A Nikolái Grigórievich le apenó que Batiuk no le formulara ni una sola pregunta relacionada con la conferencia. Como si ésta no hubiera tocado ninguna de las preocupaciones reales de Batiuk.
Krímov estaba impresionado por el relato de Batiuk sobre las primeras horas de la guerra. Durante la retirada general de la frontera, Batiuk había guiado a su regimiento hacia el oeste para impedir el paso de los alemanes. Los oficiales superiores, que se estaban replegando en la misma carretera, pensaron que iba a entregarse a los alemanes. Allí mismo, en la carretera, tras un interrogatorio a base de insultos y gritos histéricos, dieron la orden de fusilarlo. En el último instante, cuando ya estaba al pie del árbol, los soldados liberaron a su comandante.
– Sí, camarada teniente coronel -dijo Krímov-. Un asunto serio.
– No sufrí un ataque al corazón -respondió Batiuk-, pero mi corazón no ha vuelto a ser el mismo.
– ¿Oye los disparos en el mercado? -preguntó Krímov con cierto tono teatral-. ¿Qué anda haciendo Gorójov ahora?
Batiuk le miró de reojo.
– Yo sé qué está haciendo Gorójov. Jugar a las cartas.
Krímov dijo que le habían avisado de que iba a celebrarse una reunión de francotiradores en el refugio de Batiuk y que le interesaría asistir a ella.
– Claro, es interesante, por qué no -respondió el teniente coronel.
Hablaron de la situación en el frente. A Batiuk le preocupaba la concentración nocturna de las fuerzas alemanas en el sector norte.
Cuando los tiradores certeros se reunieron en el refugio del comandante de la división, Krímov comprendió para quién había sido cocinado el pastel.
Sobre los bancos dispuestos a lo largo de las paredes y en torno a la mesa se acomodaron varios hombres con chaquetas; parecían tímidos e incómodos, pero al mismo tiempo conscientes de su dignidad. Los que se iban incorporando se esforzaban en no hacer ruido y, como los obreros que colocan en su lugar palas y hachas, apostaban en un rincón sus fusiles y ametralladoras.
La cara del famoso francotirador Záitsev parecía bondadosamente familiar, como la de un campesino amable y sosegado. Pero cuando Vasili Záitsev volvió la cabeza y frunció el ceño se acentuó la dureza de sus rasgos.
Krímov recordó una impresión que tuvo antes de la guerra: un día, en el transcurso de una reunión, observaba a un viejo conocido y, de improviso, aquel rostro que siempre le parecía severo se le reveló bajo una luz completamente diferente: movía los párpados, tenía la nariz baja, la boca entreabierta, un mentón pequeño. Todos aquellos detalles juntos le daban un aire débil e indeciso.
Al lado de Záitsev se sentaba el operador de mortero Bezdidko, un hombre de espalda estrecha y ojos castaños siempre risueños, y el joven uzbeco Suleimán Jalímov, que sacaba los labios hacia delante como un niño. El francotirador-artillero Matsegur, que se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, parecía un afable padre de familia y no había en él ningún indicio que revelara el carácter amenazador de su oficio.
Los otros presentes en el refugio -el teniente de artillería Shuklín, Tókarev, Manzhulia, Solodki- también parecían tipos tímidos y apocados.
Batiuk les hacía preguntas con la cabeza gacha: semejaba más un alumno ávido de saber que uno de los comandantes más sabios y experimentados de Stalingrado.
Los ojos de todos los presentes se iluminaron con la expectación alegre de un chiste cuando se dirigió a Bezdidko en ucraniano:
– Bueno, Bezdidko, ¿cómo ha ido?
– Ayer se las hice pasar canutas a los boches, camarada teniente coronel. Pero esta mañana sólo he matado a cinco desperdiciando cuatro bombas de mano.
– Sí, no es un trabajo como el de Shuklín; él destruyó catorce tanques con un cañón.
– Pero Shuklín usó sólo un cañón porque en su batería no tenían más.
– Ha hecho saltar el burdel de los alemanes -declaró el atractivo Bulátov, sonrojándose.
– Y yo lo había tomado por un refugio cualquiera.
– A propósito de refugios -intervino Batiuk-. Hoy una bomba de mano me ha arrancado la puerta -y dirigiéndose a Bezdidko añadió en ucraniano en tono de reproche-: Pensé que era culpa de ese hijo de perra de Bezdidko, que se hace tanto el tímido. Y pensar que fui yo quien le enseñó a disparar.
El apuntador de artillería Manzhulia constató particularmente intimidado después de coger un trozo de pastel:
– Es buena la masa, camarada teniente coronel.
Batiuk hizo tintinear un cartucho de fusil contra el vaso.
– Bien, camaradas, un poco de seriedad.
Se trataba de una reunión de trabajo similar a las que se celebran en las fábricas o en los campamentos. Pero no eran tejedores ni panaderos ni sastres, y no hablaban de pan ni de trilladura.
Bulátov contó que había visto a un alemán que andaba por la carretera abrazado a una mujer; los había obligado a echarse al suelo y, antes de matarlos, les había dado la oportunidad de alzarse tres veces y de nuevo obligado a echarse al suelo, levantando con las balas nubes de polvo a dos o tres centímetros de sus piernas.
– Lo maté cuando se inclinó sobre ella; quedaron tendidos en medio de la carretera, en forma de cruz.
La indolencia con la que Bulátov narraba la historia acentuaba su horror, un horror que nunca está presente en los relatos de los soldados.
– No nos cuentes bolas, Bulátov -le interrumpió Záitsev.
– No son bolas -replicó Bulátov, sin comprender-. A día de hoy mi cuenta asciende a setenta y ocho. El camarada comisario no me permitiría mentir; aquí está su firma.
Krímov tenía ganas de participar en la conversación, de decir que probablemente entre los alemanes asesinados por Bulátov había obreros, revolucionarios, internacionalistas… Era importante tener aquello presente, de lo contrario corrían el riesgo de convertirse en ultranacionalistas. Pero Nikolái Grigórievich no dijo nada. Aquellos pensamientos no eran necesarios para la guerra; en lugar de armar, desarmaban.
Ceceando, el blancuzco Solodki contó cómo había matado a ocho alemanes el día antes. Luego añadió:
– Soy un koljosiano de Umansk. Lo que los fascistas hicieron en mi pueblo fue increíble. Yo también perdí un poco de sangre: me hirieron tres veces. Eso es lo que me hizo dejar de ser koljosiano y convertirme en francotirador.
Lúgubre, Tókarev explicó la mejor manera de escoger un apostadero en una carretera transitada por los alemanes para ir a la cocina o a buscar agua, y añadió:
– Mi mujer me escribe contándome lo que han pasado los que han sido hechos prisioneros cerca de Mozhaev; han matado a mi hijo porque le llamé Vladimir Ilich.
Jalímov, excitado, explicó:
– Nunca me apresuro. Disparo cuando el corazón me lo dice. Cuando llegué al frente me hice amigo del sargento Gúrov; yo le enseñé uzbeco y él a mí ruso. Lo mató un alemán, y yo abatí a doce de ellos. Cogí los prismáticos del oficial y me los colgué al cuello: he seguido sus indicaciones, camarada instructor político.
Había algo terrible en los informes de aquellos franco-tiradores. Durante toda su vida Krímov se había burlado de las medrosas almas intelectuales, se había burlado de Yevguenia Nikoláyevna y Shtrum que lamentaban los sufrimientos que habían soportado los deskulakizados durante el periodo de la colectivización. A propósito de los acontecimientos de 1937, le había dicho a Yevguenia: «No es terrible que liquidemos a nuestros enemigos, al diablo con ellos; lo terrible es cuando dispararnos contra los nuestros».
Ahora deseaba decir que nunca había vacilado, que siempre había estado dispuesto a eliminar a aquellos canallas de los guardias blancos, a los rastreros de los mencheviques y los eseristas, a los popes, a los kulaks, que nunca había sentido la menor piedad hacia los enemigos de la Revolución, pero que, sin embargo, no podía alegrarse de que, junto a los fascistas, se aniquilara a los obreros alemanes. Había algo terrible en los relatos de los francotiradores, aunque supieran bien en nombre de qué actuaban así.