– ¿A que esperan, señores? -preguntó Eichmann-. El jamón es excelente.
– Estamos esperando a que el maestro de ceremonias proponga un brindis -dijo Liss.
El Obersturmbannführer levantó la copa.
– Por nuestro trabajo, que siga cosechando éxitos. Sí, me parece que verdaderamente esto merece un brindis.
Eichmann era el único que comía con avidez y apenas bebía.
Por la mañana Eichmann hacía gimnasia en calzoncillos delante de la ventana abierta. En la niebla se distinguían las filas rectas de los barracones del Lager y llegaba el sonido de los pitidos de la locomotora.
Liss no envidiaba a Eichmann. También él gozaba de una posición elevada sin excesivas responsabilidades. Se le consideraba uno de los hombres más inteligentes de la Gestapo. A Himmler le gustaba conversar con él.
Los altos dignatarios, por lo general, evitaban hacer ostentación de su superioridad jerárquica en su presencia. Estaba acostumbrado a que le trataran con respeto, y no sólo en los servicios de seguridad. La Gestapo se respiraba y vivía en todas partes: en la universidad, en la firma del director de un sanatorio infantil, en las audiciones de los jóvenes cantantes de ópera, en las decisiones del jurado encargado de escoger los cuadros para la exposición de primavera, en la lista de candidatos para las elecciones del Reichstag.
Era el eje en torno al cual se articulaba la vida. Era gracias a la Gestapo que la justicia del Partido siempre era infalible, que su lógica -o su falta de lógica- triunfaba sobre cualquier otra lógica, su filosofía sobre cualquier otra filosofía. ¡Era la varita mágica! Bastaba con dejarla caer para que toda la magia desapareciera: un gran orador se convertiría en un simple charlatán, un célebre científico en un popularizador de ideas ajenas. Era preciso que aquella varita mágica nunca se cayera de la mano.
Aquella mañana, al mirar a Eichmann, Liss sintió por primera vez en su vida que le carcomía una envidia irrefrenable.
Unos minutos antes de partir Eichmann dijo pensativo: -Usted y yo somos paisanos, ¿verdad? Comenzaron a recitar de memoria los nombres de las calles que les gustaban de su ciudad, los restaurantes, los cines. -Hay lugares, por supuesto, donde nunca he puesto un pie -dijo Eichmann, y pronunció el nombre de un club donde no admitían a los hijos de los artesanos. Liss, cambiando de tema, preguntó: -Dígame, ¿es posible tener una idea aproximada del número de judíos del que estamos hablando?
Era consciente de que le había formulado una pregunta trascendental, una pregunta a la que tal vez sólo tres personas en el mundo, además de Himmler y el Führer, podían responder.
Pero después de rememorar los años duros de la juventud en la época de la democracia y el cosmopolitismo era el momento idóneo para que Liss confesara su ignorancia y pidiera información. Eichmann respondió. -¿Millones? -inquirió Liss, aturdido… Eichmann se encogió de hombros. Durante unos instantes guardaron silencio. -Lamento mucho que no nos hayamos conocido en nuestra época de estudiantes-dijo Liss-; en nuestros años de aprendizaje, como dijo Goethe.
– Yo estudié en provincias, no en Berlín. No lamente nada -replico Eichmann, y añadió-: Es la primera vez que digo esta cifra en voz alta. Contando Berchtesgaden, la cancillería del Reich y la oficina de nuestro Führer, quizás haya sido pronunciada siete u ocho veces en total.
– Lo entiendo; no es algo que mañana vayamos a leer en los periódicos.
– Eso es precisamente a lo que me refería -corroboró Eichmann.
Lanzó una mirada irónica a Liss, y éste tuvo la inquietante sensación de que su interlocutor era más inteligente que él.
Eichmann prosiguió:
– Aparte del vínculo con nuestra tranquila ciudad cubierta de verdor, hay otra razón por la que le he dicho esa cifra. Desearía que nos uniera en nuestro futuro trabajo en común.
– Gracias -dijo Liss-. Lo pensare; se trata de un asunto muy serio.
– Por supuesto. La propuesta no es solo mía. -Eichmann apuntó con el dedo hacia arriba-. Si usted se une conmigo en esta tarea y Hitler pierde, a usted y a mí nos colgarán juntos.
– Una perspectiva encantadora. Vale la pena meditarlo -dijo Liss.
– ¿Se imagina? Dentro de dos años estaremos de nuevo sentados en esta misma cámara ante una confortable mesa y diremos: «¡En veinte meses hemos resuelto un problema que la humanidad no había resuelto en veinte siglos!».
Se despidieron, Liss siguió la limusina con la mirada.
Tenía sus propias ideas sobre las relaciones personales en el seno de un Estado. La vida en el Estado nacionalsocialista no podía desarrollarse libremente, había que calcular cada paso.
Y para controlar y organizar fábricas y ejércitos, círculos literarios, las vacaciones estivales de las personas, sus sentimientos maternales, cómo respiraban y cantaban, hacían falta líderes. La vida había perdido el derecho a crecer como la hierba, a agitarse como el mar. Liss consideraba que había cuatro tipos de líderes.
El primer tipo estaba formado por hombres de una pieza, a menudo desprovistos de una particular inteligencia o de capacidad de análisis. Estas personas adoptaban eslóganes y fórmulas de los periódicos y las revistas, citas de los discursos de Hitler y artículos de Goebbels, de los libros de Franck y Rosenberg. Sin tierra firme bajo sus pies, estaban perdidos. No reflexionaban sobre las relaciones entre diferentes fenómenos y, con cualquier pretexto, se mostraban crueles e intolerantes. Se lo tomaban todo en serio: la filosofía, la ciencia nacionalsocialista y sus oscuras revelaciones, los logros del nuevo teatro y la nueva música, o la campaña electoral del Reichstag. Como escolares, se reunían para empollar el Mein Kampf, hacían resúmenes de conferencias y folletos. Por lo general, llevaban una vida modesta, a veces pasaban necesidades, y estaban más dispuestos que el resto de las categorías a ofrecerse voluntarios para cubrir puestos que los separaran de sus familias. En un primer momento Liss había tenido la impresión de que Eichmann pertenecía a esta categoría.
El segundo tipo estaba constituido por los cínicos inteligentes, los hombres que estaban al corriente de la existencia de la varita mágica. En compañía de amigos de confianza, se reían de muchas cosas: de la ignorancia de los nuevos doctores y profesores, de los errores y la moral de los Leiter y los Gauleiter. El Führer y los ideales supremos eran la única cosa de la que no se reían. Estos hombres vivían normalmente a cuerpo de rey, bebían mucho, y su presencia era cada vez mayor en los peldaños superiores de la escala jerárquica del Partido que en la base, donde predominaban los jefes del primer tipo.
En la cúspide regía una tercera categoría: allí sólo había lugar para ocho o nueve personas, que admitían a unas quince o veinte más en el seno de sus reuniones. Se trataba de un mundo sin dogmas donde se podía discutir de todo con plena libertad. Allí, nada de ideales; sólo pura matemática y la alegría de los grandes maestros que no conocían la piedad.
A veces Liss tenía la sensación de que en Alemania todo giraba en torno a ellos, a su bienestar.
Liss también había constatado que la aparición en la cúspide de personas con facultades limitadas siempre presagiaba acontecimientos siniestros. Los controladores del mecanismo social elevaban a los dogmáticos sólo para confiarles las tareas más cruentas. Y éstos, necios, disfrutaban por un tiempo de la ebriedad del poder, pero luego, una vez cumplido el trabajo, eran borrados del mapa; a menudo corrían la misma suerte que sus víctimas. En la cima quedaban, como antes, los imperturbables maestros.
Los simplones, los que correspondían al primer tipo, estaban dotados de una cualidad excepcionalmente valiosa: eran del pueblo. No se limitaban a citar a los clásicos del nacionalsocialismo, también hablaban la lengua del pueblo. Su rudeza parecía sencilla, popular. Sus bromas provocaban la risa en las reuniones obreras.