Qué extraño era andar por aquel pasillo rectilíneo como la trayectoria de una flecha mientras la vida está tan enmarañada de senderos, barrancos, pantanos, arroyos, polvo de estepa, campos de trigo abandonados; debes abrirte paso, dar rodeos, pero el destino es lineal, andas recto como una cuerda, pasillos, pasillos, y luego más puertas a lo largo de los pasillos.
Krímov avanzaba con paso cadencioso, ni rápido ni lento, como si el centinela no anduviera detrás de él sino delante.
Algo había cambiado en él desde el momento en que había entrado en la Lubianka.
«La disposición geométrica de los puntos», pensó mientras le tomaban las huellas sin entender el motivo de esa reflexión, aunque expresara exactamente lo que le había pasado.
La nueva sensación estaba generada por el hecho de que ya no tenía conciencia de sí mismo. Si hubiera pedido agua, le habrían dado de beber. Si hubiera sufrido un ataque al corazón, un médico le habría suministrado la inyección apropiada. Pero él ya no era Krímov. Todavía no podía comprenderlo, pero lo sentía. Ya no era el camarada Krímov, aquel que mientras se vestía, comía, compraba una entrada de cine, pensaba, se echaba a dormir tenía siempre conciencia de sí mismo. El camarada Krímov se diferenciaba de todos los hombres por su alma y su mente, su veteranía en el Partido, que se remontaba a antes de la Revolución, sus artículos publicados en la revista La Internacional Comunista; por sus actitudes, sus pequeñas manías, por su peculiar modo de comportarse, por el tono de voz que adoptaba en las conversaciones que mantenía con los miembros del Komsomol, las secretarias de los raikoms de Moscú, los obreros, los viejos miembros del Partido, sus amigos y postulantes. Su cuerpo era todavía como cualquier otro cuerpo humano, sus movimientos y pensamientos eran parecidos a los movimientos y pensamientos humanos, pero la esencia del camarada y hombre Krímov, su dignidad y su libertad, habían desaparecido.
Le llevaron a una celda rectangular con un suelo de parqué limpio donde había cuatro catres cubiertos con unas colchas bien extendidas, sin la menor arruga. Al instante se dio cuenta de que tres seres humanos miraban con interés humano al cuarto individuo.
Eran hombres. No sabía si eran buenos o malos; desconocía si eran hostiles o indiferentes respecto a él, pero el bien, el mal, la indiferencia que emanaba de ellos eran humanos.
Se sentó en el catre que le habían indicado, y los otros tres, sentados también en sus catres con libros abiertos sobre las rodillas, le miraron fijamente en silencio. Y aquella sensación maravillosa, preciosa, que creía haber perdido, volvió a aparecer.
Uno de los hombres era de complexión maciza, con la frente abombada, el rostro arrugado y una masa de cabellos canosos y negros, despeinados a lo Beethoven y con unos rizos que le caían sobre la frente baja y prominente. El segundo era un viejo con las manos pálidas como el papel, un cráneo huesudo, calvo, y la cara parecida a un bajorrelieve esculpido en metal, como si por sus venas y arterias corriera nieve en lugar de sangre.
El tercero, que ocupaba el catre contiguo al de Krímov, tenía aspecto amable y una mancha roja en el caballete de la nariz por las gafas que acababa de quitarse. Parecía infeliz y bueno. Indicó la puerta con el dedo, sonrió de modo apenas perceptible, sacudió la cabeza y Krímov comprendió que el centinela estaba allí, al otro lado de la mirilla, observándoles.
El primero en romper el silencio fue el hombre de los cabellos enmarañados.
– Bueno -comenzó con tono afable e indolente-, me permito, en nombre de todos los aquí presentes, saludar a las fuerzas armadas. ¿De dónde viene, querido camarada? Krímov sonrió confuso y dijo: -De Stalingrado.
– Oh, me alegra conocer a alguien que ha participado en nuestra heroica resistencia. Bienvenido a nuestra cabaña.
– ¿Fuma? -preguntó enseguida el viejo de la tez blanca.
– Sí -respondió Krímov. El viejo asintió y miró fijamente el libro.
– Yo les he jugado una mala pasada a mis camaradas explicó el amable vecino miope-. Dije que no fumaba y ahora la administración no me pasa mí ración de tabaco.
Dígame, ¿hace mucho que dejó Stalingrado?
– Todavía estaba allí esta mañana.
– ¡Vaya! -exclamó el gigante-. ¿Le han traído en un Douglas?
– Así es -respondió Krímov.
– Explíquenos, ¿cómo está la situación en Stalingrado?
No hemos conseguido ningún periódico.
– Debe de tener hambre, ¿verdad? -preguntó el amable miope-. Nosotros ya hemos comido.
– No, no tengo hambre -contestó Krímov-. Los alemanes no van a tomar Stalingrado. Ahora está del todo claro.
– Siempre ha estado claro -dijo el gigante-. La sinagoga sigue en pie y seguirá estando en pie.
El viejo cerró de golpe el libro y preguntó:
– Usted, por lo que parece, es miembro del partido comunista, ¿no?
– Sí, soy comunista.
– Más bajo, más bajo, hablad en un susurro -advirtió el amable miope.
– Incluso de su pertenencia al Partido -se lamentó el gigante.
A Krímov le resultaba familiar la cara del gigante y de repente recordó por qué: era un famoso presentador moscovita. Una vez había asistido con Zhenia a un concierto en la Sala de Columnas y lo había visto en escena. ¡Y he aquí donde volvían a encontrarse!
En aquel momento se abrió la puerta, el centinela se asomó y preguntó:
– ¿Quién tiene un nombre que comienza por K?
– Yo, Katsenelenbogen -respondió el gigante.
Se levantó, se atusó un poco la poblada cabellera y, con parsimonia, avanzó hacia la puerta.
– Va a ser interrogado -murmuró el amable vecino.
– ¿Y por qué han preguntado por un nombre con K?
– Es una regla. Anteayer el guardia lo llamó: «¿Hay aquí un cal Katsenelenhogen cuyo nombre comienza por K?». Verdaderamente ridículo. Está medio chiflado.
– Sí, nos reímos un rato -dijo el viejo.
«¿Y tú, con tu aspecto de viejo contable, cómo has venido a parar aquí? -se preguntó Krímov- Mi nombre también empieza con K.»
Los detenidos se preparaban para echarse a dormir, pero la intensa luz seguía encendida y Nikolái sentía que alguien le observaba a través de la mirilla mientras se quitaba las polainas, se ajustaba los calzoncillos, se rascaba el pecho. Era una luz especial. No continuaba encendida para los hombres que se encontraban en el interior de la celda, sino para que éstos fueran más visibles. Si hubiera sido más práctico observarles en la oscuridad, les habrían tenido a oscuras.
El viejo contable estaba acostado con la cara vuelta hacia la pared. Krímov y su vecino miope hablaban en susurros, sin mirarse y cubriéndose la boca con la mano para que el guardia no viera el movimiento de sus labios.
De vez en cuando miraban el catre vacío. ¿Todavía estaba el presentador contando chistes? El vecino musitó:
– Todos nosotros, en la celda, nos hemos vuelto cobardes como conejos. Es como en el cuento: el mago toca a las personas y les crecen unas enormes orejas.
Habló a Krímov sobre los compañeros de celda. El viejo, Dreling, resultó ser un socialista revolucionario, un socialdemócrata o un menchevique. Nikolái Grigórievich había oído ese nombre antes. Dreling había pasado más de veinte años preso, entre cárceles y campos. Le quedaba poco para alcanzar a los prisioneros de Schlisselburg: Morózov, Novorusski, Frolenko y Figner. Le acababan de trasladar a Moscú debido al nuevo cargo que se le imputaba: había tenido la idea de organizar en el campo conferencias sobre la cuestión agraria para los deskulakizados.
El historial del presentador en la Lubianka era tan largo como el de Dreling. Hacía veintitantos años, en la época de Dzerzhinskí, había comenzado a trabajar en la Cheká, después, en la OGPU bajo las órdenes de Yagoda, luego en el NKVD con Yezhov, y más tarde en el MGB [108] con Beria.