La gente se agolpaba en la sala; los visitantes, la mayoría mujeres, hacían cola ante las ventanillas; algunos estaban sentados en los bancos; un viejo con unas gafas de cristales gruesos rellenaba, detrás de una mesa, un formulario. Zhenia, al mirar las caras viejas y jóvenes, tanto de hombres como de mujeres, pensó que todos tenían en común la expresión de los ojos, el pliegue de la boca, y que si se los hubiera encontrado en el tranvía, en la calle, habría adivinado que frecuentaban el número 24 de Kuznetski Most.
Zhenia se dirigió a un joven ordenanza que, aunque vestido con el uniforme del Ejército Rojo, no parecía un soldado, y éste le preguntó:
– ¿Es su primera vez? -y le indicó una ventanilla en la pared.
Zhenia se puso a la cola, sosteniendo el pasaporte en la mano; tenía los dedos y las palmas de la mano húmedos de la emoción. Una mujer tocada con un gorro que estaba delante de ella le dijo a media voz:
– Si no se encuentra en esta prisión, hay que ir a Matrósskaya Tishiná, y luego a la Butirka; pero sólo reciben algunos días, por orden alfabético. Después debe ir a la cárcel militar de Lefortovo, y finalmente volver aquí. Yo estuve buscando a mi hijo durante mes y medio. ¿Ya ha estado en la fiscalía militar?
La cola avanzaba deprisa y Zhenia pensó que no era buena señal: seguro que daban respuestas formales, lacónicas. Pero cuando a la ventanilla se acercó una anciana vestida con elegancia, se produjo una interrupción; la noticia corrió en un susurro, de boca en boca: el empleado había ido a informarse personalmente de las circunstancias de aquel asunto después de que la conversación telefónica resultara insuficiente, La mujer estaba vuelta de medio perfil hacia la cola, y la expresión de sus ojos entornados parecía indicar que no se sentía en el mismo plano que la mísera muchedumbre de los parientes de los detenidos.
Poco después la cola volvió a moverse, y una mujer joven, alejándose de la ventanilla, dijo en voz baja:
– Siempre la misma respuesta: no está permitido enviar paquetes.
La vecina le explicó a Yevguenia Nikoláyevna:
– Quiere decir que la instrucción no ha terminado.
– ¿Y las visitas? -preguntó Zhenia.
– ¿De qué visitas habla? -respondió la mujer, y sonrió ante la ingenuidad de Zhenia.
Yevguenia Nikoláyevna nunca habría imaginado que la espalda de un ser humano pudiera transmitir tan claramente su estado de ánimo. Las personas que se acercaban a la ventanilla tenían una manera particular de estirar el cuello, con los hombros levantados, los omóplatos tensos que parecían gritar, llorar, sollozar. Cuando siete personas separaban a Zhenia de la ventanilla, ésta se cerró con un ruido sordo, y alguien anunció una pausa de veinte minutos. Los que estaban en la cola tomaron asiento en sillas y bancos.
Había mujeres, madres; había también un anciano, un ingeniero cuya mujer, intérprete en la Sociedad de la Unión Soviética para las Relaciones Culturales con el Extranjero (VOKS), había sido arrestada; había una alumna de décimo curso cuya madre estaba en la cárcel y a cuyo padre le habían caído «diez años sin derecho a correspondencia»; había una viejecita ciega a la que acompañaba una vecina para pedir noticias sobre su hijo; había una extranjera, esposa de un comunista alemán, que hablaba mal el ruso, vestía a la occidental con un abrigo a cuadros y llevaba una bolsa de tela abigarrada en la mano: sus ojos eran iguales a los de las viejas rusas.
Había rusas, armenias, ucranianas, judías; había una koljosiana de las afueras de Moscú. Supo que el viejo que estaba rellenando el formulario detrás de la mesa era profesor en la academia Timiriázev; habían arrestado a su nieto, un escolar, por hablar más de la cuenta en una fiesta.
En aquellos veinte minutos, Zhenia se enteró de muchas cosas.
Ese día el empleado de turno era bueno… En la Butirka no aceptaban conservas; era necesario pasar ajo y cebolla, iban bien para el escorbuto… El miércoles pasado un hombre había ido a buscar sus papeles; le habían retenido durante tres años en la Butirka sin interrogarle ni una sola vez y luego lo dejaron en libertad… En general transcurría un año entre el arresto y el traslado al campo… No se deben entregar cosas de valor: en la cárcel de tránsito de Krásnaya Presnia mezclan a los «políticos» con los delincuentes comunes, y éstos se lo roban todo… Poco tiempo atrás había venido una mujer cuyo marido, un eminente ingeniero de edad avanzada, había sido arrestado: por lo visto, durante su juventud había tenido una breve relación con una mujer a la que mensualmente entregaba dinero para alimentar a un hijo al que nunca había visto; pero este niño se había hecho adulto y, en el frente, se había pasado al bando alemán; de modo que al ingeniero le habían condenado a diez años por ser el padre de un traidor a la patria… La mayoría eran acusados en virtud del artículo 58, párrafo 10: propaganda contrarrevolucionaria. Personas que hablaban demasiado, que no sabían morderse la lengua… Al ingeniero lo habían arrestado antes del Primero de Mayo; siempre se producen más arrestos antes de las fiestas… Allí había también una mujer: el juez instructor la había telefoneado a casa y, de repente, había oído la voz de su marido…
Curiosamente, en la sala de recepción del NKVD Zhenia se sentía más tranquila y aliviada que después del baño en casa de Liudmila.
Qué suerte tan maravillosa tenían las mujeres cuyos paquetes eran aceptados.
Alguien, con un cuchicheo apenas perceptible, dijo a su lado:
– Por lo que respecta a la gente arrestada en 1937, contestan lo primero que se les pasa por la cabeza. A una mujer le dijeron: «Está vivo y trabaja»; pero cuando vino por segunda vez el mismo empleado le dio un certificado: «Muerto en 1939».
El hombre de la ventanilla levantó los ojos, hacia Zhenia; tenía la cara vulgar de un burócrata que tal vez el día antes trabajaba en el cuerpo de bomberos, y que al siguiente, si se lo ordenaran los superiores, se ocuparía de rellenar documentos en la sección de condecoraciones.
– Quiero tener noticias del detenido Krímov, Nikolái Grigórievich -dijo Zhenia, y le pareció que aunque no la conocía había notado que hablaba con la voz alterada.
– ¿Cuándo le arrestaron? -preguntó el empleado.
– En noviembre -respondió.
Le dio un cuestionario.
– Rellénelo y entréguemelo directamente sin hacer cola; vuelva mañana por la respuesta.
Al tenderle la hoja, la miró de nuevo, y esta rápida ojeada ya no era la de un empleado corriente, sino la mirada inteligente de un chequista que lo registra todo en la memoria.
Rellenó el formulario; sus dedos temblaban como los del viejo de la academia Timiriázev que poco antes estaba sentado en ese mismo lugar.
A la pregunta sobre el grado de parentesco con el detenido, escribió: «Esposa», y subrayó la palabra con una gruesa línea.
Una vez entregado el cuestionario se sentó sobre el diván y guardó el pasaporte en el bolso. Lo cambió varias veces de compartimiento, y comprendió que no le apetecía separarse de las personas que hacían cola.
En aquel momento sólo quería una cosa: hacer saber a Krímov que ella estaba allí, que lo había abandonado todo por él y había corrido en su busca.
¡Si pudiera saber que ella estaba allí, tan cerca!
Caminó por la calle mientras atardecía. Yevguenia había pasado en esa ciudad gran parte de su vida, pero aquella vida, con sus exposiciones, sus teatros, las comidas en los restaurantes, los viajes a la dacha, los conciertos sinfónicos, quedaba tan lejos que ya no parecía suya. Lejos también estaban Stalingrado, Kúibishev y el bello rostro de Nóvikov, que a veces le parecía divinamente maravilloso.
Sólo quedaba la sala de recepción del número 24 de Kuznetski Most, y ahora tenía la sensación de estar caminando por las calles de una ciudad desconocida.