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Darenski, con esa paciencia y suma bondad que siente un ruso ante un borracho, colocó bajo la cabeza de Bova una almohada, le puso un periódico bajo los pies y le limpió la saliva que le asomaba por la boca.

Luego extendió en el suelo el capote de su anfitrión, cubriéndolo seguidamente con el suyo, y en el lugar de la cabeza colocó su mochila a modo de almohada. Cuando estaba en misión, la mochila le servía tanto de oficina como de almacén de víveres y de neceser.

Salió al exterior, aspiró el aire frío de la noche y jadeó mientras contemplaba las llamas sobrenaturales en el negro cielo asiático; hizo una pequeña necesidad sin dejar de mirar las estrellas, pensando: «Sí, el cosmos», y se fue a dormir.

Se tumbó sobre el capote de su anfitrión y se tapó con el suyo. En lugar de cerrar los ojos, fijó la vista en la oscuridad, golpeado por un pensamiento triste.

¡Qué pobreza tan lúgubre! Acostado en el suelo miraba las sobras de los tomates macerados y una maleta de cartón donde probablemente había una toalla raquítica con una marca impresa grande y negra, cuellos sucios, una funda vacía, una jabonera desportillada.

La isba de Verjne-Pogromnoe donde había dormido durante aquel otoño le parecía, en comparación, todo un palacio. Y tal vez dentro de un año aquel tugurio le parecería lujoso, se acordaría de él con nostalgia desde algún agujero donde ya no tendría navaja de afeitar ni mochila ni polainas harapientas.

Darenski había cambiado en el curso de los meses que había servido en el Estado Mayor de artillería. Había satisfecho su necesidad de trabajar, que se había manifestado con una exigencia tan fuerte como la necesidad de comer. Ahora ya no se sentía feliz cuando trabajaba, al igual que no se siente feliz un hombre que siempre está saciado.

Darenski trabajaba bien y era muy apreciado por sus superiores. Al principio esa estima le había causado una gran alegría; no estaba acostumbrado a que le consideraran irreemplazable, pues durante largos años se había habituado justo a lo contrario.

No se preguntaba por qué el sentido de superioridad respecto a sus colegas no había provocado también una especie de condescendencia hacia sus camaradas, rasgo habitual en las personas verdaderamente fuertes. Pero, por lo visto, él no era fuerte.

A menudo se irritaba, gritaba e insultaba; después miraba con aire afligido a quienes había ofendido, pero nunca pedía perdón. Aunque se enfadaban con él, no le consideraban un mal hombre. En el Estado Mayor del frente de Stalingrado tenían muy buen concepto de él, mejor incluso que el que, en su tiempo, tuvieron de Nóvikov en el Estado Mayor del sureste. Corría el rumor de que páginas enteras de sus informes eran transcritas literalmente en los informes que gente importante dirigía a gente todavía más importante en Moscú. En una época crítica, su trabajo e inteligencia resultaban útiles y de vital importancia. Pero cinco años antes de la guerra, su mujer le había abandonado porque le consideraba un enemigo del pueblo que había sido capaz de esconder mediante engaño la flacidez e hipocresía que anidaban en su alma. Con frecuencia sus orígenes familiares, tanto por línea materna como paterna, habían sido un obstáculo a la hora de encontrar trabajo. Al principio se ofendía al enterarse de que el puesto que a él le habían negado había sido asignado a un hombre que se distinguía por su estupidez o su ignorancia. Al final acabó creyendo que en realidad no merecía que se le confiaran puestos de responsabilidad. Tras la temporada que había pasado en el campo se había convencido por completo de su ineptitud.

Pero el estallido de esta terrible guerra había demostrado que no era así.

Estiró el capote hacia sus hombros, exponiendo sus pies al aire frío que se filtraba a través de la puerta. Darenski se dijo que ahora que sus conocimientos y aptitudes por fin habían sido reconocidos, se encontraba acostado en el suelo de un gallinero escuchando los gritos penetrantes y aborrecibles de los camellos, sin soñar en dachas o balnearios, sino en un par ele calzoncillos limpios y en la posibilidad de lavarse con un pedazo de jabón decente.

Se sentía orgulloso de que su ascenso no comportara beneficios materiales, pero al mismo tiempo le irritaba. Su seguridad y arrogancia estaban asociadas a una acusada timidez en la vida cotidiana. En lo más íntimo creía que no era merecedor de los placeres materiales. La inseguridad constante, la falta de dinero, la sensación de llevar ropa usada y vieja le resultaban familiares desde la infancia. Tampoco ahora, cuando disfrutaba del éxito, le abandonaban aquellas sensaciones.

Le aterrorizaba la idea de presentarse un día en la cantina del Consejo Militar y que la chica de detrás del mostrador le dijera: «Camarada teniente coronel, usted debe comer en la cantina común». Y también que algún general bromista le dijera en una reunión, guiñándole el ojo: «Díganos, teniente coronel, ¿está espeso el borsch que dan en la cantina del Consejo Militar?». Siempre se sorprendía ante la seguridad autoritaria que exhibían los generales, pero también los fotógrafos de los periódicos, cuando comían, bebían, exigían gasolina, ropa y cigarrillos en lugares donde se suponía que no había ninguna de esas cosas.

Así era la vida. Durante años su padre no había logrado colocarse en ningún puesto, y la que sacaba la casa adelante era su madre, que trabajaba como taquígrafa.

A medianoche Bova dejó de roncar y Darenski, aguzando el oído ante el silencio que procedía de su catre, comenzó a inquietarse.

– ¿No duerme, camarada teniente coronel? -preguntó de improviso Bova.

– No, estoy desvelado.

– Perdone que ayer no le acomodara mejor; bebí más de la cuenta -le explicó hoya-. Pero ahora tengo la cabeza despejada, como si no hubiera probado ni gota. Y estoy aquí preguntándome: ¿cómo hemos venido a parar a este rincón de mala muerte? ¿Quién tiene la culpa de que hayamos acabado en este agujero olvidado por Dios?

– ¿Quién? Los alemanes, por supuesto.

– Échese en el catre, yo me tumbaré en el suelo -dijo Bova. -Qué dice, estoy bien aquí.

– No, no está bien. La hospitalidad del Cáucaso no admite que el anfitrión ocupe la cama y el invitado duerma en el suelo.

– No importa, no somos caucásicos.

– Ya casi lo somos. Estamos cerca de las estribaciones del Cáucaso. Los alemanes, dice usted, son los responsables de que estemos aquí, pero no sólo ellos: nosotros también hemos puesto nuestro granito de arena.

Se oyó chirriar el catre: Bova, probablemente, se había levantado.

– Sí -dijo Bova, alargando la palabra con aire pensativo.

– Sí, sí, sí -dijo desde el suelo Darenski.

Bova había dado un rumbo insólito a la conversación. Los dos guardaron silencio, reflexionando si debían dar rienda suelta a semejante discurso con un desconocido. Al parecer llegaron a la misma conclusión: no valía la pena.

Bova se encendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Darenski vio el rostro de Bova, arrugado, sombrío, extraño.

Darenski también prendió un cigarrillo. A la luz de la cerilla, Bova vio la cara de Darenski, apoyada sobre el codo; le pareció fría, altiva, extraña.

Y justo después de aquel reconocimiento mutuo dio inicio la conversación que no debería haber tenido lugar.

– Sí -dijo Bova, pero esta vez ya no alargó la palabra, sino que la pronunció de forma tajante y concisa-. La burocracia y los burócratas, eso es lo que nos ha traído hasta aquí.

– Sí -corroboró Darenski-, la burocracia es terrible. Mi conductor me ha contado que, antes de la guerra, en el campo no se podía obtener ningún documento si previamente no se regalaba medio litro de vodka.

– No es cosa de broma, no se ría -le interrumpió Bova-. La burocracia no es un chiste, ¿sabe? en tiempo de paz el diablo ha conducido a los hombres sabe adónde, pero en el frente…, en el frente la burocracia es aún más perniciosa. Mire, esto es lo que ocurrió en una unidad aérea: un piloto saltó de su avión en llamas, un Messer le había derribado; él salió intacto, pero se le quemaron los pantalones. ¿Y sabe qué sucedió? No querían proporcionarle otro par. El oficial de intendencia, dándoselas de amo y señor, le dijo que el plazo de uso de los anteriores no había vencido, ¡y asunto zanjado! el piloto estuvo tres días sin pantalones, hasta que el caso llegó a oídos del comandante de la escuadrilla.

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