Vladimir Andréyevich le relató a Zhenia una conversación que había mantenido cuarenta y cuatro años antes con un decano de la nobleza provincial: «Usted, representante de una de las familias más antiguas de Rusia, se ha empeñado en convencer a los campesinos de que desciende del mono. Y entonces el campesino le preguntará: ¿Y los grandes duques? ¿Y el príncipe heredero? ¿Y el zar? ¿Y la zarina…?».
Pero Sharogorodski había continuado turbando los ánimos y acabó siendo exiliado a Tashkent. Un año más tarde recibió el perdón y partió a Suiza. Allí conoció a muchos activistas revolucionarios: bolcheviques, mencheviques, eseristas y anarquistas. Todos conocían al príncipe extravagante. Participaba en reuniones y debates, con algunos incluso mantenía relaciones amistosas, aunque no estaba de acuerdo con nadie. Durante aquella época trabó amistad con un estudiante judío, un bundista [31] de barba negra llamado Lípets.
Poco antes de la Primera Guerra Mundial volvió a Rusia y se estableció en su finca. De vez en cuando publicaba artículos sobre literatura e historia en Nizhegorodski Listok.
No se ocupaba de la economía, y era su madre la que administraba la finca.
Sharogorodski resultó ser el único propietario cuya finca respetaron los campesinos. El Kombed [32] incluso le asignó una carretada de leña y cuarenta coles. Vladimir Andréyevich vivía en la única habitación de la casa con calefacción y las ventanas intactas. Leía y escribía poesía. Leyó a Yevguenia uno de sus poemas titulado Rusia.
Insensata despreocupación
por los cuatro costados.
Llanura. Infinitud.
Graznan cuervos de mal agüero.
Desenfreno. Incendios. Secretismo.
Indiferencia obtusa.
Originalidad por doquier.
Una terrible magnificencia.
Leía pronunciando con esmero las palabras, subrayando los puntos y las comas, enarcando sus largas cejas que, sin embargo, no le empequeñecían la frente espaciosa.
En 1926 a Sharogorodski se le ocurrió impartir conferencias sobre historia de la literatura rusa; menospreciaba a Demián Bedni y alababa a Fet, participó en debates sobre la belleza y la justicia de la vida, que entonces estaban en boga, se declaró adversario de toda clase de Estado, definió el marxismo como una doctrina limitada, habló del destino trágico del alma rusa, y al final se ganó un nuevo viaje a Tashkent a cuenta del gobierno. Allí vivió asombrado por el poder de los argumentos geográficos en las discusiones teóricas, y sólo a finales de 1933 obtuvo la autorización para trasladarse a Samara, a casa de su hermana mayor, Yelena Andréyevna. Murió poco antes de que estallara la guerra.
Sharogorodski nunca invitaba a nadie a su habitación, pero una vez Zhenia pudo echar un vistazo a los aposentos del príncipe: pilas de libros y periódicos viejos se elevaban en los rincones; sillones vetustos estaban encajados unos sobre otros hasta el mismo techo; retratos en marcos dorados yacían en el suelo. Sobre un sofá de terciopelo rojo había una colcha que perdía su relleno de algodón.
Era un hombre dulce, poco hábil con los asuntos prácticos de la vida. Era una de esas personas de las que se suele decir: «Es un hombre con alma de niño y tiene una bondad angelical». Pero podía mostrar indiferencia, mientras recitaba sus versos preferidos, ante un niño hambriento o una vieja harapienta con la mano extendida suplicando un trozo de pan.
Mientras escuchaba a Sharogorodski, Yevguenia a menudo recordaba a su primer marido, aunque aquel viejo enamorado de Fet y de Soloviov no se parecía a Krímov, el oficial del Komintern.
A Yevguenia le sorprendía que Krímov, impasible a la fascinación del paisaje y las fábulas rusos, a los versos de Fet y Tiútchev, fuera tan ruso como el viejo Sharogorodski. Todo aquello de la vida rusa que desde la juventud era querido por Krímov, los nombres sin los que no concebía a Rusia, a Sharogorodski le resultaba indiferente y a menudo incluso hostil.
Fet era un dios para Sharogorodski y, además, un dios ruso. del mismo modo que consideraba divinas las fábulas sobre Finist el Halcón Brillante y Las dudas de Glinka. Y por mucho que admirara a Dante, lo estimaba privado de la divinidad de la música y la poesía rusa.
Krímov, en cambio, no establecía diferencias entre Dobroliúhov y Lassalle, entre Chernishevski y Engels. Para él Marx era más grande que todos los genios rusos, y la Sinfonía Heroica de Beethoven triunfaba indiscutiblemente sobre la música rusa. Quizá sólo con Nekrásov hacía una excepción: lo consideraba el poeta más grande del mundo.
A veces a Yevguenia Nikoláyevna le parecía que Sharogorodski la ayudaba no sólo a comprender a Krímov, sino los entresijos de su relación con Nikolái Grigórievich.
A Zhenia le gustaba conversar con Sharogorodski. A menudo la charla se iniciaba con boletines preocupantes, luego Sharogorodski se lanzaba a disertar sobre el destino de Rusia.
– La nobleza rusa -decía- es culpable ante Rusia, Yevguenia Nikoláyevna, pero también ha sabido amarla. De la primera guerra no nos han perdonado nada, nos lo han reprochado todo: nuestros idiotas y zopencos, nuestros glotones soñolientos, Rasputin, el coronel Miasoyédov, las alamedas de tilos y la despreocupación, las isbas sin chimenea y los zuecos de los campesinos… Seis hijos de mi hermana perecieron en Galitzia; mi hermano, un hombre viejo y enfermo, murió en el campo de batalla, pero la Historia no lo ha tenido en cuenta… Y debería hacerlo.
A menudo Zhenia escuchaba sus juicios literarios que no concordaban en absoluto con los de sus contemporáneos. Situaba a Fet por encima de Pushkin y Tiútchev. Nadie en Rusia conocía a Fet como él, y probablemente el propio Fet al final de su vida no recordaba de sí mismo todo lo que sabía de él Vladimir Andréyevich.
Consideraba a Lev Tolstói demasiado realista y, aunque reconocía la poesía que había en su obra, no lo apreciaba. Valoraba a Turguéniev, pero opinaba que su talento era superficial en exceso. De la prosa rusa lo que más le gustaba era Gógol y Leskov.
Estimaba que Belinski y Chernishevski eran los primeros que habían asestado un golpe mortal a la poesía rusa.
Además le había dicho a Zhenia que, aparte de la poesía rusa, había tres cosas que amaba en el mundo, y las tres comenzaban por «s»: sacarosa, sueño y sol.
– ¿Acaso moriré sin ver ni uno solo de mis poemas publicados? -preguntaba él.
Una tarde, al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevnase encontró a Limónov. Caminaba por la calle con el abrigo desbotonado y una bufanda clara a cuadros colgándole del cuello, y se apoyaba sobre un bastón nudoso. Aquel hombre recio tocado con una aristocrática shapka de castor destacaba de manera extraña entre la muchedumbre de Kúibishev.
Limónov acompañó a Zhenia hasta casa y, cuando ella lo invitó a subir para tomar un té, le dijo mirándola con atención a los ojos:
– Se lo agradezco, a decir verdad me debe al menos medio litro por el permiso de residencia. -Y respirando pesadamente, comenzó a subir por la escalera.
Limónov entró en la pequeña habitación de Zhenia y dijo:
– Ejem, aquí no hay demasiado espacio para mi cuerpo, pero quizá sí que lo haya para mis pensamientos.
De repente se puso a hablar con ella en un tono de voz poco natural y comenzó a exponerle sus teorías sobre el amor y las relaciones sexuales.
– ¡Es avitaminosis, avitaminosis espiritual! -exclamó con afán-. ¿Comprende? Es un hambre tan poderosa como la que experimentan los toros, las vacas, los ciervos cuando están carentes de sal. Aquello que yo no tengo, aquello que no tienen mis allegados, mi mujer, lo busco en el objeto de mi amor. ¿Lo comprende? La esposa de un hombre es la causa de la avitaminosis. Y el hombre anhela encontrar en su amada aquello que durante años, durante décadas, no ha encontrado en su mujer. ¿Lo entiende?