– Ese cerdo ha sacado de quicio a nuestro comisario.
Guétmanov no trataba con consideración a quienes habían sido testigos de los primeros días duros de la guerra. En una ocasión había dicho del favorito de Nóvikov, el comandante de la primera brigada Makárov:
– Le haré escupir toda la filosofía de 1941.
Nóvikov optó por callar, si bien le gustaba hablar con Makárov sobre aquellos primeros días de la guerra, días terribles pero en cierto sentido fascinantes.
En la audacia, en la agudeza de sus juicios, Guétmanov parecía todo lo contrario que Neudóbnov.
Pero los dos hombres, a pesar de sus diferencias, estaban unidos por un vínculo sólido.
La mirada inexpresiva pero atenta de Neudóbnov, sus frases bien perfiladas, sus palabras siempre sosegadas, deprimían a Nóvikov.
En cambio, Guétmanov, riéndose a carcajadas, decía:
– Tenemos suerte. En sólo doce meses los alemanes se han vuelto más odiosos para nuestros campesinos que los comunistas en veinticinco años.
O bien, sonriendo de improviso:
– Qué quieres, a nuestro papaíto le gusta que le digan que es genial.
Ese atrevimiento no contagiaba al interlocutor, bien al contrario, le inspiraba inquietud.
Antes de la guerra Guétmanov había estado al frente de una región. Pronunciaba discursos sobre la producción de ladrillos y la organización del trabajo de investigación científica en una filial del Instituto de Carbón, hablaba de la calidad de la cocción del pan en la fábrica de pan de la ciudad, de los defectos de la novela Llamas azules publicada en el almanaque local, de la reparación del parque de tractores, del inadecuado almacenamiento de las mercancías en las naves locales, sobre la epidemia de peste aviaria en los corrales de los koljoces.
Ahora hablaba con la misma seguridad de la calidad del combustible, de las normas del consumo de los motores y de la táctica de los combates con tanques, de la acción conjunta de infantería, tanques y artillería en caso de que rompieran la defensa del adversario, de la marcha de los tanques, del servicio médico en batalla, de los códigos de radio, de la psicología militar del tanquista, de la peculiar relación que se establece entre los miembros de cada dotación y de las diversas dotaciones entre sí, de las reparaciones rutinarias y las prioritarias, sobre la evacuación de la maquinaria averiada en el campo de batalla.
En una ocasión Guétmanov y Nóvikov, que estaban en el batallón del capitán Fátov, se detuvieron frente al tanque que había resultado vencedor en las pruebas de tiro.
Mientras el oficial al mando del blindado respondía a las preguntas de los superiores acariciaba suavemente con la palma de la mano la pared del tanque.
Guétmanov preguntó al tanquista si le había resultado difícil hacerse con el primer puesto. Y éste, animado de improviso, había respondido:
– No, ¿por qué iba a ser difícil? Yo amo a mi tanque. Apenas llegué de mi pueblo al centro de instrucción y lo vi, enseguida lo amé aunque parezca increíble.
– Un flechazo -señaló Guétmanov y se echó a reír.
Y en aquella risa condescendiente había cierta condena al amor ridículo del joven hacia su tanque.
Nóvikov sintió en aquel instante que él era igual de ridículo, que también él podía amar estúpidamente. Pero no quería hablar con Guétmanov de su capacidad de amar de modo estúpido y cuando éste se puso serio dijo al tanquista con tono ejemplar:
– ¡Bravo! el amor al tanque es una gran fuerza. Has obtenido éxito porque amas a tu carro -Nóvikov añadió con tono de burla-: Pero ¿por qué razón concreta amarlo? Es un blanco enorme y fácil, hace un ruido infernal que lo desenmascara inmediatamente y quienes van en él se aturden con el estruendo. Cuando está en movimiento traquetea y desde él es imposible observar ni apuntar correctamente.
Guétmanov había mirado a Nóvikov y sonreído con ironía. Y ahora, mientras llenaba de nuevo los vasos, sonrió del mismo modo, miró a Nóvikov y dijo:
– Nuestro itinerario pasa por Kúibishev. Nuestro comandante podrá hacerle una visita a alguien que yo me sé. Brindemos por el encuentro.
«Sólo me faltaba eso», pensó Nóvikov sintiendo que se ruborizaba como un colegial.
La guerra había sorprendido al general Neudóbnov en el extranjero. No fue hasta inicios de 1942, a su regreso al Comisariado Popular de Defensa en Moscú, cuando vio las barricadas más allá del río Moscova, las barricadas antitanque, y escuchó las señales de alarma aérea.
Neudóbnov, como Guétmanov, no hacía nunca preguntas a Nóvikov sobre la guerra, tal vez porque se avergonzaba de no haber estado nunca en el frente.
Sin embargo Nóvikov quería comprender por qué cualidades Neudóbnov había llegado a ser general, y por ello reflexionaba sobre la biografía del jefe de Estado Mayor, que se reflejaba en las hojas de su expediente como un abedul joven en un estanque.
Neudóbnov era mayor que Nóvikov y Guétmanov y en 1916 había estado recluido en una cárcel zarista por su participación en un grupo bolchevique.
Después de la guerra civil fue enviado por el Partido a trabajar en el GPU [57], prestó servicio en las tropas fronterizas, fue enviado a estudiar a la Academia, periodo durante el que fue secretario de la organización del Partido de su promoción. Después trabajó en el departamento militar del Comité Central, en la oficina central del Comisariado Popular de Defensa.
Antes de la guerra había estado dos veces en el extranjero. Formaba parte de la nomenklatura. Al principio Nóvikov no comprendía del todo qué significaba eso de la nomenklatura, cuáles eran los privilegios y derechos especiales de los que gozaban esos dirigentes.
Neudóbnov avanzaba con extraordinaria rapidez a través del habitualmente largo periodo que separa la candidatura a un cargo del nombramiento al mismo; parecía que el Comisariado Popular de Defensa sólo esperara la candidatura de Neudóbnov para aprobarla. Había algo extraño, sin embargo, en la información que constaba en su expediente: en un primer momento parecía explicar todos los misterios de la vida de un hombre, los motivos de sus éxitos y fracasos, pero un momento después sólo parecía oscurecer la esencia, no explicar nada.
A su modo de ver la guerra reexaminaba los historiales, las biografías, los informes confidenciales, los diplomas… Y de repente el dirigente Neudóbnov, que formaba parte de la nomenklatura, se había encontrado bajo las órdenes del coronel Nóvikov. Pero sabía perfectamente que una vez acabada la guerra cesaría también aquella situación anormal.
Neudóbnov había llevado consigo a los Urales un fusil de caza y había dejado pasmados a todos los aficionados del cuerpo; Nóvikov dijo que seguramente, en su tiempo, el zar Nicolás II también salía de caza con un fusil de ese tipo. A Neudóbnov se lo habían dado en 1938 junto con una dacha y varios objetos confiscados: muebles, alfombras y una vajilla de porcelana.
Hablaran de lo que hablaran, ya fuera de la guerra, de la situación de los koljoces, del libro del general Dragomírov, de la nación china, de las cualidades del general Rokossovski, del clima de Siberia, de la calidad de la tela para capote rusa, o de la belleza superior de las rubias sobre las morenas, las opiniones de Neudóbnov nunca se pasaban de la raya.
Resultaba difícil comprender si aquello obedecía a la discreción o bien era la expresión de su verdadera naturaleza.
A veces, después de la cena, se volvía locuaz y contaba historias sobre saboteadores que habían sido desenmascarados y que actuaban en los campos más inesperados: en la fabricación de instrumental médico, en talleres de fabricación de botas para el ejército, en pastelerías, en palacios de pioneros, en los establos del hipódromo de Moscú, la Galería Tretiakov.
Poseía una memoria excelente y al parecer leía mucho: estudiaba las obras de Lenín y Stalin. Durante las discusiones solía decir: