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– Es un buen tipo. Un bolchevique. Un auténtico estalinista. Un hombre con experiencia de mando. Y resistencia. Lo conocí en 1937. Yezhov lo mandó a limpiar el distrito militar. Bueno, en esos tiempos yo tampoco me ocupaba de un jardín de infancia… Hizo un trabajo concienzudo. No era un blandengue, era un hacha: ¡había liquidado listas de hombres enteras! Sí, se ganó la confianza de Yezhov, tanto como Vasili Vasílievich Úlrij. Hay que invitarlo enseguida, si no se ofenderá.

Por su tono se habría podido creer que condenara la lucha librada contra los enemigos del pueblo, lucha en la que, Nóvikov lo sabía, Guétmanov había tomado parte. Y Nóvikov miró de nuevo a Guétmanov y no lograba comprenderlo.

– Sí -dijo Nóvikov despacio y a regañadientes-, en aquella época algunos las hicieron buenas.

Guétmanov hizo un ademán y cambió de tema.

– Hoy ha llegado un informe del Estado Mayor General: horrible. Los alemanes avanzan hacia el monte Elbrus, y en Stalingrado empujan a los nuestros al agua. Lo digo sin rodeos: es culpa nuestra, hemos disparado contra los nuestros, hemos destruido nuestros cuadros.

Nóvikov sintió un repentino arrebato de confianza hacia Guétmanov:

– Sí, camarada comisario, han destruido a muchos hombres buenos. Han hecho verdadero daño al ejército. Por ejemplo, el general Krivoruchko: perdió un ojo durante un interrogatorio, si bien él le rompió la cabeza al juez instructor con un tintero.

Guétmanov asintió con simpatía y dijo:

– Lavrenti Pávlovich aprecia mucho a nuestro Neudóbnov. Y Lavrenti Pávlovich es un hombre inteligente: nunca se equivoca juzgando a las personas.

«Sí, sí», pensó Nóvikov para sus adentros, resignadamente.

Se callaron y escucharon las voces bajas y silbantes que llegaban de la habitación de al lado.

– Mientes, esos calcetines son nuestros.

– ¿Cómo que vuestros, camarada teniente? ¿Qué le pasa, está chiflado o qué? -Y la misma voz añadió, esta vez tuteando-: Pero dónde los pones, no los toques, ésos son los cuellos de nuestros uniformes.

– Y qué más, camarada instructor, ¿cómo que vuestros? ¡Mire!

Eran el ayudante de campo de Nóvikov y el ordenanza de Guétmanov que estaban separando la ropa de sus jefes después de la colada.

– Tengo a estos diablos bajo control -dijo Guétmanov-. Antes, cuando caminábamos usted y yo, ellos iban detrás de nosotros hacia los ejercicios de tiro del batallón de Fátov. Yo crucé el arroyo a través de las piedras, mientras que usted pasó saltando y sacudió la pierna para quitarse el barro. Pues bien, miré atrás y vi a mi ordenanza cruzar el arroyo a través de las piedras y a su teniente saltar y sacudirse la pierna.

– Eh, pendencieros, discutid en voz baja -dijo Nóvikov, y las voces allí al lado cesaron de inmediato.

En la habitación entró el general Neudóbnov, un hombre pálido, de frente alta y tupidos cabellos canos. Lanzó una mirada a los vasos y a la botella, colocó sobre la mesa un fajo de papeles y le preguntó a Nóvikov:

– Camarada coronel, ¿qué vamos a hacer con el jefe de Estado Mayor de la segunda brigada? Mijáilov volverá dentro de un mes y medio, he recibido un certificado médico del hospital del distrito.

– Pero ¿qué clase de jefe de Estado Mayor va a ser un hombre sin intestino y sin un trozo de estómago? -dijo Guétmanov mientras servía en un vaso coñac para Neudóbnov-. Beba, camarada general, beba ahora que los intestinos están en su sitio.

Neudóbnov enarcó las cejas y miró interrogativamente con sus ojos gris claro en dirección a Nóvikov.

– Por favor, camarada general, se lo ruego -le invitó Nóvikov.

Le irritaban los modales de Guétmanov, su actitud de amo y señor allí adonde iba, convencido de su derecho a emitir su opinión largo y tendido en las reuniones que se celebraban para resolver problemas técnicos de los que no entendía nada. Y con esa misma seguridad, convencido de su derecho, Guétmanov era capaz de ofrecer el coñac ajeno, invitar a los huéspedes a descansar en la cama de otro, leer de la mesa papeles que no le pertenecían.

– Tal vez podríamos nombrar temporalmente para el cargo al mayor Basángov -dijo Nóvikov-. Es un oficial sensato y ya ha participado en combates de tanques en Novograd- Volinski. ¿Tiene alguna objeción el comisario de brigada?

– Ninguna, naturalmente -respondió Guétmanov-. ¿Qué objeción podría hacer…? Pero sí una consideración. El subjefe de la segunda brigada es un teniente coronel armenio, su superior del Estado Mayor será un calmuco, a lo que hay que añadir que, en la tercera brigada, el superior del Estado Mayor es el teniente coronel Lifshits. Tal vez podríamos prescindir del calmuco.

Miró a Nóvikov y luego a Neudóbnov.

– Para ser francos, eso es lo que nos dice el sentido común, pero el marxismo nos ha dado otro enfoque sobre esa cuestión.

– Lo principal es cómo el camarada en cuestión combatirá al alemán, ése es mi marxismo – declaró Nóvikov-. Y dónde rece su abuelo a Dios, si en una iglesia, en una mezquita… -meditó un instante y añadió-: o en una sinagoga, a mí me da lo mismo… Yo pienso así: lo principal en la guerra es disparar.

Eso, eso -asintió con alegría Guétmanov-. No tenemos sinagogas ni lugares de oración en nuestro cuerpo de tanques. Después de todo estamos defendiendo Rusia. -Acto seguido frunció el ceño y dijo con rabia-: Os lo digo de verdad: basta ya. ¡Me dan ganas de vomitar! Siempre sacrificamos a los rusos en nombre de la amistad de los pueblos. Un natsmen [56] apenas necesita saber el alfabeto para que le nombren comisario del pueblo, mientras que a nuestro Iván, no importa que sea un pozo de ciencia, lo mandamos al cuerno, «¡cede el paso al natsmen!». Han transformado al gran pueblo ruso en una minoría nacional. Yo estoy a favor de la amistad entre los pueblos, pero no en estos términos. ¡Basta!

Nóvikov se quedó pensativo, miró los papeles que estaban sobre la mesa, tamborileó en el vaso con la uña y dijo:

– ¿Soy yo quien oprime a los rusos por una simpatía particular hacia los calmucos?

Se volvió hacia Neudóbnov y añadió:

– Bien, el mayor Sazónov es nombrado temporalmente jefe del Estado Mayor de la segunda brigada.

– El oficial Sazónov es excepcional -comentó Guétmanov en voz baja.

Y Nóvikov, que había aprendido a ser rudo, autoritario, duro, sintió de nuevo inseguridad ante el comisario… «Bien, bien… -pensó consolándose-, no entiendo de política. Sólo soy un proletario que sabe de guerra. Nuestro trabajo es sencillo: aplastar a los alemanes.»

Pero, aunque se reía para sus adentros de la incompetencia en materia militar de Guétmanov, le resultaba desagradable sentirse tímido frente a él.

Aquel hombre de cabeza grande, cabellos desgreñados, estatura mediana, pero ancho de espaldas y con un vientre prominente, aquel tipo divertido, de voz estentórea, siempre en movimiento, tenía una energía inagotable.

Aunque nunca había estado en el frente, en las brigadas se decía de él: «¡Oh, es combativo nuestro secretario!».

Le gustaba organizar los mítines del Ejército Rojo; sus discursos cautivaban a la audiencia, bromeaba mucho y hablaba con sencillez, a menudo groseramente.

Caminaba bamboleándose y normalmente se apoyaba en un bastón; si un tanquista estaba en las musarañas y no lo saludaba, Guétmanov se detenía delante y, apoyándose en el famoso bastón, se quitaba la gorra y hacía una profunda reverencia como un viejo campesino.

Era irascible y odiaba las objeciones. Cuando alguien discutía con él, se ponía a resoplar y fruncir el ceño; una vez se encolerizó, levantó la mano y acabó descargando un puñetazo contra el capitán Gubenkov, el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería pesada. Como decían de él sus camaradas, se mostraba «terriblemente sujeto a sus principios».

El ordenanza de Guétmanov condenó severamente al terco capitán:

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[56] Persona perteneciente a una minoría nacional.

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