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Y añadió en un tono de voz aleccionador:

– El bolchevique de nuestros tiempos es ante todo un patriota ruso.

Todo aquello irritaba a Nóvikov. Él se había trabajado su lealtad a la patria rusa a costa de sufrimientos en los duros días de guerra, mientras que Neudóbnov parecía haberla tomado prestada en alguna oficina a la que él no tenía acceso.

Continuó hablando con Neudóbnov, pero se sentía irritado, pensaba en mil cosas diferentes, se inquietaba. Las mejillas le ardían como por efecto del sol y el viento, y el corazón le latía con fuerza, sin querer calmarse. Era como si un batallón marchara sobre su corazón, como si miles de botas golpearan las palabras: «Zhenia, Zhenia, Zhenia».

En la puerta del compartimento asomó Vershkov que, enfatizando el perdón ya otorgado a Nóvikov con el tono melifluo de su voz, dijo:

– Camarada coronel, permítame que le diga que el cocinero no me deja en paz; dice que hace más de dos horas que la comida está lista.

– Muy bien, pero que sea rápido.

Sin más dilación entró el cocinero, empapado en sudor, y con una expresión que era mezcla de sufrimiento, felicidad y ofensa comenzó a disponer los platitos con salazones procedentes de los Urales.

– A mí deme una botella de cerveza -pidió Neudóbnov, lánguido.

– Por supuesto, camarada general -respondió contento el cocinero.

Nóvikov sentía tantas ganas de comer después de su largo ayuno que las lágrimas brotaron en sus ojos. «El señor comandante se ha olvidado de lo que es comer», le vino a la cabeza y recordó el reciente lila de Persia gélido.

Nóvikov y Neudóbnov miraron al mismo tiempo por la ventana: a lo largo de la vía, un tanquista borracho sostenido por un miliciano que llevaba un fusil en bandolera avanzaba dando bandazos y tropezando, lanzando gritos penetrantes. El tanquista trataba de zafarse y golpear al miliciano, pero éste lo tenía firmemente agarrado por los hombros. Entonces el militar, en cuya cabeza debía de reinar una confusión total, olvidó sus ansias de pelea y empezó a besar la mejilla del miliciano con una ternura repentina.

– Averigüe qué es ese escándalo e infórmeme enseguida -ordenó Nóvikov a su ayudante de campo.

– Hay que fusilar a ese canalla alborotador -dijo Neudóbnov corriendo la cortina.

En la cara sencilla de Vershkov se reflejó un sentimiento complejo. Ante todo lamentaba que el comandante del regimiento perdiera el apetito. Pero al mismo tiempo compadecía al tanquista, una compasión que encerraba diferentes matices: diversión, aprobación, admiración de camarada, ternura paternal, tristeza, sincera inquietud.

– ¡A sus órdenes! -dijo, pero al instante improvisó-: Su madre vive aquí, estaba desconcertado, quería despedirse de la viejita con un poco de calor, tal vez demasiado apasionado… Los rusos no tienen sentido de la medida, y él ha calculado mal la dosis.

Nóvikov se rascó la nuca, luego se acercó el plato. «¡De eso nada! No volveré a abandonar el convoy», pensó, mientras su mente se dirigía hacia la mujer que le esperaba.

Guétmanov regresó poco antes de la partida del convoy, acalorado y alegre; rechazó la cena, y se limitó a pedir al ordenanza que le abriera una botella de gaseosa de mandarina, su preferida. Se quitó las botas con un gemido, se recostó en el diván, y cerró la puerta del compartimento con el pie.

Comenzó a contar a Nóvikov las novedades que un viejo camarada, secretario de un obkom, le había explicado; había vuelto de Moscú el día antes y había sido recibido por uno de esos hombres que tienen un lugar asignado en el mausoleo de la Plaza Roja los días de fiesta, aunque no se sitúan junto al micrófono al lado de Stalin. Aquel hombre obviamente no lo sabía todo y, huelga decirlo, no había contado todo lo que sabía al secretario del obkom, al que había conocido en la época en que sólo era un instructor de raikom en una pequeña ciudad a orillas del Volga. El secretario del obkom, no sin antes ponderar en una pesa invisible a su interlocutor, le había narrado una pequeña parte de lo que había oído. Y a su vez Guétmanov contó a Nóvikov una pequeña parte de lo que le habían contado…

Sin embargo, aquella noche Guétmanov habló a Nóvikov en un tono particularmente confidencial, que nunca antes había utilizado con él. Parecía que daba por hecho que estaba al tanto de los secretos de los grandes: que Malenkov gozaba de un enorme poder ejecutivo, que Beria y Mólotov eran las únicas personas que tuteaban al camarada Stalin, y que al camarada Stalin le disgustaban enormemente las iniciativas personales no autorizadas; que al camarada Stalin le gustaba el suluguni, un queso georgiano; que dado el mal estado de la dentadura del camarada Stalin éste siempre mojaba su pan en vino; que, entre otras cosas, tenía la cara picada por la viruela que había tenido de niño; que el camarada Mólotov hacía tiempo que había perdido su posición de número dos del Partido, que en los últimos tiempos Iósif Vissariónovich no tenía en demasiada estima a Jruschov y que incluso hacía poco le había gritado a voz en cuello por teléfono…

El tono confidencial de aquellas observaciones sobre personas que ostentaban una posición de privilegio de poder supremo dentro del Estado -sobre la manera en que Stalin había bromeado persignándose durante una conversación con Churchill, sobre el descontento de Stalin por la confianza desmedida de uno de sus mariscales en sí mismo-, parecía más importante que ciertas palabras veladas del hombre del mausoleo, palabras que Nóvikov codiciaba y que su alma casi podía adivinar… Sí, se estaba acercando el momento de la ofensiva. Con una risa burlona interna de estúpida autocomplacencia de la que enseguida se avergonzó, Nóvikov pensó: «Vaya, parece que formo parte de la nomenklatura».

Sin previo aviso, el convoy se puso en marcha.

Nóvikov salió a la plataforma del vagón, abrió la puerta y fijó la mirada en la oscuridad en que estaba sumergida la ciudad. Y de nuevo oyó botas de infantería marchando sobre su corazón con el incesante retumbo: «Zhenia, Zhenia, Zhenia». Desde la cabeza del tren le llegaron, a través del estruendo, fragmentos de la canción de Yermak.

El estampido de las ruedas de acero sobre los raíles, el rechinar de los vagones que transportaban velozmente al frente masas de acero de los tanques, las voces jóvenes que cantaban, el viento frío del Volga, el inmenso cielo estrellado, todo afloraba con nuevos matices, distintos a cuantos percibiera un segundo antes, a aquello que había sentido en el transcurso del primer año de guerra. En su alma resplandecía una arrogante alegría, una sensación exultante por su propia fuerza, por el espíritu combativo que sentía en el cuerpo, como si la cara de la guerra hubiera cambiado, como si no expresara solamente sufrimiento y odio… Las tristes notas de aquella canción que emergía de la oscuridad de repente sonaron orgullosas y amenazadoras.

Era extraño, pero su felicidad no despertaba en él bondad ni deseos de perdonar. Más bien al contrario: le suscitaba odio, ira, ambición de demostrar su fuerza, de aniquilar todo lo que se interpusiera en su camino.

Volvió al compartimento, y de la misma manera que antes le había subyugado el encanto de la noche de otoño, ahora lo apabulló el calor sofocante del vagón, el humo de tabaco, el olor a mantequilla rancia, el betún derretido, el sudor de los cuerpos robustos de los oficiales del Estado Mayor. Guétmanov, con un pijama abierto sobre su pecho blanco, estaba reclinado en el diván.

– Bueno, ¿jugamos un partida de dominó? el cuerpo de generales ha dado el visto bueno.

– Claro que sí -respondió Nóvikov-. ¿Por qué no?

Guétmanov eructó discretamente y dijo preocupado:

– Me temo que tengo una úlcera. Después de comer siento ardor de estómago.

– No tendríamos que haber permitido al médico que viajara en el segundo tren -observó Nóvikov.

Y con creciente enojo, se dijo para sus adentros: «Cuando decidí promover a Darenski, Fedorenko frunció el entrecejo y yo di marcha atrás; se lo dije a Guétmanov y Neudóbnov, pero también ellos fruncieron el ceño porque era un ex condenado, y yo me amedrenté. Propuse a Basángov… y no les pareció bien porque no era ruso, y de nuevo me batí en retirada… ¿Puedo pensar por mí mismo o no?». Mientras miraba a Guétmanov, seguía con sus reflexiones hasta el punto de casi caer en el absurdo: «Hoy me ofrece mi propio coñac y mañana, cuando venga mi mujer, pretenderá irse con ella a la cama».

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