Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Este descubrimiento no le sorprendió: era natural, indiscutible. ¿Cómo era posible que un mes, dos meses antes, cuando todavía vivían en Kazán, no hubiera comprendido una cosa tan sencilla e incontestable?

Y, naturalmente, el día que había sentido su ausencia con especial intensidad, los sentimientos disimulados en lo más profundo de su alma habían salido a flote y se habían vuelto conscientes. Y como era imposible ocultar lo que le pasaba, enseguida, en la entrada, frunciendo el ceño y mirándola, dijo:

– Tenía todo el rato la impresión de tener un hambre canina y no dejaba de mirar la puerta, como si esperara que me llamaran para la comida; pero, por lo visto, esperaba la llegada inminente de Maria Ivánovna. Ella no dijo nada, como si no le hubiera oído, y entró en la sala.

Se sentó en el diván al lado de Zhenia, a la que acababa de conocer, y Víktor Pávlovich deslizó la mirada ora sobre la cara de Zhenia, ora sobre la cara de María Ivánovna y luego sobre la de Liudmila.

¡Qué bellas eran las hermanas! Aquel día la cara de Liudmila Nikoláyevna parecía más hermosa que de costumbre. La severidad que a menudo la afeaba se había desvanecido y sus grandes ojos claros miraban con dulzura, tristes.

Zhenia se atusó el cabello; sentía sobre sí la mirada de María Ivánovna, que le dijo:

– Perdone, Yevguenia Nikoláyevna, pero no imaginaba que una mujer pudiera ser tan bella. Nunca he visto una cara como la suya.

Después de decir estas palabras, se ruborizó. -Mashenka, mira sus manos, sus dedos -dijo Liudmila Nikoláyevna-, y el cuello, el cabello.

– Y las ventanas de la nariz-dijo Shtrum.

– ¿Me tomáis por un caballo, o qué? -protesto Zhenia-. ¡Como si me importara mucho!

– El forraje no va al caballo -sentenció Shtrum, y aunque no estaba del todo claro qué significaban esas palabras, suscitaron la risa general.

– Vitia, ¿tienes hambre? -dijo liudmila Nikoláyevna.

– Sí, sí; no, no -dijo, y vio que Maria Ivánovna se ruborizaba. Entonces comprendió que había oído las palabras que le había dicho en la entrada.

Estaba sentada como un gorrión, toda gris, delgada, con el cabello peinado como una maestra de escuela y la frente abombada, con una chaqueta de punto remendada en los codos, y cada palabra que salía de su boca le parecía a Shtrum el colmo de la inteligencia, de la delicadeza, de la bondad; cada movimiento expresaba gracia, dulzura.

No habló de la reunión del Consejo Científico; se interesó por Nadia, pidió a Liudmila Nikoláyevna que le prestara La montaña mágica de Mann, preguntó a Zhenia sobre Vera y su hijito, y qué contaba en sus cartas Aleksandra Vladímirovna desde Kazán.

A Shtrum le llevó un rato comprender que Maria Ivánovna le había dado a la conversación el giro necesario. Era como si subrayara que no había ninguna fuerza capaz de impedir a los hombres seguir siendo hombres, que el poderoso Estado es incapaz de invadir la esfera de los padres, los hijos, las hermanas, y que en ese día fatídico, su admiración por las personas con las que ahora estaba sentada se manifestaba también en el hecho de que su victoria les daba el derecho a hablar no de lo que era impuesto desde el exterior sino de lo que existía en el interior, dentro de cada ser humano.

Lo había intuido con acierto, y mientras las mujeres hablaban de Nadia y el bebe de Vera, él guardaba silencio, sintiendo que la luz que se había encendido en su interior ardía tímidamente, calida, sin vacilar, sin palidecer.

Le parecía que el encanto de Maria Ivánovna cautivaba a Zhenia. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina y Maria Ivánovna se levantó para ir a ayudarla.

– Qué mujer tan encantadora -dijo Shtrum con aire soñador.

Zhenia le llamo burlonamente, trayéndole de vuelta a la realidad:

– ¿Vitka? ¡Eh, Vitka!

Se quedó desconcertado ante aquel apelativo inesperado (hacía mas de veinte años que nadie le llamaba Vitka).

– ¡La joven dama está enamorada de ti como una gata! -dijo Zhenia.

– ¡Vaya tontería! -replicó él-. ¿Y por qué «joven dama»? No tiene nada de dama. Liudmila nunca ha tenido amigas, pero con Maria Ivánovna ha hecho buenas migas.

¿Y contigo? -preguntó Zhenia en tono de broma.

– Estoy hablando en serio -dijo Shtrum.

Al ver que se enfadaba, ella le miró riéndose.

– ¿Sabes qué, Zhénechka? ¡Vete al diablo! -exclamó Shtrum. Entretanto había llegado Nadia. Todavía en la entrada preguntó al instante:

– ¿Papá ha ido a arrepentirse?

Entró en la sala. Shtrum la abrazó y la besó.

Yevguenia Nikoláyevna miró a su sobrina con los ojos húmedos.

– No tiene ni gota de nuestra sangre eslava -dijo-. Es una auténtica chica judía.

– Son los genes de papá -respondió Nadia.

– Tú eres mi ojito derecho, Nadia -dijo Yevguenia Nikoláyevna-. Como Seriozha lo es para su abuela.

– No te preocupes, papá, nosotros te mantendremos -dijo Nadia.

– ¿Quién es nosotros? -preguntó Shtrum-. ¿Tu teniente y tú? Lávate las manos cuando vuelves de la escuela.

– ¿Con quién está hablando mamá?

– Con María Ivánovna.

– ¿Te gusta Maria Ivánovna? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna.

– Para mí es la mejor persona en el mundo -dijo Nadia-. Me casaría con ella, si pudiera.

– Es buena, un ángel -apostilló con burla Yevguenia.

– ¿Y a ti, tía Zhenia? ¿No te gusta?

– No me gustan los santos, su santidad esconde la histeria -respondió Yevguenia Nikoláyevna-. Pretiero a 10 infames declarados.

– ¿Histeria? -preguntó Shtrum.

– Te lo aseguro, Víktor; estoy hablando en general, no de ella.

Nadia se fue a la cocina y Yevguenia Nikoláyevna dijo a Shtrum:

– Cuando vivía en Stalingrado Vera tenía un teniente. Y ahora Nadia tiene el suyo. ¡Apareció y desaparecerá! ¡Mueren con tanta facilidad! Vitia, qué triste.

– Zhénechka, Zhenevieva, ¿de veras no te gusta María Ivánovna?-preguntó Shtrum.

– No sé, no sé -respondió atropelladamente Zhenia-.

Hay un tipo de mujeres que tienen un carácter apacible, abnegado. Una mujer así no dice: «Hago el amor con ese hombre porque me apetece», sino: «Es mi deber, siento compasión por él, me sacrifico». Estas mujeres hacen el amor con los hombres, se juntan y se separan de ellos porque les apetece, pero dicen: «Era necesario, así lo quiere la moral, la conciencia, he renunciado, me he sacrificado». En realidad no sacrifican nada, han hecho lo que querían, y lo más abyecto es que estas damas creen sinceramente en su sacrificio. ¡No puedo soportar a esas mujres! ¿Sabes por qué? A menudo tengo la impresión de que yo también pertenezco a esa clase de mujeres.

Durante la comida, Maria Ivánovna dijo a Zhenia:

– Yevguenia Nikoláyevna, si me lo permite la acompañaré. Tengo una triste experiencia en estos asuntos. Además, siendo dos es más fácil.

Zhenia se sintió confusa y respondió:

– No, no, muchas gracias, son cosas que una tiene que hacer sola. No se puede compartir esa carga.

Liudmila Nikoláyevna miró de reojo a su hermana, y, como para darle a entender que mantenía una relación sincera con Maria ivánovna, dijo:

– A Mashenka se le ha metido en la cabeza que no le has gustado.

Yevguenia Nikoláyevna no respondió.

– Si, sí -confirmó Maria Ivánovna-. Lo presiento. Pero perdone que haya hablado del tema. Es una estupidez. ¿Qué le importo yo? Liudmila Nikoláyevna ha hecho mal en decírselo. Ahora parece que esté insistiendo para obligarla a cambiar de opinión. He hablado por hablar. Por lo demás…

Sin esperárselo, Yevguenia Nikoláyevna dijo de un modo sincero:

– Pero ¿qué dice, querida? No, no… Tengo sentimientos tan confusos; perdóneme. Usted es buena.

Luego, levantándose con un movimiento rápido, dijo;

– Bueno, hijos míos, como dice mamá; «¡Ha llegado la hora!».

208
{"b":"108552","o":1}