Nadie le dirigía la palabra, y tenía la sensación de que la vida terrible y violenta de aquella casa la evitaba.
Pero cuando un soldado de pelo canoso, cuya manera de hablar le indicó que se trataba de un operador de mortero, comenzó a proferir palabras soeces y malsonantes, Grékov le dijo:
– Padre, ¿qué modales son ésos? No es manera de hablar delante de una chica.
Katia se estremeció, pero no por los exabruptos del viejo, sino por la mirada de Grékov.
Aunque nadie le hablara, sentía que en la casa todos estaban alarmados por su presencia. Le parecía sentir en la piel la tensión que se había desatado a su alrededor, una tensión que ni siquiera se diluía cuando los aviones descendían en picado y comenzaban a aullar, las bombas explotaban cerca y llovían los cascajos de ladrillo.
Ahora Katia ya se había acostumbrado a los bombardeos e incluso lograba controlarse ante el silbido de las granadas de metralla. Pero las miradas pesadas y atentas de los hombres sobre ella le producían el mismo estremecimiento.
La noche antes las otras chicas de transmisiones la habían compadecido diciéndole:
– ¡Será horrible para ti estar allí!
Por la noche un soldado la condujo al puesto de mando del regimiento. Allí se sentía particularmente la proximidad del enemigo, la fragilidad de la vida. La vida humana parecía tan precaria: ahora estás aquí y al cabo de un minuto ya no.
El comandante del regimiento, moviendo la cabeza con aire afligido, le dijo:
– ¿Cómo pueden enviar a niños como tú a la guerra? Luego añadió:
– No tengas miedo, querida. Si algo no marcha bien, infórmame enseguida por radio.
Y lo dijo con una voz tan buena y paternal que Katia a duras penas logró reprimir las lágrimas.
Luego otro soldado la condujo al puesto de mando del batallón. Allí sonaba un gramófono y el comandante pelirrojo del batallón invitó a Katia a beber y bailar con él al son de la Serenata china.
En el batallón el miedo era aún más latente, y Katia tuvo la impresión de que el comandante del batallón no había bebido para divertirse sino para aplacar un pavor insoportable, para olvidar que su vida era tan frágil como el cristal.
Y ahora permanecía sentada sobre un montón de ladrillos en la casa 6/1. Por alguna razón no experimentaba temor; pensaba en su fabulosa, bellísima vida antes de la guerra.
Los hombres de la casa cercada parecían extraordinariamente fuertes y seguros de sí mismos. Su aplomo la tranquilizaba. Era esa misma seguridad propia de los grandes médicos, los obreros cualificados de un taller de laminado, los sastres cortando un paño preciado, los bomberos y los viejos maestros explicando la lección junto a la pizarra.
Antes de la guerra Katia se imaginaba condenada a tener una vida desdichada. Antes de la guerra pensaba que sus amigos y conocidos que viajaban en autobús eran derrochadores. Las personas que veía salir de restaurantes mediocres le parecían seres fabulosos; a veces había seguido a un pequeño grupo que salía del Darial o del Terek y había intentado escuchar su conversación. Al volver a casa de la escuela decía solemnemente a su madre:
– ¿Sabes lo que ha pasado hoy? Una chica me ha invitado a un vaso de gaseosa con jarabe: jarabe auténtico que olía a grosella.
No era fácil que salieran las cuentas con el dinero restante de los cuatrocientos rublos que su madre recibía tras deducir el impuesto sobre la renta, el impuesto cultural y el empréstito del Estado. No podían permitirse ropa nueva, así que remendaban las prendas viejas; no participaban en el pago de la portera Marusia, que hacía la limpieza en las zonas comunes del apartamento, y cuando les tocaba el turno de la limpieza, Katia fregaba el suelo y vaciaba las basuras; no compraban la leche en la lechería, sino en las tiendas estatales donde las colas eran enormes, pues de ese modo ahorraban seis rublos al mes; y cuando no había leche en las tiendas estatales, la madre de Katia iba por la tarde al mercado, donde los lecheros que tenían prisa por coger el tren vendían la leche más barata que por la mañana, y costaba casi lo mismo que en las tiendas estatales. Nunca utilizaban el autobús, era demasiado caro, y sólo tomaban el tranvía los días que debían recorrer largas distancias. Katia no iba a la peluquería; el cabello se lo cortaba su madre. Naturalmente hacían ellas solas la colada, y en su habitación tenían una lámpara que daba una luz tenue, apenas un poco más luminosa que la que había en las zonas de uso común de la casa.
Preparaban comida para tres días: una sopa y a veces gachas con un poco de carne magra; un día Katia, después de comerse tres platos de sopa seguidos, dijo:
– Hoy hemos tenido una comida de tres platos.
La madre nunca mencionaba cómo eran las cosas cuando su padre todavía vivía con ellas y Katia no se acordaba siquiera. Sólo a veces Vera Dmítrievna, una amiga de la madre, decía mientras miraba a madre e hija preparar la comida: «Sí, nosotras también tuvimos nuestra hora de gloria».
Pero la madre se enfurecía y Vera Dmítrievna no se extendía más sobre cómo era la vida cuando Katia y su madre conocieron su hora de gloria.
Un día Katia encontró en el armario una foto de su padre. Era la primera vez que veía su cara en una fotografía, pero inmediatamente, como si alguien se lo hubiera soplado, comprendió que era su padre. En el reverso de la fotografía estaba escrito: «A Lidia: pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman» [59].
Katia no dijo nada a su madre, pero al volver de la escuela, sacaba la fotografía y durante largo rato contemplaba aquellos ojos oscuros, que le parecían tristes.
Un día preguntó:
– ¿Dónde está papá ahora?
Su madre respondió:
– No lo sé.
Sólo cuando Katia estaba a punto de partir para el ejército, su madre le habló por primera vez de él, y así Katia se enteró de que había sido arrestado en 1937, y conoció la historia de su segundo matrimonio.
No durmieron en toda la noche, siguieron hablando hasta el amanecer. Todo se había vuelto del revés: la madre, por lo general reservada, contaba a su hija cómo el marido la había abandonado, le habló de sus propios celos, de su humillación, ofensa, amor, piedad. Y Katia se asombraba de que el mundo del alma humana fuera tan grande, hasta el punto de que ante él retrocedía incluso el rugido de la guerra. Por la mañana se despidieron. La madre atrajo la cabeza de Katia hacia sí, pero el saco a su espalda le tiraba hacia atrás los hombros. Katia dijo:
– Mamá, pertenezco a la tribu de los asra, que mueren cuando aman…
Luego su madre le tocó suavemente el hombro.
– Es hora, Katia. Anda, ve.
Y Katia se fue, como se iban en aquella época millones de jóvenes y viejos; se fue de la casa materna tal vez para no volver nunca más, o tal vez para volver cambiada, separada para siempre de su difícil y querida infancia.
Y ahora estaba ahí sentada, al lado del responsable de la casa 6/1 de Stalingrado, Grékov, y miraba su gruesa cabeza, el ceño fruncido, los labios prominentes.