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– Os confiscarán la dacha -dijo Zhenia.

– Pero ¿es posible que no comprendas que Nikolái no es culpable de nada? -preguntó Shtrum-. El es de otra generación. Piensa con un sistema de coordenadas diferente.

Estaban sentados en torno al tablero de ajedrez, mirando las figuras, contemplando la única pieza desplazada, y conversaban:

– Zhenia, querida -decía Víktor Pávlovich-, has obrado con conciencia. Créeme, es lo mejor que tiene el hombre. No sé qué te depara la vida, pero de una cosa estoy seguro: ahora has actuado según tu conciencia. Nuestra principal desgracia es que no vivimos como nos dicta la conciencia. No decimos lo que pensamos. Sentimos una cosa y hacemos otra. Recuerda lo que dijo Tolstói a propósito de las penas capitales: «¡No puedo callarme!». Pero nosotros callamos cuando en 1937 ejecutaron a millones de inocentes.

– ¡Y los mejores se callaban! Y hubo algunos que dieron ruidosamente su aprobación. Nos callamos durante los horrores de la colectivización general. Creo que nos precipitamos al hablar de socialismo; éste no consiste sólo en la industria pesada. Antes de todo está el derecho a la conciencia. Privar a un hombre de este derecho es horrible. Y si un hombre encuentra en sí la fuerza para obrar con conciencia, siente una alegría inmensa. Estoy contento por ti: has actuado según te ha dictado la conciencia.

– Vicia, deja de predicar como si fueras Buda y de confundir la cabeza de esta pequeña boba -dijo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Qué tiene que ver aquí la conciencia? Arruina su vida, atormenta a un buen hombre, ¿qué gana con esto Krímov? No creo que pueda ser feliz si lo sueltan. Cuando se separaron, todo estaba en perfecto orden; y ella tenía la conciencia limpia.

Yevguenia Nikoláyevna tomó en la mano la pieza del rey, la hizo girar en el aire, echó una ojeada al trozo de fieltro pegado en la base y la volvió a dejar en su lugar.

– Liuda -dijo ella-, ¿de qué felicidad hablas? Yo no pienso en la felicidad.

Shtrum miró el reloj. De la esfera emanaba una sensación de paz; las agujas parecían apacibles, soñolientas.

– Ahora deben de estar enfrascados en la discusión, estarán imprecando contra mí. Pero yo no siento odio ni humillación.

– Yo, por el contrario, les rompería la cara a esos desvergonzados -dijo Liudmila-. Primero te dicen que eres la esperanza de la ciencia y luego te escupen en la cara. Y tú, Zhenia, ¿cuándo tienes que ir a Kuznetskí Most?

– Hacia las cuatro.

– Te preparo la comida y luego te vas.

– ¿Qué hay de comer hoy? -se interesó Shtrum, y sonriendo, añadió-: ¿Saben lo que les pido, pequeñas damas?

– Lo sé, lo sé. Quieres trabajar un poco -respondió Liudmila Nikoláyevna, al tiempo que se levantaba.

– Otro se daría con la cabeza contra la pared, en un día como hoy -observó Zhenia.

– Es mi punto débil, no el fuerte -respondió Shtrum-.

Mira, ayer Dmitri Petróvich me soltó un discurso sobre ciencia. Pero yo tengo otra opinión, otro punto de vista. Un poco como Tolstói: él dudaba, le atormentaba la cuestión de si la literatura sirve a la gente, si los libros que escribía eran o no necesarios.

– ¿Sabes qué? -arguyó Liudmila-, primero escribe el Guerra y paz de la física.

Shtrum se sintió terriblemente avergonzado.

– Sí, sí, Liúdochka, tienes razón, me estaba yendo por las ramas -farfulló, y sin querer miró con reproche a su mujer, añadiendo-: ¡Señor! Incluso en estos momentos tienes que recalcar las palabras que pronuncio de manera equivocada.

De nuevo se quedó solo. Releyó las anotaciones que había escrito el día antes y al mismo tiempo pensó en el día de hoy. ¿Por qué se había sentido mejor cuando Liudmila y Zhenia habían salido de la habitación? En su presencia había advertido una sombra de falsedad. En la propuesta de la partida de ajedrez, en su deseo de trabajar, había hipocresía. Seguramente Liudmila lo había percibido cuando le había llamado Buda. Y cuando había pronunciado su elogio a la conciencia, había notado que su voz sonaba artificial y como de madera. Ante el temor de que intuyeran cierta autocomplacencia por su parte se había esforzado en charlar acerca de temas prosaicos, pero como en sus sermones, había algo que sonaba falso.

Una vaga sensación de inquietud le angustiaba, y no lograba comprenderlo: le faltaba algo.

Varias veces se levantó, se acercó a la puerta; prestó atención a las voces de su mujer y Yevguenia Nikoláyevna.

No quería saber qué habían dicho en la reunión, quién había intervenido con especial intolerancia y animosidad, qué resoluciones habían acordado. Escribiría una breve carta a Shishakov comunicándole que se había puesto enfermo y durante algunos días no iría al instituto. Después las cosas se solucionarían por sí solas, el siempre estaba dispuesto a ser útil en la medida de lo posible. Es decir, en todo. ¿Por qué, en los últimos tiempos, temía tanto el arresto? Después de todo, no había hecho nada tan horrible. Había hablado más de la cuenta, aunque en realidad tampoco tanto. Y lo sabían.

Pero la sensación de intranquilidad seguía latente, y echaba ojeadas impacientes a la puerta. ¿Acaso era hambre lo que sentía? Con toda probabilidad, tendría que despedirse de la tienda restringida al personal del instituto. Y también de la famosa cantina.

En la entrada sonó un ligero timbrazo y Shtrum corrió presto al pasillo, gritando en dirección a la cocina:

– Abro yo, Liudmila.

Abrió de par en par la puerta, y en la penumbra del pasillo le miraron fijamente los ojos preocupados de Maria Ivánovna:

– Vaya, aquí está -dijo en voz baja-. Sabía que no iría. Mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, percibiendo en las manos el calor de su nuca transmitido al cuello del abrigo, Shtrum de repente comprendió que la estaba esperando; presintiendo su llegada aguzaba el oído, miraba la puerta. Se dio cuenta por la sensación de ligereza, de alegría natural que de pronto había experimentado al verla. Así pues, era con ella con quien deseaba encontrarse todas las noches mientras volvía a casa desde el instituto, con la congoja atenazándole el corazón, mirando con ansiedad a los transeúntes, escrutando las caras de las mujeres detrás de los cristales de los tranvías y los trolebuses. Y cuando, una vez en casa, preguntaba a Liudmila Nikoláyevna: «¿Ha venido alguien?», quería saber si era ella quien había venido. Sí, así era desde hacía tiempo. Ella llegaba, charlaban y bromeaban, se iba, y él creía olvidarla. Afloraba en su memoria cuando hablaba con Sokolov o cuando Liudmila Nikoláyevna le transmitía saludos de su parte. Parecía que no existiera más allá de aquellos momentos en que la veía o hablaba de lo encantadora que era. A veces, para hacer rabiar a Liudmila, le decía que su amiga no había leído ni a Pushkin ni a Turguéniev.

Paseaba con ella por el Jardín Neskuchni y le gustaba mirarla, le gustaba que ella, sin equivocarse nunca, le comprendiera fácilmente, le conmovía la expresión infantil y atenta con que le escuchaba. Una vez que se despedían, él dejaba de pensar en ella. Después la recordaba caminando por la calle, y de nuevo la olvidaba.

Y ahora, ahora había sentido que ella nunca dejaba de estar a su lado, sólo había tenido la impresión de que no estaba. Siempre estaba con él, incluso cuando no pensaba en ella: no la veía, no la recordaba, pero ella continuaba estando ahí. Cuando no pensaba en ella tenía la sensación de que ella estaba en otra parte y no se daba cuenta de que sufría constantemente por su ausencia. Pero hoy, justo en este día que se comprendía profundamente a sí mismo y a las personas cuya vida transcurría a su lado, al observar con atención su cara, se le habían revelado sus sentimientos hacia Maria Ivánovna. Al verla se sintió feliz, porque la constante y abrumadora sensación de su ausencia había desaparecido de golpe. Se sentía aliviado porque estaba con él y había dejado de sufrir inconscientemente por no tenerla a su lado. En los últimos tiempos se sentía siempre solo. Sentía su soledad cuando hablaba con su hija, con los amigos, con Chepizhin, con su mujer. Pero le había bastado con ver a Maria Ivánovna para que su soledad se diluyera.

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