudmila Nikoláyevna-.
¡Saldremos adelante! Coseré, trabajaré en casa, pintaré pañuelos.
Me colocaré como auxiliar de laboratorio. Te mantendré yo.
Le besaba las manos, y ella no podía comprender por qué en su cara había aparecido una expresión de culpabilidad, de sufrimiento; por qué sus ojos se habían vuelto tristes, implorantes…
Víktor Pávlovich paseaba por la habitación y cantaba a media voz las palabras de un viejo romance:
… Y él, olvidado, yace solo…
Cuando Nadia se enteró de que su padre deseaba partir como voluntario al frente, dijo:
– Conozco a una chica, Tonia Kogan, cuyo padre partió como voluntario; es un especialista en no sé qué área de la Grecia antigua y fue a parar a un regimiento de reserva en Penza. Allí le pusieron a limpiar despachos, a barrer. Un día pasó el capitán del regimiento y él, que no ve casi nada, le echó toda la basura encima; el otro, ni corto ni perezoso, le pegó un puñetazo en la oreja, tan fuerte que le rompió el tímpano.
– Bueno -dijo Shtrum-. Cuando barra no le tiraré la basura encima al capitán.
Ahora Shtrum hablaba con Nadia como con un adulto. Por lo visto, nunca antes se había llevado tan bien con su hija. Le conmovía el hecho de que en los últimos tiempos volviera a casa nada más salir de la escuela; consideraba que lo hacía para no preocuparle. Cuando discutía con él había en sus ojos burlones una expresión nueva, seria y cariñosa.
Una vez, por la noche, Shtrum se vistió y se encaminó hacia el instituto; tenía ganas de mirar a través de la ventana de su laboratorio, quería ver si había luz, si el segundo turno estaba trabajando; tal vez Márkov había acabado ya de montar la instalación. Pero no llegó hasta el instituto: temía encontrarse con alguien conocido; giró por un callejón y volvió a casa. El callejón estaba desierto, vacío. Y de repente le embargó una sensación de felicidad. La nieve, el cielo nocturno, el aire gélido y refrescante, el ruido de pasos, los árboles con las ramas oscuras, una estrecha franja de luz que se filtraba a través de la cortina de camuflaje de la ventana de una casita de madera: todo era tan hermoso…
Respiraba el aire nocturno, caminaba por el callejón silencioso, nadie le miraba. Estaba vivo, era libre. ¿Qué más necesitaba? ¿Podía soñar algo más? Víktor Pávlovich se acercaba a casa y la sensación de felicidad se desvaneció.
Los primeros días Shtrum había esperado con tensión la aparición de Maria Ivánovna. Pero habían pasado los días, y Maria Ivánovna no había telefoneado. Se lo habían quitado todo: el trabajo, el honor, la tranquilidad, la fe en sí mismo. ¿Acaso le habían privado también del último refugio: el amor? A veces se desesperaba, se cogía la cabeza entre las manos, le parecía que no podría vivir sin verla. A veces musitaba; «Vamos, vamos». Otras veces se decía:
«¿Quién me necesita?».
En el fondo de su desesperación brillaba una pequeña mancha de luz: la pureza del sentimiento que él y Maria Ivánovna habían sabido preservar. Sufrían, pero no atormentaban a los demás. Comprendía que todos sus pensamientos, ya fueran filosóficos, resignados o malévolos, no correspondían a lo que pasaba en su corazón. El rencor hacia Maria Ivánovna, el escarnio hacia sí mismo, la triste reconciliación con la fatalidad, el sentido del deber hacia Liudmila Nikoláyevna no eran más que un medio para luchar contra la desesperación. Cuando recordaba los ojos, la voz de Maria Ivánovna, se apoderaba de él una tristeza insoportable, ¿De veras no volvería a verla?
Y cuando la inevitable separación, la sensación de pérdida se volvían especialmente insoportables, Víktor Pávlovich, avergonzándose de sí mismo, decía a Liudmila Nikoláyevna:
– Sabes, sigo preocupado por Madiárov. ¿Estará bien?, ¿habrán recibido noticias suyas? Tal vez deberías llamar a Maria Ivánovna, ¿no?
Lo más sorprendente era que continuaba trabajando. Trabajaba, pero la angustia, la inquietud no desaparecían. El trabajo no le ayudaba a vencer la tristeza y el miedo, no era una medicina para el alma con la que pudiera olvidar sus penosas reflexiones, la desesperación que sentía. Era mucho más que una medicina. Trabajaba porque no podía dejar de hacerlo.